Desde el imperio
Washington DC es una ciudad imperial e imperialista, que no oculta, sino al contrario, exhibe y pregona, arquitect¨®nica y urban¨ªsticamente, su posici¨®n de centro del mundo, desde donde, para bien o para mal, hoy se hace y se deshace gran parte del destino de los pueblos. La palidez marfile?a de los edificios de m¨¢rmol que flanquean las grandes avenidas y las perspectivas de foro cl¨¢sico parecen exigir desfiles militares, marchas triunfales y toda clase de manifestaciones p¨²blicas masivas, pese al aire quieto y sereno, de gran osario, que todo esto tiene. Pero en la admirable National Gallery, y en la m¨¢s admirable a¨²n Biblioteca del Congreso, se atesora la memoria de nuestra civilizaci¨®n, igual como en el edificio del Treasury -que tiene algo sospechosamente reminiscente de una odisea en el espacio 2001 de la era victoriana- se atesoran los d¨®lares. Toda la capital se centra alrededor de los monumentos a los ciudadanos ilustres: el aristocr¨¢tico monumento a Jefferson; el monumento a Washington, que es un simple e inevitable pivote de la capital, y el l¨ªrico y conmovedor monumento a Lincoln: esta ciudad de la memoria tiene algo de pante¨®n, que intenta conservar vivas en el m¨¢rmol las glorias y los triunfos, como si no se conservaran mejor en el alma de los que los comprenden.Triunfos y glorias, claro, pero tambi¨¦n horribles derrotas que no se conmemoran y que tambi¨¦n le dan forma al pensamiento y forma a la nacionalidad. El problema de la poblaci¨®n negra, por ejemplo: Washington es la ciudad que en este pa¨ªs tiene el m¨¢s alto porcentaje de habitantes negros: un 75% de los habitantes de esta ciudad imperial es de color. Es verdad que las luchas les han ganado oficialmente espacios muy similares a los de los blancos. Pero la vida real es muy distinta a la vida de las leyes, y en este pa¨ªs de la incre¨ªble abundancia, el destino de la poblaci¨®n negra sigue siendo, por lo general, doloroso comparado con el destino de la raza dominante. La universidad de Howard, de Washington, antes el basti¨®n de la negritud y de los estudios negros, se est¨¢ transformando m¨¢s y m¨¢s en una universidad mediocre a la que asisten los j¨®venes que no encuentran lugar en las universidades de gran calidad, abundant¨ªsimas en esta regi¨®n, donde la mayor¨ªa es blanca, y los j¨®venes negros brillantes prefieren estas universidades, porque aun en estudios negros son superiores a Howard, que los inici¨®, y en una ¨¦poca fue el foco de la cultura negra. Para casi todos los negros j¨®venes, hoy triunfar es parecerse lo m¨¢s posible a los blancos, fuera de los escasos grupos radicales que van quedando. Un crep¨²sculo de domingo, cuando mi mujer y yo volv¨ªamos a casa por el Mall, nos paramos a ver a un hombre joven negro -tal vez hubiera bebido algo- que gritaba, llorando y golpe¨¢ndose la frente contra los autos estacionados "I?m black..., I?m black", y se perdi¨®, gimiendo, por el foro imperial solitario. No es un problema espec¨ªfico de Washington. Pero con los ¨ªndices de poblaci¨®n negra del 75%, y sin vivir en uno de los amplios guetos arbolados que rodean la ciudad donde se refugiaron los blancos es un problema con que uno tropieza a cada instante, una culpa irreversible con que el blanco tiene que vivir.Despu¨¦s de la Segunda Guerra de Secesi¨®n (1862) que liber¨® a los esclavos, Washington, la m¨¢s sure?a de las ciudades del Norte y la m¨¢s norte?a de las ciudades del Sur, fue el sitio donde primero