Aqu¨ª y ahora
Cuando uno se plantea el problema de la investigaci¨®n cient¨ªfica en Espa?a, una urgente interrogaci¨®n y una posible consigna se alzan en su interior. Aqu¨¦lla, semejante a la de Lenin ante la libertad: "Investigar, ?para qu¨¦?". ?sta, casi coincidente con una mal entendida sentencia de Unamuno: "Que investiguen ellos". Si los espa?oles no vamos a a?adir gran cosa al progreso universal de la ciencia, ?para qu¨¦ investigar? Y si la investigaci¨®n cient¨ªfica va a tener alguna parte en la desespa?olizaci¨®n de nuestro pa¨ªs, ?por qu¨¦ no limitarnos a aprender lo que otros descubran?La falacia de ambos razonamientos salta a la vista. Puesto que Cajal y Men¨¦ndez Pidal dieron al mundo saberes importantes, ?es l¨ªcito renunciar a la posibilidad de que otro Cajal y otro Menendez Pidal surjan en Espa?a? Por otra parte, el arraigo de la investigaci¨®n cient¨ªfica nos ayudar¨¢ muy eficazmente a conseguir algo indispensable para vivir con plenitud en el mundo actual: la definitiva incorporaci¨®n de la racionalidad y el m¨¦todo a nuestros h¨¢bitos sociales. No s¨®lo en dar quijotescamente a la vida un sentido de veras humano, como quiso Unamuno, debe consistir la espa?ola; tambi¨¦n en procurar que ese sentido cumpla, como la generaci¨®n del 14 quiso, las exigencias del tiempo en que se existe; y basta tener ojos en la cara para ver que entre ellas est¨¢n la ciencia y la t¨¦cnica. Conclusi¨®n: para que Espa?a sea lo que hoy debe ser, hay que investigar bastante m¨¢s de lo que en Espa?a se investiga.
?C¨®mo conseguirlo? Nada m¨¢s claro: haciendo cuanto antes que la sociedad, el Estado y los investigadores den de s¨ª todo lo que puedan dar.
I. No es preciso ser soci¨®logo para saber que los h¨¢bitos vigentes en cada sociedad operan sobre todos los individuos que la componen. Pero en toda sociedad hay individuos dirigentes, los menos, e individuos dirigidos, los m¨¢s. Pues bien: por su poder, por su capacidad de reflexi¨®n o por la fuerza de su prestigio, los dirigentes, cualquiera que sea su campo, son los agentes m¨¢ximos en la din¨¢mica de los h¨¢bitos sociales. Unas veces cre¨¢ndolos o aboli¨¦ndolos; as¨ª surgen y desaparecen las modas, y as¨ª Cajal y Men¨¦ndez Pidal, casi sin propon¨¦rselo, suscitaron en muchos espa?oles el h¨¢bito de pensar que hacer ciencia pertenece al decoro del pa¨ªs. Otras veces, m¨¢s modestamente, modific¨¢ndolos. Basta mirar la vida en torno para percibirlo.
Dos principales empe?os deben protagonizar, en consecuencia, los dirigentes de nuestra sociedad:
1. Uno que a todos ellos concierne: adquirir, si no la poseen, la estimaci¨®n del saber cient¨ªfico que exige la pertenencia al siglo XX -para ello basta asomarse al mundo en torno y difundirla en el medio a que alcance su influencia. El sistema de prestigios operante en nuestra sociedad no es todav¨ªa id¨®neo para que el cultivo de la ciencia prospere de modo satisfactorio. Lo que en 1927 escribi¨® Ortega acerca del poder social no ha perdido su vigencia, aunque en torno a los famosos del saber se arremolinen los solicitantes de aut¨®grafos. Mientras la atenci¨®n de la sociedad culta hacia la novela y la poes¨ªa sea tan enormemente superior a la que presta a la ciencia, la rueda de ¨¦sta, como dec¨ªa Cajal, seguir¨¢ falt¨¢ndole al carro de nuestra cultura.
