El Vendedor ambulante
Finalmente, a pesar de mi pasividad, me sent¨ª aguijoneado por el deseo de averiguar alg¨²n detalle sobre las actividades de mi hu¨¦sped. Toda mi curiosidad se concentraba en su continuo traj¨ªn de mercanc¨ªas, o lo que quiera que fuese aquello que con tanto celo encerraban sus herm¨¦ticas maletas. As¨ª que cuando se despidi¨®, alegando de nuevo que necesitaba resolver algunos asuntillos por el centro, aguard¨¦ unos instantes y sal¨ª tras ¨¦l. La oscuridad nocturna y la ausencia de iluminaci¨®n en el descampado que separa mi casa de la ciudad me amparaban y, al mismo tiempo, difuminaban su silueta, dificultando mi persecuci¨®n.Le segu¨ªa casi sin verle, atento al sonido de sus pasos firmes y descuidados por aquella extensi¨®n inagotable, por aquel pedrizal que me forzaba a una marcha tan cautelosa. M¨¢s de una vez me pregunt¨¦, atemorizado, qu¨¦ pasar¨ªa si yo tropezara con cualquier objeto imprevisible, si diera un traspi¨¦ o si hiciera rodar torpemente una lata que alguien hubiera arrojado por aquella tierra de nadie que nos conduc¨ªa a la ciudad. Trataba de evitar que alg¨²n ruido le hiciera detenerse y volver la cabeza, y me encontrara caminando tras ¨¦l, a cuerpo descubierto, impulsado por resortes a todas luces sospechosos. ?Y qui¨¦n sabe qu¨¦ clase de sospechas podr¨ªa engendrar una cabeza como la suya? Tan absorto me hallaba en estas cavilaciones y tan prendida estaba mi atenci¨®n a las piedras del terreno que, antes de alcanzar las primeras calles iluminadas, ya le hab¨ªa perdido la pista.
Cuando el d¨ªa anterior se me present¨®, de forma solemne y gratuita, y me dio a conocer su nombre, Bernardo Ventura, yo no le cre¨ª. Pero ¨¦ste era un dato que en aquella situaci¨®n carec¨ªa de importancia. Mi casa, como ya he dejado entrever, est¨¢ ubicada en uno de esos barrios verticales que se levantan hacia el vac¨ªo del, cielo, en el l¨ªmite mismo entre la ciudad y el campo. Lo cual no significa de ning¨²n modo que all¨ª se respire el aire puro de la naturaleza. Nada natural queda ya por sus alrededores. Adem¨¢s, ese l¨ªmite es lo suficientemente amplio y confuso como para impedir tanto el goce de las virtudes urbanas como el de las campestres. Por otra parte, Ilamar casa a mi habit¨¢culo es mucho decir. En realidad, no es m¨¢s que un peque?o s¨®tano sin compartimientos.
