Las puertas del pasado
No soy historiador de oficio, pero la historia me pertenece y el h¨¢bito hist¨®rico me acompa?a como mi propia sombra. Esa sombra es la proyecci¨®n, a veces deforme y borrosa, otras veces just¨ªsima, de un pasado acogido en la memoria, pasado m¨ªo y de mi entorno. Mis recuerdos se estrellan en el per¨ªodo de latencia de los deseos, que es tambi¨¦n el per¨ªodo de patencia de las primeras realidades colectivas. M¨¢s atr¨¢s todo es vaguedad, penumbra. Mi memoria se agosta en en p¨¢ramo inaugural de la d¨¦cada de los cincuenta. Avanza o retrocede hasta ese umbral, pero sin sustancial traspaso de las puertas del pasado.La prensa diaria y la radio eran las ¨²nicas fuentes de novedad que podr¨ªan proporcionar se?al de un mundo hecho y derecho preexistente a mi inteligencia y voluntad. Con buen criterio pasaba impaciente las p¨¢ginas del peri¨®dico familiar, que era entonces un martirio m¨¢s que un peri¨®dico, y me iba derecho a las p¨¢ginas de espect¨¢culos, oasis de la ilusi¨®n y del deseo. All¨ª encontraba una ventana abierta al ancho mundo con todo su reclamo de intriga y de pasi¨®n, de capacidad y de locura, locura de individuos y de naciones, cr¨ªmenes y rebeld¨ªas, guerras calientes, guerras fr¨ªas, fastuosos paisajes de tierras lejanas, existencias que viv¨ªan entre penumbras de pantano en tierra caliente, arenas movedizas del Orinoco, islas del Mediod¨ªa y aves del para¨ªso. Viv¨ªa fascinado por ese dulce sabor del encuentro matutino con esos anuncios fastuosos de hermosas mujeres y apuestos galanes.
No desment¨ªa' el sue?o la advertencia moral y religiosa de que algunos de esos filmes estaban severamente calificados por la oficina cat¨®lica de espect¨¢culos, esa hoja llamada SIPE que cada fin de semana nos entregaban en el colegio de los jesuitas, en la que se clasificaban las pel¨ªculas no por su calidad, sino por su moralidad, en cifras del uno al cuatro. Pronto aprend¨ª a invertir la escala de los valores y a convertir las indicaciones morales en sugerencias de calidad, s¨®lo que con la convicci¨®n de que entre la severidad del juicio religioso y la pauta del inter¨¦s de la cinta hab¨ªa una flagrante inversi¨®n. En mis debates primaverales entre moralidad y deseo hac¨ªa de m¨ª mismo una prueba evidente de lo que en mi entorno hist¨®rico suced¨ªa: el rudo conflicto entre un proyecto dirigista sobre conciencias y voluntades que se estrellaba, impotente, y el desbordamiento de vitalidad impuesto por potentes empresas multinacionales, las que tra¨ªan bajo el brazo esas hermosas criaturas m¨ªticas de celuloide con expectativa de estupendos beneficios.
Todo era en la Prensa soberanamente mon¨®tono, aburrido, hastiante: siempre los mismos comentarios adulatorios al caudillo, o el mismo s¨¦quito de bribonzuelos isl¨¢micos que eran los ¨²nicos interlocutores de un franquismo nost¨¢lgicamente moro, o la presencia atosigante de Eisenhower y P¨ªo XII, o el imperio de santos, santas, conmemoraciones religiosas y liza concurrencial entre todas las ¨®rdenes religiosas. La Prensa era lo m¨¢s semejante a una hoja diocesana. Se conced¨ªa a la noticia religiosa un valor absolutamente excepcional. En las hojas gr¨¢ficas de los diarios era casi obligado hallar, en primer¨ªsimo plano, amplias semblanzas sobre san Pedro Claver, del que se celebraba el tercer centenario de la muerte, o invenciones felices de alguna Mar¨ªa Goretti catalana y manresana, culminado todo ello por la gran olimpiada eclesi¨¢stica llamada Congreso Eucar¨ªstico Internacional. La presencia de la Iglesia y de su escenograf¨ªa neobarroca era constante, abrumadora.
