Hijo y padre de la selva
La ¨²nica vez que vi a Quiroga in corpore fue en una esquina de Buenos Aires. Lo hab¨ªa le¨ªdo tanto, sab¨ªa tanto de ¨¦l, que me result¨® imposible no reconocerlo con su barba, su expresi¨®n adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de que lo dejaran en paz ya que el destino no lo hab¨ªa hecho.Era inevitable ver, mientras ¨¦l esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara hab¨ªa estado retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando la nariz insolente y la mirada clara e impasible que impon¨ªa distancias.
Y cuando apareci¨® el coche y Quiroga revolc¨® su abrigo oscuro para subirse record¨¦ un verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista Mart¨ªn Fierro, cuando Borges padec¨ªa felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice, en mi recuerdo, "el general Quiroga va en coche al muere".
Conversaci¨®n del enfermo
Estoy seguro de que en aquel viaje -al hospital, seg¨²n supe- ¨¦l ya sospechaba lo que yo sab¨ªa. Un com¨²n amigo, Julio Payr¨®, muy querido por m¨ª, se carteaba con Quiroga y ¨¦ste lo visit¨® brevemente, a su estilo, cuando baj¨® de la selva para consultar m¨¦dicos en Buenos Aires.
Hay quien afirma, audazmente, que a vec¨¦s, en una por mill¨®n, el paciente tiene un promedio intelectual superior al del m¨¦dico. ?ste fue el caso de Quiroga. El director del hospital, que ya hab¨ªa afilado el bistur¨ª, estuvo conversando con el enfermo en el jard¨ªn del hospital. Quiroga mostr¨® la malsana curiosidad de enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo sonrisas, optimismo, circunloquios, enga?os mal disfrazados. Quiroga supo que la operaci¨®n proyectada era una simple y dolorosa postergaci¨®n de la muerte.
Prefiri¨® una agon¨ªa m¨¢s breve y abandon¨® por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya in¨²til.
Poco despu¨¦s de que Jas cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal, Salto, Uruguay, dos amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron una biograf¨ªa del escritor. Me detengo aqu¨ª para comprobar y decir que esta biograf¨ªa impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores por mor de una permanente amistad que se manten¨ªa por cauce postal hasta la muerte del blografiado, mantiene hoy su car¨¢cter de ¨²nica. La tuve, la perd¨ª en vaya a saber cu¨¢l de mis traslados. Ah¨ª, en ella, est¨¢ todo Quiroga desde los insinceros, decadentes Arrecifes de coral y el derrotado viaje a Par¨ªs hasta su muerte en el refugio de un hospital.
Luego, pasado el tiempo de silencio e ignorancia que es costumbre otorgar e imponer a los difuntos que importaron, se sucedieron muchos libros sobre Quiroga y varios cr¨ªticos e intelectuales de diversa especie viajaron a la selva misionera con el absurdo prop¨®sito de ver all¨ª algo que se le hubiera escapado al maestro.
Mucho antes, un gran escritor se instal¨® durante meses en una casa pr¨®xima a la que habitaba el cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la condici¨®n de que las visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera con un mood propicio. Para anunciar estos no frecuentes estados de ¨¢nimo, el uruguayo izaba una bandera.
Pero ni los pre-muerte ni los post agregaron nada de importancia a la biograf¨ªa de Brignone y Delgado, nunca reeditada -que yo sepa- e imposible de encontrar ni en librer¨ªas de viejo ni en bibliotecas de amigos.
Cuando su obra ya era definitiva, hecha con cuentos tremendos escritos sin tremendismo, con cuentos para ni?os inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura, con un par de mediocres novelas que confirman su insincero aserto de que una novela es s¨®lo un cuento alargado, acept¨® la tentaci¨®n de bajar a Buenos Aires. Dejaba detr¨¢s las alegres fatigas del machete y la congoja de una muerte tr¨¢gica que tal vez, sin quererlo, ¨¦l mismo hab¨ªa estado conjurando al exigir a otros el coraje incansable en la lucha con el destino, coraje que ¨¦l mantuvo hasta el fin.
Este viaje a la capital tuvo forzosamente la calidad de una visita m¨¢s o menos larga. Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no resisti¨® mucho su llamado.
Aquel viaje visita tuvo tres consecuencias que, sin duda, afectaron al escritor con intensidad diversa.
La m¨¢s importante y nada literaria fue provocada por la imprudencia de su hija Egl¨¦ -maravillosa persona- al presentarle a una compa?era de colegio, muchacha de gran belleza. Poco tiempo despu¨¦s, Quiroga se cas¨® con ella y la llev¨®, como cazador y presa, a su casa en la selva norte?a.
