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Tribuna:LECTURAS DE A?O NUEVO
Tribuna
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Nochevieja en Ainielle

Julio Llamazares

Fue el ¨²nico recuerdo que conserv¨¦ de ella. Todav¨ªa lo llevo, atado a la cintura desde entonces, y espero que ese d¨ªa, cuando los hombres de Berbusa y Oliv¨¢n me encuentren, me acompa?e tambi¨¦n con el resto de la ropa al cementerio. Lo dem¨¢s -los retratos, las cartas, las fotos- est¨¢ todo all¨ª esper¨¢ndome desde hace mucho tiempo.Al principio, cuando la descolgu¨¦, anonadado como estaba por el descubrimiento, ni siquiera me acord¨¦ de liberarla de aquel tr¨¢gico lazo que oprim¨ªa estrechamente su garganta. Fue ya fuera del molino, mientras trataba de arrastrarla entre la nieve del camino, cuando de nuevo repar¨¦ en la presencia de la soga y, sin saber qu¨¦ hacer con ella, casi sin darme cuenta, me la at¨¦ a la cintura para que no dificultara m¨¢s a¨²n el ya penoso esfuerzo de trasladar hasta casa el cad¨¢ver de Sabina.

No me volv¨ª a acordar de ello hasta pasados varios d¨ªas. La precipitaci¨®n de los acontecimentos en un primer momento (la llegada de los hombres de Berbusa y Oliv¨¢n -a quienes logr¨¦ avisar de lo ocurrido tras caminar durante horas por el monte en medio de la nieve y la locura-, el largo y silencioso velatorio de la noche y el posterior entierro bajo la dura luz helada de aquel amanecer) y la terrible soledad que se abati¨® sobre la casa y sobre el pueblo cuando los hombres volvieron a partir hacia los suyos me sumieron en un estado de total indiferencia del que tard¨¦ muchos d¨ªas en salir. Sentado d¨ªa y noche junto a la chimenea, sin acordarme apenas de comer ni de dormir, sin levantarme siquiera de mi sitio salvo para mirar de tarde en tarde a trav¨¦s de la ventana la sombra de la perra tirada como un trapo en el portal, ni siquiera me di cuenta de que el cordel segu¨ªa conmigo, atado a la cintura, como un ¨¢spero cinto o como una maldici¨®n.

Cuando lo descubr¨ª, sent¨ª la misma conmoci¨®n que, ahora, nuevamente, acaba de volver a sacudirme: esa brusca aspereza, de esparto viejo y seco, que atraviesa la piel y recorre la sangre y desgarra el recuerdo como una quemadura. A veces, uno cree que todo lo ha olvidado, que el polvo de los a?os ha destruido ya completamente lo que a su voracidad un d¨ªa confiamos. Pero basta un sonido, un olor, un tacto inesperado, para que, de repente, elaluvi¨®n del tiempo caiga sin compasi¨®n sobre nosotros y la memoria se ilumine con el brillo y la rabia de un rel¨¢mpago. Aquella noche, adem¨¢s, el recuerdo estaba a¨²n en carne viva. O mejor: ni siquiera era un recuerdo todav¨ªa, sino la sucesi¨®n interminable de la imagen que segu¨ªa habitando en mi mirada. Yo estaba ah¨ª, junto a la cama, completamente a oscuras, definitivamente roto ya por el cansancio y por el sue?o y no s¨¦ si decidido o resignado a enfrentarme de una vez a la infinita soledad que, desde hac¨ªa varias noches, me esperaba entre estas s¨¢banas. Fue en el instante mismo de empezar a desvestirme. De pronto, la mano tropez¨® con algo extra?o y la aspereza inesperada de la soga me estremeci¨® de arriba a abajo dej¨¢ndome aturdido al borde de la cama.

