Las vueltas del mundo
A veces, cuando estoy en Norteam¨¦rica, donde por tantos a?os he ejercicio de profesor, antiguos alumnos m¨ªos acuden a consultarme sobre tal o cual problema que se les plantea en su actividad de nuevos ense?antes, o simplemente vienen a ra¨ª por el gusto de charlar, para comentar conmigo en amistosa pl¨¢tica alguna de sus experiencias docentes. Durante mi ¨²ltima estancia en Nueva York, alguien, una de esas personas fieles al recuerdo, quiso comunicarme un caso curioso, aunque en verdad nada extraordinario: el de cierta estudiante ya mayor, una de esas mujeres que, divorciadas y con los hijos emancipados y ausentes, deciden volver a las aulas, quien hab¨ªa presentado a la clase, como prueba de su dominio de nuestra lengua, un largo relato con las peripecias de su vida. Era hija de inmigrantes espa?oles, y su infancia hab¨ªa estado atormentada por la intransigente exigencia paterna en cuanto al uso del idioma castellano por una ni?a criada en un vecindario donde s¨®lo se hablaba ingl¨¦s. En la lucha contra la inevitable limitaci¨®n y deterioro ling¨¹¨ªstico de la peque?a hubo numerosos incidentes que sin duda contribuyeron a formar el car¨¢cter un tanto atrabiliario que en el relato de su vida reflejaba la buena se?ora. Pude leerlo. Estaba escrito en una prosa esforzada y algo artificiosa, correcta en general, sin otros defectos gramaticales que tal o cual construcci¨®n inglesa y alguna que otra ca¨ªda en los anglicismos corrientes.De su contenido llam¨® mi atenci¨®n en manera especial un episodio, y eso por lo que en seguida dir¨¦. A costa de duro sacrificio econ¨®mico, pues la familia estaba en posici¨®n bastante modesta, el padre impuso a su hija la obligaci¨®n de tomar clases particulares, cuando sal¨ªa por las tardes de la escuela p¨²blica donde s¨®lo se hablaba ingl¨¦s, con un profesor espa?ol, exiliado de la guerra civil, que era escritor famoso y hasta miembro de la Real Academia. Su nombre (y aqu¨ª viene el detalle que fijar¨ªa mi atenci¨®n con un peque?o sobresalto): Alfonso Vidal y Planas.
Este nombre, Vidal y Planas, perdido en los archivos de mi memoria, me hizo retroceder de golpe a la ¨¦poca en que, adolescente reci¨¦n llegado de m? provincia a la corte, y todav¨ªa desorientado, impaciente, ansioso, procuraba asomarme a la vida literaria madrile?a en la que aspiraba a ingresar. Me veo instalado en la m¨¢s alta y m¨¢s barata localidad del teatro Eslava asistiendo a la representaci¨®n de una obra, Santa Isabel de Ceres, cuyo ¨¦xito clamoroso hab¨ªa hecho famoso de la noche a la ma?ana a un escritor antes desconocido.
Ceres era el nombre de la calle donde en aquel entonces se concentraban los burdeles m¨¢s s¨®rdidos de la capital; la santa Isabel en cuesti¨®n era la consabida prostituta buena de los malos folletines, y aun de la novela rusa tan prestigiosa a la saz¨®n; y Abel de la Cruz, su pretendido redentor, era una barata transcripci¨®n literaria del propio ayer an¨®nimo y ahora renombrado Vidal y Planas, a quien Cansinos-Assens, en su inapreciable libro La novela de un literato, retrata como "el ex seminarista y ex legionario, el bohemio-hamp¨®n, hu¨¦sped de las casas de dormir y los prost¨ªbulos m¨¢s inmundos, comensal de las tascas m¨¢s humildes", sentado tras su triunfo teatral "en el banquete de la vida". Poco hab¨ªa de durarle el dinero cosechado con ese triunfo, y menos su ef¨ªmera gloria, pues tras el aplaudido melodrama intent¨® perpetrar otro con el t¨ªtulo de Los gorriones del Prado, cuyo estreno fue un fracaso estrepitoso.