2. Otro que s¨®lo a los opulentos toca: contribuir a que la ciencia sea seriamente cultivada. Debe ser el Estado, ciertamente, quien en primer t¨¦rmino atienda a este menester; pero no poco puede y debe hacer la sociedad en los pa¨ªses donde el Estado no sea el ¨²nico rector de la vida p¨²blica. Instituciones que, en la medida de nuestras posibilidades, sean entre nosotros lo que la Kaiser-WilhelmGeselischaft fue en la Alemania guillermina y la Fundaci¨®n Volkswao,en est¨¢ siendo en la actual, son necesarias para que Espa?a sea lo que debe ser. En lo que a ellos toca, los espa?oles econ¨®micamente poderosos deben romper un c¨ªrculo vicioso socioecon¨®mico que t¨¢citamente todav¨ªa opera en nuestra sociedad: "Corno investigas poco, te doy poco; como me das poco, investigo poco".
II. Conexo con el deber de los dirigentes de nuestra sociedad, m¨¢s grave y complejo es el del Estado. Dir¨¦ sumariamente c¨®mo veo yo sus puntos principales.
1. Aumentar paulatinamente -hacerlo de golpe ser¨ªa disparatado- el tanto por ciento del producto interior bruto destinado al cultivo de la ciencia, hasta llegar a la cifra que en ese momento exija nuestra condici¨®n de pa¨ªs plenamente europeo; hacer, en consecuencia,que la dedicaci¨®n al trabajo cient¨ªfico sea una profesi¨®n decorosamente remunerada y capaz de absorber de modo estable a cuantos a ella se sientan vocados; en definitiva, romper estatalmente el c¨ªrculo vicioso antes consignado.
2. Dise?ar y dotar los departamentos universitarios de modo que su ineludible y primaria actividad docente no merme con exceso la actividad cient¨ªfica de quienes los componen; en consecuencia , crear en la Universidad la figura del investigador a tiempo completo o a medio tiempo.
3. Establecer entre la Universidad y el CSIC, sin mengua de su respectiva autonom¨ªa, la necesaria cooperaci¨®n funcional que en pa¨ªses como Espa?a pide el ¨®ptimo aprovechamiento de todos los recursos conducentes al desarrollo de la actividad cient¨ªfica.
4. Aprovechar del mejor modo posible el trabajo del docente jubilado que desee prestarlo. Como hecho consumado y al parecer irrevocable, a rega?adientes admito que el profesor universitario se jubile a los 65 a?os. Entiendo, sin embargo, que mejorar¨ªa no poco el rendimiento de nuestras universidades si a todo jubilado se le ofreciese la posibilidad de optar por la prosecuci¨®n de su servicio, el cual, dentro del departamento a que perteneciera, podr¨ªa consistir en las siguientes tareas: dar cursos monogr¨¢ficos, dirigir tesis doctorales y seminarios, y, si adem¨¢s (le docente era investigador, continuar si¨¦ndolo.
5. Contratar, para que durante semanas y m eses actuasen en centros espa?oles, a los cient¨ªficos en a?o sab¨¢tico que lo aceptaran. No es dif¨ªcil imaginar el fruto que as¨ª se obtendr¨ªa. ?C¨®mo olvidar que Proust, qu¨ªmico franc¨¦s contratado en tiempo de Carlos IV, descubri¨® en Espa?a la importante ley de las proporciones definidas? (Addendum:escritas estas l¨ªneas, he sabido que la contrataci¨®n de sab¨¢ticos,, vieja propuesta m¨ªa, va a ser puesta en marcha por el MEC. Buena noticia.)