Mi primera intenci¨®n fue arrojarla a la lumbre. Pero, cuando volv¨ª a ba ar a la cocina, aqu¨¦lla ya se hab¨ªa apagado y los rescoldos agonizaban lentamente en medio de la noche. Para poder quemar la soga tendr¨ªa que encender de nuevo el fuego, y yo estaba nervioso y muy cansado. Adem¨¢s, la le?a tambi¨¦n se hab¨ªa acabado y hubiera tenido que volver a buscar m¨¢s hasta la cuadra. Decid¨ª que lo mejor ser¨ªa guardarla en cualquier parte, esperar al d¨ªa siguiente para, por la ma?ana, cuando volviera a levantarme, ya m¨¢s tranquilo y despejado, encender la chimenea y sentarme a su lado a contemplar c¨®mo la soga se convert¨ªa poco a poco en un mont¨®n de brasas. Sin embargo, ni en la cocina ni en las habitaciones hall¨¦ un lugar donde dejarla. La imagen de Sabina regresando en la noche a por la soga y mis propias pisadas deambulando por la casa -como si fuera un asesino que buscara un escondite inexpugnable para el arma de su crimen- me convencieron enseguida de que no podr¨ªa dormir, ni tan siquiera pensar en acostarme, mientras aquel trozo de cuerda continuara estando dentro de la casa. Al final, cada vez m¨¢s nervioso y asustado, como si aquella soga comenzara ya a quemarme entre las manos, sal¨ª a la calle y la arroj¨¦ con fuerza, en medio de la noche y de la nieve, lo m¨¢s lejos que pude de la casa.

Recuerdo que dorm¨ª durante muchas horas: 15, 20 tal vez. O quiz¨¢ m¨¢s. Quiz¨¢ dorm¨ª durante d¨ªas enteros -d¨ªas que nunca he vuelto a recordar ni a recobrar- y aquella luz que regres¨® a mis ojos (y que al principio confund¨ª con el primer temblor del alba) no era la claridad del d¨ªa siguiente, sino la de dos o tres d¨ªas despu¨¦s. No lo s¨¦. Ni siquiera intent¨¦ nunca averiguarlo y ahora menos a¨²n podr¨ªa ya importarme. S¨®lo s¨¦ que dorm¨ª durante mucho tiempo, lenta, pesada, interminablemente, y que, cuando despert¨¦, estaba ya otra vez empezando a anochecer.

En el portal, la perra segu¨ªa inm¨®vil tirada en un rinc¨®n. Apenas hab¨ªa cambiado de postura desde la ¨²ltima vez. Hundida en la penumbra, frente a la nieve helada que rebasaba ya con creces el muro del corral y el comienzo de la ventana de la cuadra, ni siquiera se volvi¨® para mirarme cuando me sinti¨® bajar por la escalera. Seguramente ten¨ªa hambre. Llevaba varios d¨ªas sin comer, igual que yo. Busqu¨¦ algo por la casa y, al final, encontr¨¦ en un arc¨®n un trozo de pan viejo y corrompido por el fr¨ªo. Se lo tir¨¦ delante de ella, pero la perra lo mir¨® apenas un instante, indiferente, sin moverse siquiera de su sitio. Luego volvi¨® ligeramente la cabeza y se qued¨® mir¨¢ndome con los mismos ojos fr¨ªos y apagados, con la misma turbadora inexpresi¨®n que s¨®lo d¨ªas antes descubriera en los ojos insomnes y quemados por la nieve de Sabina.

Entre tanto, la noche hab¨ªa ca¨ªdo nuevamente sobre Ainielle. Aquello que al principio confundiera, al despertar por fin de tan pesado y largo sue?o, con la primera claridad del alba, no era sino la sombra desgarrada con que el anochecer comienza siempre en el invierno a deshacer el horizonte y las monta?as. Sent¨ª fr¨ªo. Busqu¨¦ una pala y abr¨ª una estrecha zanja en medio de la nieve hasta la cuadra. Mientras dorm¨ªa, hab¨ªa nevado nuevamente -nieve sobre la nieve y hielo sobre el hielo- y el corral estaba ahora sepultado bajo una gruesa y dura capa que me llegaba ya hasta la cintura. Tuve que escalar durante un rato ante la entrada hasta poder por fin abrir la puerta y recoger la le?a necesaria para el fuego. Luego, de vuelta en el portal, dej¨¦ entrar a la perra en la cocina y me dispuse una vez m¨¢s a resistir la noche junto a la chimenea.