recalaron los esclavos liberados que hu¨ªan en busca del para¨ªso del Norte. Muchos permanecieron aqu¨ª y se multiplicaron en sus guetos a medida que iba creciendo la majestad marm¨®rea de la ciudad imperial. Hasta hace poco ocupaban grandes sectores miserables del centro de Washington, mientras los blancos hu¨ªan en desbandada hacia los suburbios. Cuando Martin Lutero King fue asesinado, en 1968, se produjo un hurac¨¢n de ira y dolor en la poblaci¨®n negra de Washington que, vengativa y tr¨¢gica, prendi¨® fuego al Washington Central X ardi¨® durante d¨ªas enteros. Ultimamente se ha limpiado esa gran llaga negra que quedaba como recuerdo y se alzan grandes y p¨¢lidas oficinas gubernamentales en su sitio, particularmente bajo el Gobierno de Reagan, que parece haber transformado radicalmente la psicolog¨ªa norteamericana: no quedan ni huellas de las disidencias y protestas, ni de las rebeliones creativas de los a?os sesenta.Aunque quiz¨¢ estemos en v¨ªsperas de que vuelvan. Una reciente ventolera de indignaci¨®n ha barrido a Washington -y al pa¨ªs entero- con el asunto de Reagan respecto a la venta de armas a Ir¨¢n para financiar a los contras. Otro Watergate, un Watergate peor, se murmura, y como cucarachas de los rincones donde se hab¨ªan ido a esconder, aparecen los personajes del asunto Watergate, felices en la televisi¨®n porque pueden decir: "Nosotros no fuimos tan malos..., otros pueden hacer cosas peores que nosotros". Se ha descubierto no s¨®lo que el presidente Reagan ha vendido armas al foco del terrorismo, Ir¨¢n, y subvencionado a los contras, sino que clara y precisamente, y delante del p¨²blico entero de la televisi¨®n americana, Reagan minti¨® diciendo que no hab¨ªa otros pa¨ªses involucrados en este asunto.
Venir de Chile, donde todo el destino de la ciudadan¨ªa es regido desde la oscuridad, con tapujos y semiverdades, con desprecio por la Prensa con negaciones injustificadas a contestar preguntas, sin jam¨¢s dar la cara sino s¨®lo las armas, esta conferencia de prensa televisada en vivo y en directo, sin preparaciones ni cortes y sin que el presidente pueda mentir, es una de las experiencias m¨¢s maravillosas, y tambi¨¦n terribles, que uno, puede tener.
Cien periodistas informad¨ªsimos, sin otra alianza pol¨ªtica que la de descubrir la verdad, se enfrentaron al presidente para exig¨ªrsela. ?l lleg¨® lleno de seguridad al podio, con su encanto personal de cinco centavos a flor de piel: la sabia iluminaci¨®n hollywoodesca y el maquillaje le daban aires de jeune premier sonriente. Pero ante el foco implacable de la televisi¨®n esto dur¨® poco: se turb¨®, se contradijo, su seguridad qued¨® desmoronada muy pronto, tartamude¨® y sus mentiras, ante la vista de millones de millones de espectadores, quedaron al descubierto. La indignaci¨®n de la Prensa fue demasiado grande e instant¨¢nea. Las preguntas corteses se transformaron en agresivas y el presidente -distinto a nuestro jefe de Estado en Chile- no pudo dejar de contestar. Indignaci¨®n basada sobre todo en el hecho -de que, en una situaci¨®n tan grave como ¨¦sta, la Prensa y el pueblo tienen derecho a exigir que el presidente se responsabilice de la verdad, puesto que ha sido democr¨¢ticamente elegido en las urnas. El hurac¨¢n de preguntas hizo tambalear su seguridad, ocasi¨®n que la c¨¢mara, sin piedad, vio y dej¨® cr¨®nica: el close-up de la expresi¨®n de sus ojos al mentir o c¨®mo un intento de sonrisa se desmoronaba ante una pregunta demasiado certera.