Cuando Bernardo golpe¨® mi puerta con insistencia, incluso con despotismo, no fui capaz de impedirle el paso. Su poder¨ªo f¨ªsico penetr¨® en el interior sin pedir permiso, o tal vez pidi¨¦ndolo con aquel murmullo deliberadamente inaudible. Una vez que hubo entrado haciendo resonar los tacones de sus recias botas en mi pavimento, me tendi¨® la mano y formul¨® su larga presentaci¨®n. Termin¨® diciendo: "(...) y soy vendedor ambulante. Dispongo de cualquier prenda de vestir que un caballero necesite; tambi¨¦n traigo cepillos de dientes y tijeras de u?as. Todo usado, naturalmente, y al bajo precio que le corresponde". Su retah¨ªla me desconcert¨®, ya que advert¨ª que no iba encaminada, como deber¨ªa ser, a venderme alguno de sus productos. Pues no s¨®lo no hizo ning¨²n adem¨¢n de abrir la maleta y mostrarme la mercanc¨ªa, sino que se sent¨® sobre ella satisfecho por haber concluido su ritual de presentaci¨®n. ?Qu¨¦ pretend¨ªa entonces al introducirse de aquella manera en mi propia vivienda?, me pregunt¨¦, intranquilo, mientras le observaba. Era delgado y muy moreno. Por la frente y las mejillas le resbalaban mechones grasientos de un pelo demasiado largo para estos tiempos. A pesar de la fortaleza f¨ªsica que desped¨ªa su cuerpo, carec¨ªa de la corpulencia necesaria para llenar el elegante abrigo que en seguida empez¨® a quitarse, exhibiendo una calma extraordinaria. Lo dobl¨® con movimientos estudiados, medidos, casi dosificados. Su rostro, de rasgos duros y moteado por se?ales de viruela, le prestaba un aire de peligrosidad que contrastaba con su voz, delicada y modosa. Pronunciaba cada palabra como si la fuera acariciando. Si le hubiera escuchado a trav¨¦s de la puerta cerrada habr¨ªa pensado que era un t¨ªmido. De repente, como si yo hubiera dejado de estar all¨ª, se levant¨® para dar un lento paseo y escrutar con diligencia los objetos y escasos muebles que navegaban por el ancho vac¨ªo de mi habitaci¨®n. He de reconocer que mi flojedad, mi dejadez y tambi¨¦n mi penuria se evidenciaban con insistencia por cualquier parte. Adem¨¢s hace ya tiempo que aprend¨ª a considerar el asunto de la limpieza como una mera convenci¨®n social que a m¨ª, desde luego, no me concern¨ªa. Aprend¨ª tambi¨¦n a interpretar la ro?a como una cosa, aunque aflorara siempre adherida al suelo, a las paredes, a mi propia piel o a cualquier otra superficie, y no como si fuera una infame secreci¨®n sin derecho a la existencia. Mantengo asimismo una importante manada de cucarachas que deambulan indiscretamente y mostrando preferencia por los rincones ennegrecidos y por las zonas m¨¢s grasientas; es decir, por los aleda?os del cubo de la basura. Yo las dejo estar. Al fin y al cabo, otros tienen gatos, incluso perros, lo cual es, a mi juicio, bastante m¨¢s incomprensible, dados los gastos e incomodidades que proporcionan. Evidentemente, despu¨¦s de haberme conocido en mi propio ¨¢mbito, y por muy err¨®nea que fuera la opini¨®n de Bernardo sobre mi poder adquisitivo, no le creo capaz de fantasear hasta el punto de considerarme un consumidor. No obstante, un aut¨¦ntico vendedor me habr¨ªa mostrado sus art¨ªculos, aun sin esperanza de que le comprase alguno, o bien se habr¨ªa marchado de