La segunda consisti¨® en una larga temporada de fiestas y reuniones en las que admiradores, y aspirantes a buenos disc¨ªpulos rodearon al maestro tanto en su residencia de las afueras, en la localidad de Vicente L¨®pez, como en hogares y restaurantes porte?os. Aqu¨ª el hombre hura?o, tan parco en tolerar visitas y habituado a cerrar las puertas de la casa recia y humilde que hab¨ªa construido con sus manos, baj¨® la guardia, supo ser amable, cordial y receptivo. Confirmaba que su tarea de escritor no hab¨ªa sido vana y ten¨ªa a su lado la hermosura demasiado blanca, demasiado rubia, de su nueva esposa.
Tantos meses de merecida dicha ten¨ªan que provocar la tercera consecuencia.
Ahora, una aparente digresi¨®n: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, m¨¢s o menos un a?o despu¨¦s de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a su obra y a su vida. C¨¢filas de criticones, de fracasados, de adictos incurables a la envidia se abalanzaron con furia a la conquista de espacio en diarios y revistas para atacar al muerto.
Hienas comecad¨¢veres
Recuerdo que la ola de baba verdosa lleg¨® a tal altura quela revista Life cedi¨® una doble p¨¢gina a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra las hienas comecad¨¢veres.
Este art¨ªculo fue reforzado con un dibujo que representaba a Hemingway desnudo y muerto, tenazmente visitado por cucarachas, moscas, toda la sabandija pensable.
Tal vez hubiera alguna rata en el fest¨ªn.
Algo muy parecido ocurri¨® con Quiroga vivo.
Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente f¨¦rtil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambici¨®n, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y nov¨ªsimos, perge?aban para deleite propio y de la pretendida elite en que flotaban. Es decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad o selva, que son para m¨ª grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran para aplaudir acuarelas pintadas en el pa¨ªs de alg¨²n abanico.
El maestro cometi¨® el error de darse por enterado y public¨® una respuesta que era desaf¨ªo y afirmaci¨®n. Sucedi¨® lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso recuerda los nombres ni los engendros de los aspirantes a iconoclastas.
Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, est¨¢n construidos de manera impecable. Pero debo se?alar que aquellos que se sit¨²an en Misiones est¨¢n impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. All¨ª es imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios.
Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venci¨® la ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida -o persistencia del no morir- de los mens¨², de sus sufrimientos callados porque conoc¨ªan la esterilidad de expresarlas con la dulzura ex¨®tica de su idioma guaran¨ª. Tal vez, raras veces, se les escapara un "a?amembu¨ª" dirigido al patr¨®n invisible y de crueldad cotidiana e interminable. O al capataz de rev¨®lver y l¨¢tigo; o al destino tan sabio en torturar y en suprimir explicaciones.
Para el mens¨², mantenido siempre al borde de la agon¨ªa, el patr¨®n nunca visto ten¨ªa forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire acondicionado, una compa?¨ªa que seguir¨ªa floreciente mientras la selva conservara ¨¢rboles para hachar y hombres para ir desangrando.
El aire acondicionado es brujer¨ªa impensable para esclavos fam¨¦licos cuya so?ada fuga estaba vedada por polic¨ªa mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45 cent¨ªgrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a cinco grados bajo cero.
Pero la explotaci¨®n de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mens¨² tiene que firmar un papel, la contrata, por el que se compromete a trabajar en los obrajes durante un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el patr¨®n oculto.
Excusa del analfabeto
All¨ª no se acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un garabato o con la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada la contrata, los supervivientes, llenos de sana alegr¨ªa y libres como p¨¢jaros, se embarcan hasta Posadas, capital de Misiones, para festejar. Los acompa?a, cari?oso, un subcapataz. All¨ª plasan algunos d¨ªas y, sobre todo, noches. La ca?a corre, las mujeres abundan y todas casualmente se llaman Ven¨¦rea. El sub simula acompa?arlos en la gran org¨ªa y aguarda con paciencia de buitre. No muchas horas despu¨¦s todos los mens¨² est¨¢n borrachos y endeudados hasta el cuello.
Porque tambi¨¦n en Posadas la empresa es generosa y f¨ªa, como les fiaba en el cl¨¢sico y canallesco almac¨¦n del obraje. El buitre est¨¢ atento y sabe actuar. Las deudas de la fiesta quedan saldadas si la v¨ªctima firma otra contrata. D¨ªas despu¨¦s, los mens¨² remontan el r¨ªo, amontonados como animales, y vuelven, por otros dos o tres a?os, al martirio del infierno breve.
Termino con una confesi¨®n. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga escribe que un mens¨², amenazado por el rev¨®lver de un capataz rubio, le hace saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar, chorreando sangre, hasta que el gring¨® cae ex¨¢nime. Entonces el mens¨² se dirige en busca de la frontera de Brasil.
La violencia me repugn¨® siempre. Pero mientras le¨ªa el cuento mis simpat¨ªas acompa?aban al mens¨² durante su viaje al destierro.
Juan Carlos Onetti.
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