Todo empez¨® de nuevo, sin embargo, con el descubrimento de aquel viejo retrato de Sabina. Hab¨ªa estado siempre all¨ª, en la pared de la cocina, justo encima del esca?o en que ella siempre se sentaba y que, ahora, permanec¨ªa ya vac¨ªo e inmensamente solo frente a m¨ª. Era una antigua fotografia amarillenta -Sabina con la ropa de domingo: aquel vestido pobre y negro, aquella pa?oleta de hilo gris sobre los hombros, los mismos pendientes de la boda desempolvados para la ocasi¨®n- que un fot¨®grafo de Huesca le hab¨ªa hecho cuando bajamos a despedir a Casimiro a la estaci¨®n. Yo mismo le hab¨ªa puesto un marco de madera y colgado en la pared. Desde entonces -hac¨ªa ya 22 a?os- hab¨ªa estado siempre all¨ª. Pero los ojos se habit¨²an a un paisaje, lo incorporan poco a poco a las costumbres cotidianas y lo convierten finalmente en un recuer

Nochevieja en Ainielle

do de lo que la mirada alguna vez aprendi¨® a ver. Por eso, aquella noche, cuando de pronto repar¨¦ en la presencia amarillenta del retrato, los ojos de Sabina se clavaron en los m¨ªos como si, en ese instante, ambos se hubieran visto por primera vez. Sobresaltado de repente, desvi¨¦ la mirada hacia la lumbre. Los troncos crepitaban doloridos y, a su lado, la perra dormitaba mansamente, ajena por completo a mi mirada y a la fotograf¨ªa que segu¨ªa velando su fiel sue?o desde la polvorienta soledad de la pared. Nada cambiaba en apariencia la costumbre invariable de otras noches. Nada romp¨ªa la fisonom¨ªa familiar de la cocina en torno a m¨ª. Pero, al trasluz atormentado de las llamas, sobre el respaldo del esca?o para siempre ya vac¨ªo, los ojos de Sabina me miraban fijamente, persegu¨ªan a los m¨ªos como si a¨²n siguieran vivos en aquel viejo papel.Poco a poco, a medida que la noche fue avanzando, la presencia de la fotograf¨ªa empez¨® a hacerse m¨¢s molesta y obsesiva cada vez. Concentr¨¦ la mirada en la espiral del fuego. Cerr¨¦ los ojos tratando de dormir. Pero todo era in¨²til. Los ojos amarillos de Sabina me miraban. Su soledad antigua se extend¨ªa como una mancha h¨²meda por toda la pared. Pronto entend¨ª que la tranquilidad y el sue?o de horas antes ser¨ªan ya imposibles mientras aquel viejo retrato siguiera frente a m¨ª.

La perra despert¨®, sobresaltada, y se qued¨® mir¨¢ndome sin entender muy bien. Yo estaba ya junto al esca?o, nervioso y aturdido, pero dispuesto a poner fin a aquella situaci¨®n. El recuerdo cercano de la soga me empujaba. El temor a la locura y al insomnio hab¨ªa comenzado a apoderarse ya de m¨ª. Cog¨ª el retrato entre las manos y lo mir¨¦ otra vez: Sabina sonre¨ªa con una gran tristeza, sus ojos me miraban como si a¨²n pudieran ver. Y, en la desolaci¨®n extrema de aquel and¨¦n vac¨ªo, su soledad de entonces atraves¨® mi coraz¨®n. S¨¦ que nadie jam¨¢s me creer¨ªa, pero, mientras se consum¨ªa entre las llamas, su voz inconfundible me llamaba por mi nombre, sus ojos me miraban pidi¨¦ndome perd¨®n.

