Fuerza bruta
Era lunes. Una buena pel¨ªcula en la televisi¨®n (Jules Dassin: Fuerza bruta) y una copiosa cena. Luego vinieron las pesadillas ... Una tras otra, sin descanso ... La ¨²ltima, esta noche, v¨ªspera de Reyes:Aquel rostro se hinchaba contra los barrotes. Su nariz rojiza de borracho l¨²cido y bonach¨®n lacrimaba mientras grandes fumettis le pon¨ªan voz y exageraban su gesto de impotencia: "Nadie puede escapar..., nadie escapar¨¢ nunca de esta c¨¢rcel".
Y el m¨¦dico se derret¨ªa, culpabiliz¨¢ndose, mientras los presos se amotinaban en un patio, que parec¨ªa pintado por Van Gogh, y ellos, chavales de todas las edades, quer¨ªan escapar, mov¨ªan grandes pancartas, gritaban consignas elementales, las escup¨ªan contra el torre¨®n donde de pronto el nazi aquel, el que amaba la m¨²sica de Wagner y disfrutaba en la tortura, el que dirig¨ªa la metralleta contra el patio de condenados, se iba transformando y transformando, se hac¨ªa gigante y se cubr¨ªa con uno de esos cascos con visera de cristal, a la manera de los gendarmes franceses, y disparaba contra la masa comprimida, inmensa, de estudiantes..., de presos que se revolv¨ªan y que segu¨ªan silbando con una impotencia de siglos, aferrados a un cami¨®n cargado de metralla, mientras all¨¢ en las alturas el alcaide, temeroso y cobarde, bobalic¨®n y confiado, se aferraba tambi¨¦n a un gran micr¨®fono. En realidad, el mismo, el alcaide, no era sino un altavoz que daba ¨®rdenes hueras para que el otro, el gendarme, moviera la cachiporra, lanzara granadas lacrim¨®genas, arrinconara a los muchachos que esgrim¨ªan globos de colores y abr¨ªan grandes ojos, antes de esperanza y ahora aterrorizados; muchachos boquiabiertos, despanzurrados, sin adoquines que arrancar.
Y ahora el alcaide se transformaba a su vez, como en un n¨²mero de circo: era todos a la vez y ninguno, mientras hablaba y hablaba por el altavoz, all¨¢ en las alturas, y los otros, los funcionarios, venga a crecer y a fortalecerse a sus espaldas y con su t¨¢cita aprobaci¨®n, con su miedo y su cobard¨ªa, y ondeaban pancartas, revoloteaban pasquines escritos cuidadosamente con letra g¨®tica y redondilla, carteles. escritos con plumilla de estudiante, y ahora el alcaide adquir¨ªa el rostro neutro de Chirac, no..., no el de Chirac..., la imagen se empa?aba y ¨¦l balbuc¨ªa extra?as explicaciones desde aquel micr¨®fono, guarecido tras un enorme estrado, y el sonido llegaba con algunas distorsiones, pero dec¨ªa algo as¨ª como:
"No son bases, son podencos", y en el mismo momento un mu?ecote destartalado, saltar¨ªn y viajero, que daba grandes zancadas de siete leguas de continente a continente, contestaba: "Como te pongas tonto, me apoyar¨¦ en Manila". Pero no estaba muy claro, porque tambi¨¦n ¨¦l se con fund¨ªa, y quiz¨¢ no era exacta mente Manila lo que pretend¨ªa decir, sino Melina o vaya usted a saber, un sitio cualquiera de esos del Tercer Mundo que para qu¨¦ molestarse en buscarlo en el mapa. Era un extra?o juego de palabras, un juego de guerra al fin y al cabo de esos que pueden encenderse en las pantallas de los televisores, un scrabble de desprop¨®sitos, mientras los muchachos se arremolinaban en el patio y el m¨¦dico gem¨ªa y gem¨ªa agarr¨¢ndose a su botellita de whisky para no pensar m¨¢s, para no ver c¨®mo iban creciendo las valentonadas del capit¨¢n, la estulticia del alcaide, cada vez m¨¢s arrinconado, consintiendo...