6. Procurar, mediante publicaciones id¨®neas, que lo mejor de la obra cient¨ªfica de los espa?oles -trabajos de revista o monograf¨ªas- sea suficientemente conocido en el mundo. Puesto que el ingl¨¦s es hoy la lengua cient¨ªfica universal, el Estado debe promover una pol¨ªtica de la traducci¨®n especialmente orientada a la informaci¨®n de los lectores anglohablantes, cualquiera que sea su patria.
III. En una sociedad en la
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que la reclamaci¨®n de derechos predomina ampliamente sobre el cumplimiento de deberes no deben. ser olvidados los que, en la empresa de fomentar al m¨¢ximo la investigaci¨®n cient¨ªfica, corresponden al investigador mismo. Entre ellos, los dos siguientes:
1. Ser el m¨¢s resuelto operario en el empe?o de romper definitivamente el c¨ªrculo vicioso de que habl¨¦. Los c¨ªrculos viciosos de orden l¨®gico los deshace cualquiera que alcance a percibirlos. No sucede as¨ª en los de ¨ªndole social. En ellos, quien en primer t¨¦rmino los deshace es el que, hall¨¢ndose personalmente implicado en su estructura, posee m¨¢s alta calidad moral. Tal fue la conducta de cuantos, con Cajal a su cabeza, comenzaron en Espa?a a investigar en serio. Mucho conviene que la decisi¨®n de hacer ciencia no implique el hero¨ªsmo. Un m¨ªnimo y callado hero¨ªsmo, sin embargo, siempre ser¨¢ necesario para que el investigador lo sea de veras. Aunque su sueldo le permita vivir sin grandes estrecheces.
2. Emprender !u tarea propia con ambici¨®n y, por tanto, con, osad¨ªa; leer los trabajos cient¨ªficos ajenos no s¨®lo para aprender de ellos, advertir,su posible novedad y admirar, si la tienen, su perfecci¨®n, sino tambi¨¦n para preguntarse en silencio: "?Por qu¨¦ yo, si me lo propongo de veras, no he de ser capaz de hacer otro tanto, y acaso m¨¢s?". Reiteradamente he denunciado la falta de osad¨ªa que padeci¨® el intelectual espa?ol hasta que los sabios de la Restauraci¨®n y la Regencia iniciaron entre nosotros el h¨¢bito de tenerla. Cien a?os despu¨¦s, tal h¨¢bito no se halla suficientemente implantado en nuestra comunidad cient¨ªfica.
Si nuestra sociedad, nuestro Estado y nuestros investigadores dan realidad a estas nada ut¨®picas aspiraciones, los historiadores del siglo XXI no tendr¨¢n necesidad de investigar por qu¨¦ en Espa?a no se investiga lo suficiente.
Examen de conciencia
Ser¨ªa indecente que yo terminase este art¨ªculo sin hacer un r¨¢pido examen de conciencia. De la conciencia propia, claro est¨¢, no de la conciencia ajena, como entre nosotros es costumbre cuando se trata de pecados tocantes a la vida p¨²blica.
En mi modesta vida de docente e investigador -no s¨®lo lo son quienes miran al micros-. copio o escudri?an archivos-, ni la dedicaci¨®n ni el m¨¦todo han sido ejemplares. ?Con qu¨¦ autoridad, pues, me he metido a predicador? Responder¨¦ con una leve objeci¨®n a la Imitaci¨®n de Cristo, el celeb¨¦rrimo libro de Tom¨¢s de Kempis. Desde el profundo pesimismo antropol¨®gico y la notoria hostilidad contra la raz¨®n que tanto cund¨ªan en la primera mitad del siglo XV, pregunta su autor: "?De qu¨¦ te sirve saber definir la compunci¨®n si no la sientes?". A lo cual debe responderse: "Para saber con claridad qu¨¦ es lo que deber¨ªa sentir y no siento". No s¨®lo para contribuir a que Espa?a sea lo que debe ser he escrito yo lo que antecede. Tambi¨¦n para, en lo que me toque, tener muy claro. lo que en la recta final de mi vida debo hacer.
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