Aterrado, sal¨ª de la cocina. Cerr¨¦ la puerta a mis espaldas y me hund¨ª en la oscuridad. Casi instant¨¢neamente, un fr¨ªo inexplicable me invadi¨®. La casa estaba helada, cargada de amenazas, cuajada de silencio y de humedad. En medio del pasillo, me detuve y escuch¨¦. El eco de las llamas se hab¨ªa sofocado tras la puerta, pero la voz sonaba ahora de nuevo junto a m¨ª. Atravesado por el p¨¢nico, mir¨¦ a mi alrededor. La oscuridad era absoluta, llenaba mis pupilas como una maldici¨®n. Busqu¨¦ en el bolso la linterna y la encend¨ª. Un sudor fr¨ªo me recorri¨® la cara. Una descarga seca me paraliz¨®. En la pared del fondo del pasillo, junto a un antiguo y olvidado calendario, Sabina me miraba nuevamente, sentada a mi derecha en el esca?o, en un viejo retrato de los dos. Lo arranqu¨¦ de su sitio sin pensarlo y me abalanc¨¦ por la escalera hacia la habitaci¨®n. Hab¨ªa comprendido que deb¨ªa de actuar con rapidez.

Los cajones, las arcas, los ba¨²les. Las habitaciones de arriba y el desv¨¢n. El armario de la ropa y la cocina. Nada qued¨® sin registrar. Poco a poco, todas las cosas de Sabina -las fotograf¨ªas, las cartas, los pendientes y el anillo, incluso algunas ropas y recuerdos familiares- fueron amonton¨¢ndose en medio del pasillo. Todo cuanto a¨²n pudiera prolongar su presencia dentro de la casa. Todo cuanto a¨²n pudiera seguir alimentando su esp¨ªritu y su sombra alrededor de m¨ª. Cuando volv¨ª a bajar, un viento seco bat¨ªa ya toda la casa, golpeaba las ventanas y las puertas sin encontrar la paz.

En medio de la calle, la noche me detuvo. Era la misma noche de horas antes, aunque cruzada ahora por mi exasperaci¨®n. Inm¨®vil en la nieve, respir¨¦ largamente el aire fr¨ªo. Dej¨¦ que me inundara la helada claridad. Luego, muy despacio, mientras la respiraci¨®n y el pulso recobraban poco a poco su ritmo originario, me alej¨¦ de la casa caminando entre la nieve y busqu¨¦ con la linterna la vieja portillera de la huerta. Abrirla me cost¨® mucho trabajo. La nieve la cubr¨ªa por completo y el cerrojo rechinaba agarrotado por una negra costra de hielo y de humedad. Por fin, consegu¨ª entrar. Contempl¨¦ el viejo muro, la soledad del pozo, los ¨¢rboles inm¨®viles como fantasmas arrecidos en medios de la nieve. Busqu¨¦ un lugar cerca del muro y comenc¨¦ a cavar. Como tem¨ªa, la tierra estaba helada, entumecida por la escarcha y el olvido. La pala rebotaba contra ella, se doblaba sin fuerza entre mis manos como si golpeara encima de una losa o sobre el nervio vegetal de una ra¨ªz. Tuve que cavar durante casi media hora, con la linterna en la boca y el sudor hel¨¢ndoseme en la cara, hasta lograr por fin abrir un hoyo lo suficientemente ancho y profundo como para que en ¨¦l cupiera la maleta en la que hab¨ªa metido todas las cosas de Sabina. Era una vieja maleta de madera y hojalata. Mi padre la hab¨ªa hecho para m¨ª cuando me fui al servicio y, desde entonces, hab¨ªa ido conmigo a todas partes. Ahora le acompa?aba a ella, solas las dos bajo la tierra, en su definitivo viaje hacia la eternidad.

Amanec¨ªa cuando volv¨ª a la casa. Una luz fr¨ªa se derret¨ªa como plomo entre la bruma y un p¨¢lido fulgor iluminaba suavemente el interior de la cocina y el pasillo. Todo estaba otra vez tranquilo y en silencio dentro de la casa. Incluso el fuego, debilitado ya y reducido a un c¨ªrculo de brasas amarillas, acariciaba ahora el sue?o de la perra en su serena placidez antigua. Recuerdo que, al entrar en la cocina, mir¨¦ por vez primera en mucho tiempo el calendario. Aquella que acababa era la ¨²ltima noche de 1961. Me sent¨¦ en el esca?o y, mientras me dorm¨ªa, decid¨ª que nunca m¨¢s volver¨ªa a pasar solo ninguna Nochevieja de mi vida.

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