inmediato. ?l no hizo ni lo uno ni lo otro. Se sent¨® de nuevo en su maleta cerrada y dijo: "No te importa que descanse aqu¨ª un momento, ?no?". "Pues no", le respond¨ª. Y pens¨¦ que tal vez mi excesivo laconismo estaba propiciando su atropello. A pesar de mi gesto hospitalario, coment¨®: "Esta casa me produce una tristeza...". Entonces encend¨ª la luz, una bombilla sin l¨¢mpara ni pantalla, aunque a¨²n se filtraba la ¨²ltima claridad de la tarde por los dos ventanos que casi colgaban del techo. Sus cristales, provistos de un polvo antiguo y bien tupido, no necesitaban arambeles ni visillos para tapar el exterior. Alej¨¢ndome de Bernardo, me sent¨¦ en una silla, sinti¨¦ndome injustamente avergonzado. Sab¨ªa muy bien que no pod¨ªa ocultar -mi melancol¨ªa. Una melancol¨ªa que no la engendraba mi miseria ni la desolaci¨®n y despojamiento de mi entorno, sino que me era cong¨¦nita y emanaba del color cetrino de mi piel, de mis ojos sin apenas mirada, de mis gestos lentos y torpes, de todas las posturas desamparadas de mi cuerpo... No pod¨ªa disimular esa tristeza que ya, tan pronto, hab¨ªa advertido el desconocido. "?Trabajas en algo?", me pregunt¨®. "Soy mecan¨®grafo y tengo algunos estudios universitarios", contest¨¦ mientras indicaba con un gesto la m¨¢quina de escribir sobre la mesa. "No importa. No te preocupes", dijo ¨¦l, tratando de consolarme. Y a?adi¨®: "Puedo ense?arte un buen oficio". "Me gusta el m¨ªo, trabajo en casa y no dependo de ning¨²n jefe. Sobrevivo... m¨¢s o menos". Con estas palabras consider¨¦ zanjada la conversaci¨®n. Pero ¨¦l continu¨®: "M¨¢s bien menos que m¨¢s, ?no?". Y me mir¨® con sorna mientras sacaba de un bolsillo de su chaleco un reloj de cadena. Me maravillaba la precisi¨®n de sus movimientos. Era todo lo contrario a un atolondramiento. Levant¨® la tapa con el pulgar y comprob¨® la hora. Yo le miraba con cierta complacencia mientras se pon¨ªa su vistoso abrigo con la calma y la diligencia de quien ha adquirido la rara virtud de dirigir cada uno de sus ademanes, incluso los m¨¢s insignificantes, incluso aquellos que para cualquiera ser¨ªan simples movimientos mec¨¢nicos. Recuerdo que ni siquiera respond¨ª cuando anunci¨®: "Me voy. Tengo que arreglar algunos asuntillos por el centro. Volver¨¦ esta noche por mi maleta". Y, sin esperar mi consentimiento, sali¨® a la calle. Tal indelicadeza tuvo el poder de devolverme una l¨®gica indignaci¨®n. Sin embargo, la magnitud de su impertinencia desbordaba cualquier l¨ªmite, convert¨ªa su comportamiento en otra cosa, en algo perfectamente natural, como si pudiera responder a una clase de normalidad ajena y desconocida para m¨ª. No ten¨ªa m¨¢s de 30 a?os. Era bastante m¨¢s joven que yo, y, no obstante, me sent¨ªa en su presencia, ante su flagrante audacia, como si fuera un menor de edad.
