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El tir¨®n

Adelaida Garc¨ªa Morales naci¨® en Badajoz en 1946. Es licenciada en Filosof¨ªa y Letras. Ha publicado los relatos El Sur -que ha sido pasado al cine- y Bene. Obtuvo el Premio Herralde de novela con El silencio de las sirenas. En El tir¨®n una mendiga, sin otra identidad m¨¢s que su viejo cuerpo y su nombre, nos cuenta la historia de sus vagabundeos y de sus vanos esfuerzos por robar.

A veces olvido mi nombre: ?Carmen? ?Mar¨ªa? ?Juana? As¨ª se llamaban otras mujeres que conoc¨ª. En la actualidad ser¨ªan tan viejas como yo si no hubieran muerto. Ahora recuerdo y fijo en el interior de mi cabeza la palabra: Rosario, para que no se me vuelva a escapar. Mi nombre y mi cuerpo, cubierto con ropas de otras, son mis ¨²nicas posesiones. Sobre el asfalto de cualquier calle, entre cemento y adoquines, instalo cada noche mi campamento, constituido s¨®lo por mi presencia. Es mi hogar. Ando y repto por plazas y rincones, de portal en portal, buscando siempre un hueco donde detenerme. Casi no tengo recuerdos, y cuando los tengo se me aparecen como si fueran ajenos. Ya no me pertenecen. Nada me pertenece. S¨®lo mi cuerpo y mi nombre. Y el espacio que ocupo tambi¨¦n es m¨ªo. Porque tambi¨¦n yo ocupo un lugar en el espacio, y eso nadie puede imped¨ªrmelo. Nadie puede arrojarme de aqu¨ª, de la intemperie, de las esquinas, de las aceras, como ya lo hicieron de mi casa. Me expulsaron a ninguna parte, a la desolaci¨®n de las calles, a este errar continuo que no me est¨¢ permitido abandonar. Evidentemente, yo no puedo, ni ahora ni antes, pagar un alquiler, por bajo que sea. Incluso el tiempo se ha borrado de mi mente o, mejor dicho, se ha transformado en un pasar amorfo de diferentes luces que van y vienen del d¨ªa a la noche y de la noche al d¨ªa. Un ¨²nico movimiento sin fisuras ni medida son mis a?os incontados. Camino extraviada por la ciudad, sin territorio fijo, entre sus anuncios luminosos y las basuras de sus habitantes. A veces, cansada de tanto exterior, entro en portales oscuros. Subo y bajo tontamente las escaleras para concentrarme en alguna actividad. Claro que no soy ¨²til para nadie, para nada. No produzco m¨¢s que para m¨ª y s¨®lo el agotamiento necesario, que no es poco, para derrumbarme sobre cualquier superficie y, por dura que sea, dormir, desaparecer durante una noche entera. De la providencia no espero nada bueno, desconf¨ªo de esa indiferencia glacial que la caracteriza hasta el punto de tenerle miedo. Y, sin embargo, entro en bares y cafeter¨ªas con la absurda esperanza de que me caiga la ayuda de un buen samaritano. Es in¨²til, siempre in¨²til. Termina tir¨¢ndome a la calle alg¨²n esquinado camarero. A veces basta un gesto desabrido de cualquier cliente para que yo misma me retire a mi sitio, a mi deambular insoportable. En esos lugares, las bebidas, los hombres, los ruidos, las mujeres, las comidas, las sillas, los desperdicios, los olores, las luces, los camareros... todo ello amalgamado constituye un solo ser monstruoso y sin contornos que me rechaza de una u otra manera. Y eso que inspiro l¨¢stima, o al menos deber¨ªa inspirarla. ?Qu¨¦ otro sentimiento humano podr¨ªa despertarse ante mi aspecto? Aunque ?qu¨¦ s¨¦ yo de mi aspecto? Hace ya tanto tiempo que, afortunadamente, los espejos no existen para m¨ª... A pesar de ello a¨²n mantengo de mi persona la noci¨®n de una