Alguien pregunt¨® al presidente Reagan si sab¨ªa si otros pa¨ªses estaban mezclados en el asunto de la venta de armas a Ir¨¢n (estoy hablando aqu¨ª de la primer¨ªsima entrevista, cuando nada se sab¨ªa a¨²n ni de Israel ni de los contras). ?l lo neg¨®. Agreg¨® que las armas enviadas a Ir¨¢n eran "armas defensivas, no agresivas", procediendo a describir armas muy livianas. Entonces sobrevino el momento m¨¢s dram¨¢tico: uno de los periodistas -cada periodista ten¨ªa derecho a dos preguntas- se levant¨® furioso, asegurando que lo que el se?or presidente hab¨ªa dicho no era as¨ª: las armas vendidas, que adem¨¢s fueron vendidas a trav¨¦s de otra naci¨®n, eran armas pesadas, que serv¨ªan para hacer saltar tanques a larga distancia, y dio una descripci¨®n t¨¦cnica y precisa de estas armas. Azorado, el presidente pidi¨® que lo disculparan, que no sab¨ªa, que no hab¨ªa sido informado, y pidi¨® al periodista que pasara a su segunda pregunta. A lo que el periodista le contest¨®: "?sa no era pregunta, se?or presidente. Se lo dije simplemente para informarlo. Ahora le voy a hacer mi primera pregunta...", y los cien periodistas, ante las c¨¢maras, se rieron de este presidente con sonrisa de gal¨¢n inservible. Poco a poco, enred¨¢ndose m¨¢s y m¨¢s en sus respuestas y con tradicciones, la m¨¢scara presidencial fue desmoron¨¢ndose, hasta dejarlo convertido en un anciano derrotado. Baj¨® del podio y la televisi¨®n lo enfoc¨® retir¨¢ndose, muy derecho, de espaldas, por el pasillo. Pero no pasaron 10 minutos antes de que llegara el humillante desmentido: el presidente pide retractarse, dice haber estado mal informado, que existe otro pa¨ªs involucrado en el asunto de las armas a Ir¨¢n. En otras palabras, el presidente reconoce haber mentido. La Prensa, la televisi¨®n, la ciudadan¨ªa, otra vez, en Estados Unidos, gana la batalla.
Todo esto televisado en vivo y en directo, desde la Casa Blanca, donde la c¨¢mara no perdona ni un titubeo ni una pesta?ada: vale decir la informaci¨®n completa. El presidente no tiene derecho a ocultar nada ni a mentir a los ciudadanos que lo eligieron. En Chile es impensable el jerarca que se proponga este problema porque nosotros no tenemos el derecho a saber la verdad. Ni siquiera el derecho a la informaci¨®n. El actual .estado de sitio ha cerrado cinco revistas y el peri¨®dico principal, El Mercurio, pertenece al Gobierno. ?Qu¨¦ podemos saber de lo que ocurre en las altas esferas, entonces? ?Qu¨¦, qui¨¦nes somos, d¨®nde estamos, qu¨¦ sucede adentro del pa¨ªs o afuera, y c¨®mo se relacionan, cu¨¢l es nuestro destino y qui¨¦nes y para qu¨¦ lo rigen?
En medio del maravilloso m¨¢rmol imperial de Washington, que de pronto -aunque fugazmente- parece adquirir un sentido, adquirimos una medida de la fuerza de este imperio, capaz de sufrir todas las afrentas y de ejercer no pocos abusos. Es que en las dictaduras de izquierda y de derecha, esencialmente fr¨¢giles porque no tienen poder para autogenerar su cesi¨®n y tradici¨®n y mueren con el caudillo, se mantienen en su lugar por la falta de informaci¨®n, y quitarle as¨ª su identidad al pueblo, que sin saber qu¨¦ es ni qui¨¦n es, queda privado de su fuerza: tener acceso a la verdad, a trav¨¦s de la Prensa, es el primer derecho de la democracia.
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