Al quedarme solo de nuevo, la maleta de Bernardo, aquel bulto rectangular que ahora se me revelaba con la misma apariencia de peligrosidad y mansedumbre que su due?o, me pareci¨® sospechosa. Trat¨¦ de descerrajarla con unas tijeras. Imposible; me faltaba habilidad. La palp¨¦, la ol¨ª, la levant¨¦ con el prop¨®sito de sacar conclusiones de su peso. Nada, ning¨²n signo delataba lo que escond¨ªa su interior. Durante el transcurso del d¨ªa, me sent¨ª atrapado por aquella inerte presencia y precipitado a una vor¨¢gine de suposiciones tan disparatadas como posibles. Esperaba la llegada de Bernardo con ansiedad, con indignaci¨®n, subiendo y bajando la escalera, asom¨¢ndome al fr¨ªo del exterior y escudri?ando en la oscurecida lejan¨ªa una figura en movimiento que pudiera corresponderle. Al fin, ya de madrugada, me qued¨¦ dormido, extenuado por el ejercicio. Pero casi no existi¨® tiempo entre ese momento y el otro en que me despert¨¦, acorralado por un bulto c¨¢lido y pegado a mi cuerpo y por la frialdad del endeble tabique que me separaba de la intemperie. "?Conque es usted!", grit¨¦, saltando fuera de la cama. Dirig¨ª la luz de una linterna sobre la cabeza del intruso y, efectivamente, me encontr¨¦ con el perfil de Bernardo. Sobre las artima?as que hubiera utilizado para forzar la cerradura de la puerta y allanar mi morada ni siquiera le pregunt¨¦. En definitiva, ?qu¨¦ importancia pod¨ªan tener ya esos detalles? Mi cama era s¨®lo un amplio colch¨®n protegido del suelo por unas tablas que hab¨ªa ido reuniendo con paciencia. Encend¨ª la luz con la intenci¨®n de despertarle. Pero ¨¦l, profundamente dormido, reposaba ante m¨ª, inocente y confiado como un ni?o. No fui capaz de realizar mis deseos: arrojarle a patadas de la cama, borrarle a puntapi¨¦s la beatitud que el sue?o prestaba a su rostro. Me conform¨¦ con gritar su nombre. "?Qu¨¦ pasa?", pregunt¨® sin sobresalto, casi con pereza, como si se despertara de manera espont¨¢nea. Yo no le contest¨¦, pero segu¨ª all¨ª, frente a ¨¦l, mir¨¢ndole con mi peor talante. Cuando al fin se levant¨®, advert¨ª que estaba completamente vestido, ni siquiera se hab¨ªa quitado sus relucientes zapatos. Ante el descubrimiento de dos nuevos maletones, exclam¨¦: "?Pretende usted instalarse en mi casa?"'. Pero ¨¦l, encerrado en el digno silencio de quien se siente ofendido, neg¨¢ndome toda explicaci¨®n, se puso el abrigo y, tomando dos de sus maletas, se dirigi¨® hacia la puerta. Antes de abrirla se volvi¨® a mirarme y protest¨®: "?No te he dicho ya qu¨¦ oficio tengo? ?Imaginas a un vendedor sin mercanc¨ªas?". A?adi¨® que se dirig¨ªa al mercadillo de los jueves y que volver¨ªa por la noche a recoger la otra maleta. Hablaba con prisa y despreocupaci¨®n, como si aqu¨¦lla fuera una escena rutinaria, perteneciente a una prolongada convivencia. Su marcha no supuso para m¨ª ninguna clase de alivio ni me devolvi¨® el ritmo habitual de mis d¨ªas. Incluso con su ausencia lograba trastornar el orden cotidiano de mis horas, dislocando mis quehaceres, mi trabajo, hasta mis costumbres m¨¢s insignificantes.
Bernardo volvi¨® de madrugada. Tra¨ªa una bolsa de viaje colgada en bandolera. Yo le esperaba despierto y con la luz encendida. Me habl¨® entonces de su buena estrella, de c¨®mo hab¨ªa logrado vender toda la mercanc¨ªa, incluidas las maletas. Y s¨²bitamente, sin darme tiempo a reaccionar, se levant¨® mientras me comunicaba: "Tengo que arreglar algunos asuntillos por el centro". Despu¨¦s de a?adir que regresar¨ªa en seguida para recoger la maleta y la bolsa, sali¨® corriendo tras cerrar la puerta. Fue entonces cuando tom¨¦ la imprudente decisi¨®n de vigilarle.