figura lamentable reflejada en un cristal sobre el fondo negro de los escaparates. Y a juzgar por la pesadez con que arrastro las piernas, por la ropa con que me cubro desde hace tanto tiempo, siempre la misma, mi apariencia debe ser casi escandalosa. He comprobado que estoy menguando y, cuando tanteo la piel de mi rostro, endurecida y reseca, arrugada como el pellejo de un elefante, trato de imaginar qu¨¦ clase de cara tengo. Estoy convencida de que en algunas ocasiones infundo temor, incluso miedo, sobre todo cuando, con tan poca eficacia, emprendo alguno de mis trabajos con la intenci¨®n de sobrevivir, ese gran empe?o de la especie a que pertenezco. Desde luego, no me importar¨ªa estar integrada en cualquier otra especie, incluso lo preferir¨ªa. Con frecuencia tambi¨¦n yo siento miedo, un miedo cerval de cuanto me rodea, que me obliga a esconderme est¨²pidamente en alg¨²n zagu¨¢n de poca luz, como si as¨ª, al amparo de la penumbra, estuviera a salvo de no s¨¦ qu¨¦. Y eso que pienso, si es que a lo que pasa por mi cabeza se le puede llamar pensamiento, que ninguna cat¨¢strofe que me sobreviniera me importar¨ªa gran cosa. Total, como s¨®lo soy una, es decir, casi nada... Esta ma?ana me refugi¨¦ en un sombr¨ªo y amplio portal¨®n que daba acceso a un lujoso edificio. Era, adem¨¢s, el lugar id¨®neo para mi trabajo. Me crezco imaginando que puedo robar, que alguna vez lo lograr¨¦. Se trata, claro est¨¢, de un robo menor: un bolso. Es mi meta, mi loter¨ªa, mi esperanza. Entonces me repito en voz baja: ?Puedo robar! ?Puedo robar! Naturalmente, poder no puedo, y no s¨®lo por las escasas fuerzas de mi vejez sino, adem¨¢s, y muy especialmente, por mis zapatillas. Con ellas no puedo articular mis movimientos ni siquiera con la poca agilidad que corresponde a mi edad. Me dejan medio pie en el asfalto. Son grandes, demasiado grandes para m¨ª, y al comp¨¢s de mis pasos se balancean de un lado a otro de tal manera que rara vez caen bajo mis pies. Correr, ese elemento indispensable para mi trabajo, es algo que me est¨¢ vedado. Arrastro mis piernas como pesados sacos de borra. Y, sin embargo, m¨¢s de una vez me enardezco y, olvid¨¢ndome de estos detalles, tiro de un bolso. Tiro para nada, claro, ?qui¨¦n hay que sea m¨¢s d¨¦bil que yo? Ni siquiera llaman a la polic¨ªa. ?Como si a m¨ª me importara ir a la c¨¢rcel! Alg¨²n lugar del espacio tengo que ocupar. ?Qu¨¦ m¨¢s da uno que otro! Pues bien, esta ma?ana decid¨ª trabajar. Es tan importante sobrevivir... Una se?ora con el mismo aspecto del edificio en cuyo portal¨®n me refugiaba, sali¨® del interior sin reparar en m¨ª presencia. Enseguida le intercept¨¦ el paso y, sin ning¨²n pre¨¢mbulo, agarr¨¦ su bolso con desfallecimiento pero decidida. Ni siquiera por mi vejez inspiro respeto: me llev¨¦ una sonora bofetada y una mirada de desconcierto que no se pod¨ªa desprender de mi cara, de mis ojos vac¨ªos, de m¨ª expresi¨®n de nada. Ella, la se?ora, se march¨® sin protestar, sin acusarme, como si de s¨²bito me olvidara o yo me hiciera inexistente. Aunque estoy habituada a fracasos semejantes, no renuncio con facilidad a mi prop¨®sito. Como s¨®lo tengo uno... Esta misma tarde, a la hora de mayor trasiego, antes de que las tiendas se cerraran, una anciana me detuvo sujet¨¢ndome suavemente por un brazo. Extrajo de su bolso una cartera y me hizo un regalo: una limosna. "Tenga usted, buena mujer", me dijo, conmovida. Tom¨¦ el billete de 100 pesetas contrariada, mientras contemplaba los otros, m¨¢s valiosos, que permanec¨ªan en su poder. No le di las gracias, pero tampoco me separ¨¦ de ella. Era m¨¢s vieja y m¨¢s lenta que yo. Eso me enaltec¨ªa. Me situ¨¦ a su lado, por la parte interior de la acera, por la preferente. Era ella la que ten¨ªa que subir y bajar el bordillo cada vez que un transe¨²nte se cruzaba con nosotras rozando la pared. No hab¨ªamos avanzado mucho cuando me dijo: "Otro d¨ªa le dar¨¦ m¨¢s, buena mujer". Yo no le respond¨ª. He perdido la costumbre de hablar; me digan lo que me digan, jam¨¢s me doy por aludida. Y ese pertinaz mutismo debe estar en consonancia con mi aspecto, pues a nadie le sorprende. Adem¨¢s, no soporto ning¨²n ruido. Constantemente me hieren los t¨ªmpanos los motores de los coches, sus bocinas, sus puertas, los ga?idos de los. perros que apartan a patadas del mercado, las palabras, m¨²sicas y estruendos de los televisores, las conversaciones de los humanos, los maullidos de los gatos en celo... "Que ma?ana le dar¨¦ m¨¢s, buena mujer", repiti¨® mi compa?era con impaciencia. Claro que yo no quer¨ªa m¨¢s: lo quer¨ªa todo. Obstinada en acompa?arla hasta el final, es decir, hasta realizar mi trabajo, hice como si no la escuchara. Ella se detuvo y me mir¨® con inquietud. Presumo que ya empezaba a asustarse. Entonces le sonre¨ª. Y no por amabilidad, sino porque tengo la fantas¨ªa de que mi sonrisa atemoriza. ?Qu¨¦ otra cosa podr¨ªa provocar una sonrisa desdentada por la que asoma un ¨²nico y puntiagudo colmillo, tan superfluo como una garambaina? Sin lograr deshacerse de mi compa?¨ªa, continu¨® su camino que, hasta cierto punto, era tambi¨¦n el m¨ªo, tratando ahora de ignorarme. Con un gesto brusco cambi¨® su bolso al brazo que me resultaba m¨¢s inaccesible. No es que hubiera intuido ni¨ªs intenciones: las hab¨ªa visto, pues yo no dejaba de mirarlo, calculando la intensidad y velocidad del salto, m¨¢s bien del saltito, que tendr¨ªa

El tir¨®n

que dar para tirar de su fortuna, mientras la inmovilizaba de alguna manera, poni¨¦ndole la zancadilla, por ejemplo. Ella aceleraba el paso cuanto pod¨ªa, y yo, siempre sonriendo, me manten¨ªa a su lado, pegada a su brazo, sin el menor esfuerzo. Cuando una se decide a robar, ha de hacerlo donde pueda y como pueda. ?Y es tan dif¨ªcil! Si yo que, al fin y al cabo, soy un ser humano, lo cual no significa mucho, estuviera tan mimada por las leyes como lo est¨¢n los bolsos, los objetos de los escaparates, los alimentos de los mercados, el dinero de los bancos... Pero no, desafortunadamente, no soy ninguna de esas cosas. El hecho es que, al fin, me decid¨ª a tirar y tir¨¦ del bolso con toda la fuerza de que dispon¨ªa. La anciana grit¨® en todas las direcciones. Una aut¨¦ntica multitud poblaba ambas aceras. Pidi¨® socorro, llam¨® a la polic¨ªa, se desga?it¨® cuanto pudo. Yo, mientras tanto, agarrada a su bolso, pero renunciando ya a conseguirlo, pues sus fuerzas resultaron ser superiores a las m¨ªas, sonre¨ªa ampliamente, satisfecha de la perfecta indiferencia con que segu¨ªan desfilando nuestros hermanos. Cuando se deshizo de m¨ª, me mir¨® con dureza, con una hostilidad que no entonaba con el que parec¨ªa ser su rostro de costumbre: dulce y bondadoso, tal como se mostr¨® al encontrarme. Claro que yo la odi¨¦: desde un principio. Pues he olvidado decir que odio, las cucarachas, los perros, las moscas, los gatos, los moscardones, las ratas, las polillas y a todos los dem¨¢s moradores de las ciudades. No hab¨ªa razones para que continuara all¨ª, frente a ella, observando su rostro congestionado mientras me dedicaba exabruptos en total disonancia con su ropa y sus maneras. As¨ª que le di la espalda y trat¨¦ de retirarme. Pero ella me lo impidi¨®. Agarr¨® mi mano y, retorci¨¦ndome los dedos y ara?