Y entonces sonaba una m¨²sica y todo adquir¨ªa una, calma pastosa, y el t¨ªo Gilito, subido en una enorme masa de d¨®lares amontonados, sentado en una gigantesca caja fuerte, acorazada y protegida por 24 fosos, lanzaba grandes carcajadas y se produc¨ªa una gran confusi¨®n y en la vi?eta aparec¨ªa Donald... o Ronald, porque era uno y a la vez eran dos. Hab¨ªa otra vez un l¨ªo de nombres, un juego de letras, y Ronald dec¨ªa que el malo no era ¨¦l, sino el que empezaba por D, el que ten¨ªa una letra menos en el apellido, y uno se preguntaba qu¨¦ hac¨ªa all¨ª Donald (aunque claro, estaba tambi¨¦n Gilito), qu¨¦ tramaba y por qu¨¦ Gilito sonre¨ªa, y euf¨®rico, con una generosidad desacostumbrada, repart¨ªa billetitos, daba premios y hab¨ªa a su alrededor una cola de paladines que luchaban por empinarse hasta lo m¨¢s alto del mont¨®n o se afanaban en la base por recoger las migajas..., y uno se preguntaba tambi¨¦n qu¨¦ hac¨ªa all¨ª aquel tipo de pelo como de romano de la Metro que recordaba tanto a Boyer, ese tipo que se inclinaba para que otro (?Dios m¨ªo!, ?si ten¨ªa el rostro de Solchaga.!) se aupara sobre sus hombros, y entonces t¨ªo Gilito enviaba un recado a Donald o al otro, un gesto de aprobaci¨®n, y ese Donald repart¨ªa metralletas y aviones y carros de combate, mientras su hom¨®nimo, el de la R, lanzaba avioncitos de juguete que hac¨ªan ruido sobre un pa¨ªs lleno de oasis y de palmeras, y luego, como por arte de encantamiento, Roland y Donald se fund¨ªan de nuevo, se hac¨ªan indiscernibles mientras una gran multitud de gentes despistadas, ingenuas, aletargadas, parec¨ªan irritarse much¨ªsimo, abr¨ªan grandes ojos de pasmo alelado y reclamaban explicaciones por aquel extra?o trueque, aquel comercio; mientras los padres de aquellos muchachos, los del remolino, los de las pancartas...
Pero no, no eran los padres, sino que, como en una m¨¢quina del tiempo que viajara hacia el pasado, esos padres de hoy se hac¨ªan como ni?os y llevaban pelos largos y gritaban algo as¨ª como: "La imaginaci¨®n al poder", pero esa imagen s¨®lo duraba un instante, porque en seguida eran de nuevo mayores e iban vestidos con trajes de alpaca de buen corte y rodeaban al alcaide, le daban palmaditas en el hombro e insultaban a los muchachos que llevaban tiraveques y no florecitas, sino pendientes en las orejas; y el m¨¦dico culto, el intelectual que ve pero no puede hacer nada, el de la pel¨ªcula, agarrado a los barrotes, repet¨ªa: "Nadie puede escapar", y Gilito volv¨ªa a re¨ªrse, mientras el capit¨¢n, all¨¢ en la torreta, afinaba el tiro, alentaba a sus fuerzas de orden y de seguridad, a sus grupos de operaciones especiales, a los comandos parapoliciales, y todos comenzaban a bailar una danza entusiasta y ruidosa con mucho repiqueteo de tachuelas, una danza que acallaba, amortiguaba y acompa?aba a la voz insegura del alcalde, que permanec¨ªa all¨ª colgadito junto a su micr¨®fono, preocupado por la imagen, asesor¨¢ndose con todo tipo de t¨¦cnicos de medios audiovisuales.
Y los presos se debat¨ªan all¨¢ en el patio, se lanzaban a la desesperada, como se lanzan los muchachos domingueros a una ruleta rusa en la cuesta de las Perdices o en la Castellana, o, por no saber qu¨¦ hacer, se pasan en la dosis... Y el alcaide, como un vetr¨ªlocuo que funcionara con pilas recargables, repet¨ªa: "?sta es una sociedad justa, una sociedad equilibrada donde ya, por ejemplo, se ha abolido la pena de muerte", y el capit¨¢n ha c¨ªa muecas desde su torre y escup¨ªa cuentos de miedo en el o¨ªdo del preso que buscaba la cuerda para ahorcarse, ahorran do as¨ª un trabajo al capit¨¢n y al alcaide, haciendo as¨ª un trabajo limpio, un trabajo de sanidad p¨²blica, y por eso grandes titulares descoloridos de peri¨®dicos atrasados daban la raz¨®n al ab negado y sistem¨¢tico capit¨¢n: 23 suicidios en s¨®lo este a?o en las c¨¢rceles, y lo que segu¨ªa no se le¨ªa muy bien, pero era una terminaci¨®n, c¨¢rceles ... pa?olas, y el alcaide encog¨ªa los hombros: "Una cosa es la pena de muerte y...", y los presos se arremolina ban, gritaban, silbaban...
