De la actual dificultad de insultar
En una ciudad tan tradicionalmente pendenciera y malhablada como Madrid, todav¨ªa no es infrecuente asistir al espect¨¢culo de dos o m¨¢s personas que tratan de ofenderse mutuamente y de la manera m¨¢s grave posible. Hay, adem¨¢s, gremios que parecen proclives a las reyertas, aunque lo m¨¢s probable es que se daba tan s¨®lo a su continuo contacto con la poblaci¨®n: as¨ª, los taxistas, los camareros y las putas (quiz¨¢ los gremios m¨¢s expuestos) se ven a menudo enzarzados en violentas contiendas verbales, que, sin embargo -y sin duda por el h¨¢bito, que da maestr¨ªa en el arte de medir- suelen ser de corta duraci¨®n: no m¨¢s de tres o cuatro insultos intercambiados, el ¨²ltimo casi mascullado y brindado m¨¢s a los ocasionales testigos que al destinatario. Todo m¨¢s parecido a un asalto codificado de esgrima que a una ri?a descontrolada con navajas y botellas.Hace 60 a?os justos, en 1927, Robert Graves public¨® un peque?o volumen titulado Lars Porsena, or the future of swearing and improper language (Lars Porsena, o el futuro de los tacos y el lenguaje indecoroso). Ya entonces, el famoso autor de Yo, Claudio, no le auguraba un gran porvenir al objeto de su ensayo, y en su nota de introducci¨®n a la segunda edici¨®n, de 1972, confirm¨® su veredicto: "Los tacos han dejado de existir pr¨¢cticamente en el Reino Unido, con la excepci¨®n de palabras como bloody y fucking, que a¨²n se utilizan normalmente como intensivos". (En ingl¨¦s hacen m¨¢s o menos las veces de nuestros adjetivos jodido y puto.) "Esto se debe a que la era de permisividad sexual iniciada por la p¨ªldora hace que la pornograf¨ªa ya no sea legalmente punible ni moralmente escandalosa, y a que la casi total decadencia de la fe religiosa ha privado de todo su impacto a la simple blasfemia". Algo parecido podr¨ªa decirse de la Espa?a actual, y con m¨¢s raz¨®n, ya que es un pa¨ªs socialmente m¨¢s liberal que el Reino Unido de 1972 y que la de hoy.
Este debilitamiento del lenguaje ofensivo no ser¨ªa particularmente grave si, nuestro pa¨ªs (o al menos mi ciudad natal, Madrid) hubiera atenuado asimismo su necesidad de recurrir al insulto. Pero no parece ser as¨ª, y -ateni¨¦ndome a mi propia y limitada experiencia viajera- en los ¨²ltimos a?os no he vivido en ciudad del mundo en la que se escuche ni una d¨¦cima parte de los duelos verbales que se oyen en la de Madrid. El espa?ol es todav¨ªa (?) col¨¦rico y digno, altanero y, camorrista, displicente y valent¨®n, y le gusta mucho decir la ¨²ltima palabra (lo cual suele equivaler al ¨²ltimo insulto). Tambi¨¦n sigue siendo bastante maldiciente, y no s¨®lo cede con facilidad a la tentaci¨®n de injuriar cara a cara, sino que a¨²n hay pocas cosas que lo reconforten m¨¢s que denigrar al ausente. (Eso, adem¨¢s, le da oportunidad de ejercitar su ingenio y de sentir alguna emoci¨®n cuando se encuentra con la persona vituperada: ?Se habr¨¢ enterado de que lo puse tibio anteayer?, piensa, con un delicioso estremecimiento.)
As¨ª las cosas, lo que empieza a resultar sorprendente es que un pueblo que en modo alguno ha renunciado a practicar el insulto se est¨¦ viendo privado paulatinamente de la capacidad de ofender. Hablando estrictamente, casi nada ofende ya de veras (aunque a veces se finja la ofensi¨®n), y los taxistas, los camareros y las putas se ven en cada vez mayores aprietos para dar con la palabra justa, con aquel improperio que desarme a su contrincante o, por lo menos, lo exaspere tanto como para pasar a los hechos. El insulto debe ofender, y si no lo hace acaba congel¨¢ndose en la boca de quien lo profiere; el fr¨ªo pasa de la lengua al cerebro, el cual, confuso, duda entre desistir o insistir. Y en la duda ya se sabe que todo se aplaza para otra vez.