Pero todo cambiaba al llegar a las p¨¢ginas de espect¨¢culos: all¨ª brillaba la vida de papel y celuloide, se celebraba la gloria de los dibujantes, se improvisaba un lenguaje intimidante y convencional, se dedicaban anchos formatos al estreno de Un grito en el pantano, Ave del para¨ªso, Manchas de sangre en la luna, Y sobre nosotros el cielo, La monta?a de cristal, La casa de la colina, Cuatro p¨¢ginas de la vida, Con las horas contadas, Se interpone un hombre, etc¨¦tera. Pod¨ªa verse de pronto a Jean Peters con el hombro desnudo y descalza: balbuceo er¨®tico de un mundo sofocado por la culpa y el deseo de perd¨®n de los pecados. Marta Toren, Patricia Neal, Jean Simmons, Jean Peters y Eleanor Parker desped¨ªan de los altares a los trasteros del olvido a todas las morenetas, macarenas, guadalupues y santas Ll¨²cias: eran m¨¢s resplandecientes en su estatuto mitol¨®gico, mejor acordes al ordo amoris de aquella vieja coyuntura er¨®tica.
La urdimbre de eficaz represi¨®n, cada vez m¨¢s selectiva, con la culpa generalizada en relaci¨®n a los horrores de la contienda civil (la general convicci¨®n de que el pueblo, todo el pueblo, hab¨ªa sido pecador en ese aquelarre fratricida), todo coadyuvaba a que, desde el des¨¢nimo m¨¢s arrastrado, espoleado por sequ¨ªas y hambrunas, se pidiera perd¨®n a los cielos: ?Perdona a tu pueblo, Se?or! La Iglesia, y con ella el r¨¦gimen franquista, sab¨ªa capitalizar ese sentimiento y le daba la adecuada escenograf¨ªa neobarroca. De la noche a la ma?ana el demonio hizo su aparici¨®n en. todos los hogares, en bailes p¨²blicos y en playas, en brigadas del amanecer y en camufladas casas de citas y cabar¨¦s, en la Rosaleda, en Bolero, en Marfil y en los bastidores pol¨ªticos de alg¨²n gobernador civil. Pero en medio de procesiones de Semana Santa con arrepentidas que marchaban de rodillas, cargadas de cruces de todos los tama?os, en una verdadera rivalidad de dolor y culpa, o de exposiciones del Santo Sacramento en las que compet¨ªan todas las parroquias y las ¨®rdenes, en medio de ese dispendioso potlatch de encapuchados y cirios, de incienso y estallido primaveral de flores, el bacilo economicista iba royendo las voluntades mientras los irresistibles cuerpos de papel y celuloide iban ganando para el deseo y la fantas¨ªa todo el imaginario colectivo.
Yo creo haber vivido en esos primeros a?os de la memoria un conflicto entre dos direcciones y proyectos esc¨¦nicos. Era la encrucijada entre dos rutas del coraz¨®n: una flecha, de color negro sotana, induc¨ªa mis pasos por el pedregoso camino de las clasificaciones morales del SIPE, indemnizando mi deseo de dicha con aromas de incienso y flores de Mar¨ªa. Otra flecha, fosforescente, en el reci¨¦n estrenado tecnicolor, abr¨ªa la espita del deseo y de la ilusi¨®n por paisajes er¨®ticos de celuloide.
Todav¨ªa en la noche oscura de la memoria a?os cuarenta hab¨ªa familiarizado mi fantas¨ªa con las historias de los santos, con los m¨¢rtires de Uganda y los colonos del Brasil, con la vida ejemplar de las santas m¨¢rtires Conegunda, ?gueda, Eulalia, Tecla, Cecilia, Luc¨ªa, Engracia, In¨¦s, o de los dos amantes del cielo, Crisanto y Dar¨ªa. Coleccionaba 365 historias de hombres y de mujeres unidos en com¨²n elevaci¨®n a los altares. Era un verdadero caudal de fantas¨ªa hist¨®rica y de excepcional conocimiento de las cosas. Pero en pocos a?os y con pasmosa naturalidad hice el relevo de mi afici¨®n coleccionista y la caja de Pandota no albergaba santos y santas, sino anuncios de pel¨ªculas, ordenados por su tama?o seg¨²n aparec¨ªan el d¨ªa del estreno en el peri¨®dico. Algo hab¨ªa sucedido dentro de m¨ª y en el entorno hist¨®rico. Yo hab¨ªa sido testimonio del conflicto impuesto entre dos direcciones esc¨¦nicas.
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