Al perderle de vista aliger¨¦ el paso. Por aquella zona de la ciudad no era dif¨ªcil reencontrarle. As¨ª que continu¨¦ caminando, siempre en direcci¨®n a las calles m¨¢s c¨¦ntricas. No tard¨¦ en descubrir su figura. Entonces acort¨¦ la distancia tratando de mantener su misma velocidad, hasta que se detuvo junto a un autom¨®vil como si hubiera llegado al lugar de una cita. Me agach¨¦, escondi¨¦ndome entre dos coches, y, antes de asomar la cabeza y descubrir el motivo de su ajetreo, supe que estaba manipulando la cerradura de un portaequipaje y que el veh¨ªculo al que pertenec¨ªa no era de su propiedad. Desde luego, no le consider¨¦ un canalla. Y teniendo en cuenta la clase de peligros con los que yo hab¨ªa fantaseado, casi me ech¨¦ a re¨ªr. Le mir¨¦ con indulgencia cuando emprendi¨® el camino de regreso con dos notables maletas para a?adir a su mercanc¨ªa. Aunque a¨²n me irritaba su incalificable comportamiento conmigo, sal¨ª de mi escond¨ªte con el prop¨®sito de sorprenderle. ?l avanzaba sin prisa, haciendo resonar como siempre, los tacones de sus botas. Parec¨ªa un viajero nocturno que acababa de perder el tren. Durante un largo trayecto, le observ¨¦ desde una distancia cada vez m¨¢s indiscreta. Cuando al fin me situ¨¦ a su lado, sin decir nada, esperando que mi sola presencia le obligara a explicarme su conducta, ¨¦l se detuvo, gratamente sorprendido, y en seguida me asign¨® una funci¨®n. "Has llegado en buen momento", dijo, soltando las maletas y se?al¨¢ndolas. "?C¨®mo pesan las condenadas! ?Mira c¨®mo tengo las manos!". Yo no ve¨ªa nada especial en sus palmas abiertas. "??sa, para ti, que pesa menos!", orden¨®. Convencido de que nos acerc¨¢bamos al final de la aventura, tom¨¦ la maleta con la esperanza de asestarle un golpe definitivo al llegar a mi casa. Nada de insultos ni de vulgares amenazas. Le impondr¨ªa desapasionadamente mi determinaci¨®n de no dejarle entrar. Yo mismo arrojar¨ªa su mercanc¨ªa a la acera. Ni la piedad ni la l¨¢stima doblegar¨ªan mi voluntad. Pero: "Te advierto que, si vuelves a espiarme, las cosas van a cambiar", dijo con voz grave. Sus amenazadoras palabras acabaron con mi exaltaci¨®n. Un tenso silencio nos impuls¨® a caminar cada vez m¨¢s deprisa. Muy cerca ya de mi portal, Bernardo se detuvo bruscamente. Tard¨¦ en descubrir que un coche camuflado de la polic¨ªa aguardaba a la puerta de mi casa. Dos agentes se nos acercar¨®n. "Yo soy mecan¨®grafo", recuerdo que dije al principio para que no me confundieran por llevar la maleta. A continuaci¨®n empec¨¦ a narrar mi encuentro con Bernardo, una historia inveros¨ªmil que ellos no deseaban escuchar. Supe en seguida que mi acompa?ante no se llamaba Bernardo Ventura y que hab¨ªa adquirido la fama de ser un diestro desvalijador. Sin embargo, yo le segu¨ª llamando Bernardo, pues no fui capaz de retener su verdadero nombre en medio de tanto asombro. Una vez en el interior del coche, junto a todas las maletas, incluidas las que estaban almacenadas en mi habitaci¨®n, le supliqu¨¦ a Bernardo que contara la verdad, que ratificara mi relato. Pero ¨¦l ni siquiera me mir¨®; se mostr¨® implacable en su mutismo, inasequible para m¨ª. Trat¨¦ entonces de pactar con los otros, con los polic¨ªas. Cre¨ªa que la certidumbre de mi inocencia me otorgaba el derecho a la sinceridad. Otra vez empec¨¦ a relatar deshilvanadamente, con precipitaci¨®n, la misma historia. Uno de ellos, despu¨¦s de haberme ordenado callar con insistencia, me abofete¨®. Yo no quise darme por aludido. "Es su trabajo", pens¨¦, "es incluso su deber. Se lo har¨ªa a cualquiera". Pero finalmente me resign¨¦ a callar. Ahora s¨¦ que m¨ª destino inmediato depende del contenido de las maletas de Bernardo. A ¨¦l parec¨ªa no importarle nada. Durante todo el trayecto se mantuvo encerrado en un silencio indiferente. Y como si se hallara en otra parte, ajeno a lo que le estaba sucediendo, como si no estuviera con ellos, corno si bastara un simple gesto de su cabeza para negarles, miraba por la ventanilla, atento s¨®lo al paso de la ciudad ante sus ojos. Ni siquiera la derrota parec¨ªa poder alcanzarle.
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