Aquel fulminante ascenso de una estrella fugaz y su r¨¢pida reca¨ªda en el ret¨®rico fango de donde se alzara y que diera materia a su sentimentaloide creaci¨®n po¨¦tica me produjo a m¨ª en su d¨ªa una cierta fascinaci¨®n. Espectador, al margen todav¨ªa de la escena literaria, observaba, escuchaba opiniones y formaba en silencio mis personales criterios.
De Vidal y Planas ya no volvi¨® a o¨ªrse hablar tras la rechifla del ¨²ltimo estreno, y parec¨ªa olvidado por completo hasta que cierto d¨ªa volvi¨® a aparecer de improviso su nombre en los peri¨®dicos, y esta vez no por motivos relacionados con las letras. O s¨ª: pues es el caso que Vidal y Planas, el autor de Santa Isabel de Ceres, hab¨ªa matado de un tiro a otro escritor de dudosa reputaci¨®n, Luis Ant¨®n del Olmet.
Los motivos de la disputa no se pusieron en claro, o quiz¨¢ ser¨¢ que yo no los retengo en la memoria; pero s¨ª me acuerdo muy bien de que los comentarios de todos en las tertulias coincid¨ªan en disculpar el arrebato del agresor, que era un infeliz y, en el fondo, una buena persona. A Ant¨®n del Olmet, en cambio, se le ten¨ªa por un chantajista canalla, vituperado y temido por su prepotente chuler¨ªa. Es lo cierto que Vidal y Planas hab¨ªa sido, en sus d¨ªas de fam¨¦lica bohemia, redactor de un periodicucho fundado por Ant¨®n para sus oscuros negocios, en los que se serv¨ªa de sus auxiliares qued¨¢ndose ¨¦l con la parte del le¨®n, aunque haci¨¦ndoles pechar con las consecuencias adversas. As¨ª, cuenta el indispensable Cansinos que habiendo en una ocasi¨®n protestado Pedro Luis de G¨¢lvez, lo cogi¨® en vilo Ant¨®n, que era un H¨¦rcules, lo sac¨® por la ventana y lo tuvo suspendido sobre la calle hasta que la v¨ªctima pidi¨® gracia; y que "Vidal y Planas llev¨® varios d¨ªas vendada la cabeza a consecuencia de unos golpes que le propin¨® el due?o de una casa de pr¨¦stamo llamado Veguilla, muy conocido por sus manejos usurarios... Y todav¨ªa Ant¨®n del Olmet, al verlo con la cabeza vendada, le dec¨ªa zumb¨®n: Hola, ?qu¨¦ hay, baturro?".
Tal era la cala?a del personaje. Por supuesto que Vidal y Planas, condenado a prisi¨®n por su homicidio, fue a parar a la c¨¢rcel. Ya partir de entonces nunca m¨¢s volv¨ª a saber de su existencia.
?Cu¨¢l habr¨ªa sido entre tanto la suerte del que dejamos, como ¨²ltima noticia, oscuramente preso en una penitenciar¨ªa de Madirid? ?Por qu¨¦ curiosos avatares no pasar¨ªa en ese lapso tumultuoso de la Rep¨²blica y la guerra civil, cuyo v¨¦rtice trag¨® o zarande¨® y maltrat¨® de varios modos a tant¨ªsima gente, este incre¨ªble sujeto a quien encontramos de nuevo gracias a una rara coincidencia trampeando como exiliado en el Nueva York de la d¨¦cada de los cuarenta, con unas clases de espa?ol a la hija de nost¨¢lgicos inmigrantes ante los que hace valer su condici¨®n de gran escritor en infortunio y hasta pretende impresionar su credulidad con una respetabilidad falsa de acad¨¦mico de la lengua?
A partir de ah¨ª las huellas de su paso por la tierra vuelven a perderse.
La r¨¢pida vislumbre, que hace poco me depar¨® el azar, de una postrer etapa en la ca¨ªda del peque?o meteoro literario que pudo en su d¨ªa impresionar mi imaginaci¨®n juvenil de escritor en ciernes ha suscitado ahora en mi ¨¢nimo algunas reflexiones melanc¨®licas sobre la futilidad de la gloria y la v¨¢nidad de la fama, reflexiones que, por demasiado triviales, reservo para mi propio beneficio.
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