La Iglesia cat¨®lica, de Torquemada a Von Clausewitz /y 2
Para muchos creyentes, algunos viajes del Papa tienen el simple car¨¢cter de gestos sin trascendencia. ?Viajar o (y) proclamar? Compatibilicemos ambas funciones sin caer en omisi¨®n.Los crudos panoramas del Tercer Mundo -dictaduras incluidas- deben tener mayor eco en las esferas vaticanas. ?La Iglesia cat¨®lica no debe sentirse obligada a hacer balance p¨²blico de situaciones tan vidriosas como la chilena, salvadore?a, guatemalteca o nicarag¨¹ense? ?Qu¨¦ cabe esperar de la visita papal al Chile del general Pinochet? Cree uno atisbar recelos inconfesables en la curia vaticana que impiden condenas sin paliativos. No todo ser¨¢n "maniobras de distracci¨®n" ni buscar a troche y moche porqu¨¦s y paraqu¨¦s.
La presencia de Juan Pablo II en el Tercer Mundo debe hacernos recordar varias cosas; una de ellas, la realidad, m¨¢s que turbia, que contorne¨® el colonialismo americano y los 150 a?os de implantaci¨®n africana. El gran africanista, dominico ¨¦l, Sidbe Sempor¨¦ ha dicho que "la epopeya y acci¨®n misionera en el pasado siglo, el encuentto del Evangelio con el continente negro estuvo envuelto en las peores ambig¨¹edades". Ambig¨¹edades que no han desaparecido del todo.
En Am¨¦rica, igualmente, el misionero, por el hecho de aparecer al lado del militar o el mercader, falseaba en parte el sentido mismo de su presencia y mensaje. La concomitancia de las misiones militares, econ¨®micas y religiosas provocaron en muchos lugares aut¨¦ntica connivencia. Existi¨® un compromiso mutuo comprometedor mediante el que misiones y colonos se respalda ron. Los barcos espa?oles, portugueses y franceses condujeron a sacerdotes cat¨®licos, cuya pre sencia se impuso, incluso bajo la amenaza de los ca?ones, present¨¢ndose como autorizados representantes no s¨®lo del ¨²nico cristianismo aut¨¦ntico, sino tambi¨¦n de la ¨²nica religi¨®n nacional. "Nuestros misioneros" -dir¨¢ Piolet- "no han pasado por ning¨²n sitio sin implantar juntamente con la fe el amor a Francia".
Por eso, al o¨ªr decir hoy que las misiones son residuo de mentalidad colonial, expresi¨®n de superioridad occidental y solapado desprecio de convicciones religiosas ajenas, es l¨®gico relativizar el cristianismo que, como movimiento hist¨®rico, impuso occidentalizaci¨®n con impronta hispana, francesa o anglosajona.
Una p¨²blica confesi¨®n de nuestras culpas en la occidentalizaci¨®n del continente americano vendr¨ªa de perlas ahora que andamos con el quinto centenario del descubrimiento. El cristianismo, am¨¦n de veh¨ªculo evangelizador y cultural, ejerci¨® el papel de colono, convirti¨¦ndose a veces en concausa de genocidio.
Me parece plausible que los viajes de Juan Pablo II celebren el ¨¦xito de epopeyas misioneras, pero sin olvidar que incluso el observador m¨¢s ecu¨¢nime no podr¨¢ menos de sentir cierto malestar. Se advierte que la ingente masa de lo que fue construido con dispendio de hombres y dinero disimula. a duras penas la fragilidad de sus cimientos. En palabras de Sempor¨¦, "el pecado original en que incurrieron de consuno cristianizaci¨®n y colonizaci¨®n no ha sido a¨²n perdonado y no lo ser¨¢ mientras no se imponga la voluntad de enraizamiento y autenticidad imprescindibles para que las comunidades aut¨®ctonas consigan su peculiaridad en estructuras, espiritualidad, teolog¨ªa moral, derecho, liturg¨ªa".
El Tercer Mundo no puede, en manera alguna, verse obligado a definirse en funci¨®n de normas morales y can¨®nicas venidas de Occidente con car¨¢cter universalizador. De hecho, se registran a diario conflictos entre imperativos morales y tradiciones venerables... ?Qu¨¦ hacer entonces? No se puede diferir por m¨¢s tiempo la confrontaci¨®n entre ¨¦ticas distintas. El prop¨®sito de universalizar (que es occidentalizar) la norma moral causa en ?frica, Asia, Am¨¦rica, perplejidad; y las j¨®venes teolog¨ªas no saben -o, mejor dicho, lo saben demasiado bien- con qu¨¦ par¨¢metros medir la acci¨®n humana. Me consta que el Evangelio es mucho m¨¢s ecum¨¦nico qwue ese cuello de botella al que le tenemos acostumbrado.
Al hombre occidental moderno, y Juan Pablo II es ambas cosas, le resulta imposible asimilar culturas primitivas en las que se engarz¨® un buen d¨ªa la imponente tradici¨®n cristiana. Entre nuestra sociedad y aqu¨¦llas se interponen distancias estelares por raz¨®n de tiempo y diferencia cualitativa.
El cristianismo (a Roma conviene record¨¢rselo) hay que inculturizarlo. Las tentativas dispersas de inculturaci¨®n misionera en los pueblos ind¨ªgenas no han dejado, en conjunto, ning¨²n resultado hist¨®rico. Hay que impostarse en el elemento arcaico que es el elemento humano eterno. Pese al olor de multitud que los viajes papales provoquen, no debe olvidarse que el africano, el asi¨¢tico, el iberoamericano tienen luxado, dislocado, descoyuntado el cristianismo. Quedarse embaucados por el oropel ser¨ªa torpe presagio. Entremos de puntillas, no como hombres blancos, dispuestos a aprender. Olvid¨¦monos de imperialismo religioso, de disputa encarnizada de las almas ind¨ªgenas para el Se?or. De lo contrario, ser¨¢ mejor marcharse antes de que nos griten: dejadnos tranquilos.
Las masas fueron siempre nost¨¢lgicas, y las mentes pensadoras, fr¨ªas y penetrantes. No basta la admiraci¨®n del gent¨ªo. Hay interrogantes hondos que golpean nuestra conciencia y exigen confrontaci¨®n y cr¨ªtica. Esos no los suelen plantear las masas, pero, a la postre, se hacen solidarias de ellos.
Me parece que no existen razones intraeclesiales que Justifiquen el renacer o el endurecimiento de dicasterios romanos. En cualquier caso, y aunque sigan existiendo maniobras de distracci¨®n, no nos debemos dejar invadir por la tristeza, la ira o la desesperanza.
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