De la variedad cl¨¢sica de insultos graves, hijo de puta ha perdido mucha eficacia desde que ya no se quiere tanto a las madres (tal vez como reflejo del monopolio ejercido por el actual Papa sobre el fervor mariano) y tambi¨¦n desde que la expresi¨®n se emplea a veces con admiraci¨®n (se la puede o¨ªr aplicada, por ejemplo, por ejemplo, a un futbolista en el momento (de realizar una gran jugada); en cuanto a cabr¨®n, ya no hay nadie que se lo tome al pie de la letra, y adem¨¢s no es raro su uso como apelativo afectuoso; (de esta serie es quiz¨¢ gilipollas el que conserva mayor virulencia, pero va qued¨¢ndose anticuado. En espa?ol exist¨ªa tambi¨¦n una rica variedad que hac¨ªa referencia a la cortedad de luces de la persona injuriada, pero ya no es aceptable que el vocablo subnormal pueda constituir un insulto; cretino, que tuvo tanta fuerza en el pasado, ha ca¨ªdo en desuso, y, otro tanto hay que decir del popular y anta?o ofensiv¨ªsimo desgraciado: idiota, est¨²pido y similares hace tiempo que se consideran romos y en exceso subjetivos (las apreciaciones muy subjetivas no ofenden jam¨¢s), y denuestos como canalla, miserable y cerdo (tan empleado en la infancia) s¨®lo pueden salir de una boca tremendamente ingenua o arcaica. Respecto al insulto pol¨ªtico, que tantos servicios ha prestado en Espana, hasta el comod¨ªn facha se est¨¢ perdiendo ya. Y en cuanto a asesino, ha quedado, curiosamente, reservado al mundo del deporte.
?Qu¨¦ hacer, pues? Hace un par de meses, Juan Cueto, en este peri¨®dico, saludaba alborozado la resurrecci¨®n de la palabra mequetrefe, sin duda por ser tambi¨¦n ¨¦l consciente de la actual dificultad de ofender. Palabras de este g¨¦nero, sin embargo -y a menos que se empleen ir¨®nicamente-, no tienen ninguna posibilidad de recuperar su vigencia. Quienes recurren a badulaque y mentecato en serio suelen ser seres oscuros e irremisiblemente anacr¨®nicos, y corren el riesgo de provocar la carcajada de aquel a quien pretenden ofender. En cuanto a la posibilidad de inventar sobre la marcha y llamar a alquien, por ejemplo, habichuela, polilla o perdig¨®n, lo ¨²nico que se consigue (confieso haberlo probado) es desconcertar: el insultado, por lo general, tarda demasiados segundos en darse cuenta de que lo est¨¢ siendo; tarda unos pocos m¨¢s en calibrar el nivel afrentoso de ese desusado insulto, y finalmente, y puesto que los duelos, para darse, deben librarse con las mismas armas (es decir, no se puede contestar a un ?cucaracha! con un desentonador ?julandr¨®n!), habr¨¢ unos cuantos segudos m¨¢s de fatal silencio mientras el ofendido piensa qu¨¦ diablos podr¨ªa responder en el mismo registro propuesto por su rival.
Tengo la impresi¨®n de que a¨²n conservan cierto vigor palabras descriptivas como oligofr¨¦nico -seguramente a causa de su sonoridad- e inepto -quiz¨¢ por el actual prestigio de la profesionalidad-. Pero s¨®lo entre las personas cultas, y ninguna de las dos es jam¨¢s casus belli.
?Qu¨¦ sucede? ?Es que ya nadie se ofende por nada? o, por el contrario, ?se ofende la gente tanto como siempre, pero la ofensa no llega ya a trav¨¦s del insulto directo, demasiado primitivo y tosco para nuestro tiempo? ?Se estar¨¢ feminizando tambi¨¦n, como tantas otras cosas, la manera de insultar (y entiendo por feminizaci¨®n algo lleno de connotaciones positivas: sutileza, complejidad, elaboraci¨®n)? ?O ser¨¢ esta carest¨ªa idiom¨¢tica el anuncio de una definitiva renuncia al insulto, de su total prescripci¨®n" Tal vez. Tal vez pronto dejemos de asistir a esas escenas callejeras tan vehementes y hoy tan frustradas, y los taxistas, los camareros y las putas pueden llevar una existencia m¨¢s sosegada. Pero tambi¨¦n puede ser que s¨®lo falte el agotamiento absoluto de los que hoy languidencen para que surja una nueva variedad de insultos cuyos tenor y linaje a¨²n no podemos ni imaginar. La primera posibilidad me parece la m¨¢s deseable, pero debo reconocer que, ante la m¨¢s probable segunda, me muero ya de curiosidad por saber qu¨¦ conceptos, qu¨¦ vocablos y figuras quevedianos ser¨ªan un d¨ªa capaces de volver a ofender gravemente al anta?o quisquilloso y hoy tan flem¨¢tico, curtido e invulnerable ciudadano espa?ol.
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