Y de pronto todo era una cuesti¨®n de estad¨ªsticas, de cifras. Colas largu¨ªsimas de n¨²meros que bailaban como salidos de un texto de Carroll, en un feliz-feliz no cumplea?os de Navidad, mientras el gato sonre¨ªa con una risa desdentada y descomunal a la sombra de los hongos desperdigados por las islas del Pac¨ªfico, conmemorativos de Hiroshimas por venir, hongos azulados en panavisi¨®n y el gato all¨¢ arriba ense?ando los dientes como garras con una ins¨®lita carcajada sobre el bosque de cifras revueltas: 23 suicidados en las c¨¢rceles espa?olas, 50 misiles por un reh¨¦n norteamericano (no resultan baratos los rehenes de calidad), 42.000 pesetas el salario m¨ªnimo, ocho millones de espa?oles, m¨¢s o menos, en estado de casi-mendicidad. Y era como un cuento de Dickens, uno de esos cuentos lacrimosos, de ni?itos desesperados pegando la jeta ante los escaparates de las pasteler¨ªas, limpiando todos los parabrisas y paramiedos y parasombras de los alcaides y los funcionarios y los ejecutivos con colonia de hombre, de esa que hace desmayarse a mujeres largu¨ªsimas, imbuidas en ajustados trajes negros y como de gata de angorina... Esa risa siniestra ahora del Gran Gatazo estir¨¢ndose y relami¨¦ndose tras los innumerables banquetes de sopor y co?¨¢ con puro de una Europa ya no respondona, aletargada, como de un cabar¨¦ precursor tambi¨¦n, un cabar¨¦ que ahoga grandes colas de hambre y ni?itos sucios, carne de ca?¨®n...
Y ahora los tres reyes, los de Oriente, volanderos como los reyes de la baraja, se balanceaban protegiendo con sus corpachones la torreta del capit¨¢n y sacaban la lengua a los muchachos que, sin desalentarse, segu¨ªan escribiendo largas cartas de esperanza cargadas de peticiones, muchachos aplicados y concienzudos que en Par¨ªs, en Madrid, en Roma y en Pek¨ªn llenaban metros y metros de pancartas relucientes reclamando: ."Muy se?ores m¨ªos, quisiera que para este a?o de 1987 me trajeran: un caballito de cart¨®n, un mecano, una bicicleta, un mundo del rev¨¦s sin alcaides, sin polic¨ªas, sin hongos azulados, sin misiles ni rehenes intercambiables, sin un salario que se llama m¨ªnimo porque un poquito m¨¢s abajo pierde ya su nombre y quisiera tambi¨¦n...", y los muchachos afilan los lapiceros, dan clases de caligraf¨ªa, escriben sus peticiones en los pasquines callejeros, apelmazan los buzones con su carga de demandas, exigencias, de deseos y un viento fr¨ªo del Norte, un viento desangelado, arremolina a los tres reyes, les dispersa mientras que el rey de corazones se a¨²pa sobre la reina y grita para hacerse o¨ªr: "?Que les corten la cabeza.'", y el alcaide se encoge de hombros y el capit¨¢n se apresura a dirigir su metralleta...
Me despert¨¦ con un sudor fr¨ªo, con un temblor. Se acabaron las pesadillas. Los calcetines segu¨ªan colgaditos de la chimenea y el pan y el agua para los camellos hab¨ªa desaparecido. No hab¨ªa m¨¢s que carb¨®n, un carb¨®n dulce de azucarillo te?ido y un mont¨®n de letras desordenadas sobre la alfombra. Comenc¨¦ a jugar con las letras, a barajarlas y a ponerles colores: Donal... Rona... Saqu¨¦ la lengua yo tambi¨¦n al m¨¦dico de mi sue?o, el m¨¦dico desesperanzado de la pel¨ªcula de Dassin; los reyes no han tra¨ªdo nada por esta vez, pero Chirac tuvo que envai... - ?pero qu¨¦ digo!-, el juego de las letras me vuelve grosera, pero ellas siguen ah¨ª sobre mi alfombra, dispuestas a combinarse en pasquines, cuentos de Navidad, o en nuevos cantos a los reyes para el a?o que viene... Antes o despu¨¦s acabar¨¢n por enterarse... Afilo la punta de mi l¨¢piz y...
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