¨¢ndolos, consigui¨® recuperar su limosna. Como comprend¨ª que nada ten¨ªa yo que hacer en aquella situaci¨®n, me puse de nuevo en camino, extenuada, consumida, apoy¨¢ndome a veces en las fachadas viejas y ennegrecidas o agarr¨¢ndome a ellas, introduciendo mis dedos por las oquedades de sus ladrillos corro¨ªdos por el tiempo y el abandono. Tan ciega y mec¨¢nicamente caminaba, que casi tropiezo con un mendigo. Debi¨® haberse quedado rezagado all¨ª, en las inmediaciones de unos grandes almacenes. Ya hab¨ªan cerrado sus puertas todas las tiendas, pero ¨¦l continuaba en su sitio, sobre una silla de ruedas m¨¢s vistosa que su figura, un puro escuerzo, inmovilizado por la par¨¢lisis o, quiz¨¢, s¨®lo por una extrema endeblez. En el suelo, lejos del alcance de sus manos, hab¨ªa extendido un trozo de tela mugrienta sobre el que hab¨ªan ido cayendo las limosnas de la tarde. Sin perder tiempo, me agach¨¦ a sus pies con el prop¨®sito de improvisar un hatillo y hacerme con su capital. Pero sus inertes piernas, galvanizadas de pronto, me golpearon en el pecho haci¨¦ndome rodar por el suelo junto con todas sus monedas. Con sorprendente agilidad, el mendigo salt¨® de su silla. Y as¨ª, disput¨¢ndonos cada peseta, los dos reptamos y manoteamos en todas direcciones. Al fin, de aquel chapoteo en el polvo de la acera saqu¨¦ yo alg¨²n dinerillo. Claro que no me alcanzaba para una buena sopa, mi ¨²nico alimento. En varios establecimientos trat¨¦ de conseguir, sin ¨¦xito, que me sirvieran al menos media raci¨®n. Finalmente, un camarero sensible accedi¨® a pasarme a la cocina y, gracias a sus recomendaciones, pude tomar el caldo de una sopa al que le sustrajeron antes, minuciosamente y en mi presencia, hasta el ¨²ltimo de sus tropezones. Al regresar a la calle, sent¨ª un agradable sopor. Anduve unos metros y enseguida me col¨¦ en un portal que no parec¨ªa estar vigilado. Agazapada en el hueco de la escalera, logr¨¦ quedarme amodorrada hasta que alguien, el portero, no hay duda, me zarande¨® con brusquedad y me arroj¨® al exterior. Ahora he de continuar mi largo paseo, como si mi movimiento fuera el giro de una ruleta. Caigo donde mi impulso acaba, me detengo en cualquier rinc¨®n donde ya no puedo m¨¢s. Al fin tengo sue?o, pero me impide dormir la claridad insoportable de la tarde, esta tarde artificial, impuesta, perturbadora, inm¨®vil e indiferente a los relojes y al paso natural del tiempo. Sin embargo, no me lamento. La cena y el aire c¨¢lido, acogedor, del verano, me reconfortan. Mi enemigo real es el fr¨ªo, el fr¨ªo que paraliza mis manos, mis piernas, mi rostro. Lo padezco igual que si fuera un cuerpo extra?o y punzante incrustado en mi propio cuerpo. Presiento que cuando vuelva el invierno me descubrir¨¢n una ma?ana convertida en un car¨¢mbano. No s¨¦ a qu¨¦ clase de agujero me arrojar¨¢n entonces. Pero alguien tendr¨¢ que ocuparse de mis restos, aunque s¨®lo sea por motivos estrictamente higi¨¦nicos.

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