El miedo de Dios
Al papa Woityla no se le puede negar el m¨¦rito de haber conseguido convertir a la Iglesia en noticia. Hay quien piensa que el catolicismo se ha hecho con este pontificado m¨¢s fuerte y seguro. Que la Iglesia regala hoy m¨¢s certezas que en todos los; 20 a?os del posconcilio. Tiene ahora m¨¢s prestigio internacional el min¨²sculo Estado del Vaticano gracias sobre todo a la febril actividad internacional de Juan Pablo II.Pero junto a esta imagen m¨¢s amplificada de la Iglesia est¨¢ creciendo la sensaci¨®n de que al mismo tiempo dicha inststuci¨®n va siendo considerada cada d¨ªa menos capaz de convertirse en conciencia hist¨®rica del mundo. Se tiene la impresi¨®n de que Roma se siente como m¨¢s fuerte, dispuesta incluso a desafiar a los Estados pidi¨¦ndoles, casi exigi¨¦ndoles, que se acomoden en sus leyes a los c¨¢nones ¨¦ticos de su doctrina. Y desde los tiempos del Concilio, casi olvidados ya en la memoria vaticana, nunca la Congregaci¨®n para la Doctrina de la Fe, heredera del tribunal de la Santa Inquisici¨®n y del Santo Oficio, estuvo m¨¢s activa que hoy. Con met¨®dica periodicidad est¨¢ promulgando, como hachazos, toda una serie de documentos que tienen como com¨²n denominador un olvido ol¨ªmpico del sentido de la historia. Hasta su lenguaje recuerda tiempos que se esperaba cancelados para siempre por la era dialogante del Concilio Vaticano II.
No ya lejanos de la historia, sino de espaldas a ella, dichos documentos acaban estando l¨®gicamente ayunos de esperanza. Predomina en el actual curso vaticano el miedo, la sensibilidad apocal¨ªptica. En este sentido todo se hace, parad¨®jicamente, de modo profundamente materialista porque no se mira al mundo con los prism¨¢ticos de la utop¨ªa prof¨¦tica cristiana, de la esperanza contra toda desesperanza, aquella que el pastor protestante Bonhefer no perdi¨® ni siquiera en el infierno de la c¨¢rcel de Leningrado, sino desde el estrecho horizonte del miedo y del pesimismo tan s¨®lo terrenal.
Para tener terror a la bomba at¨®mica, para amendrentarse frente a los descubrimientos de la ciencia moderna, para temblar ante la carga de destrucci¨®n que anida en el coraz¨®n humano, no son necesarios ni la fe ni los gritos de la Iglesia. Ese miedo es terrenal, es de todos no a?ade nada a la angustia contempor¨¢nea.
La Iglesia, si quiere ser un suplemento de esperanza, y por tanto diversa, capaz de atraer y despertar en el hombre esa otra carga igualmente formidable de pasi¨®n por la vida en contraposici¨®n al instinto de muerte, deber¨ªa ponerse en otra perspectiva. Deber¨ªa seguir creyendo en el hombre incluso cuando ¨¦ste deja de creer en s¨ª mismo. Deber¨ªa tener fe en la historia aun cuando ¨¦sta no es capaz de reflejar m¨¢s que su imagen peor.
Para tener miedo el mundo no necesita de la Iglesia ni de su infierno. La mujer, toda mujer, aun la m¨¢s desesperada, sabe muy bien, sin que el Papa se lo diga un d¨ªa s¨ª y otro no, que el aborto no es una fiesta sino s¨®lo en algunos casos una amarga y triste necesidad. La Iglesia podr¨ªa servirle para reforzar ese impulso de su conciencia que la empuja a escoger el mal menor sin caer en la desesperaci¨®n. La fe cristiana o es liberaci¨®n de la culpa, del miedo y de toda esclavitud interior o es s¨®lo una cadena m¨¢s en el dif¨ªcil vivir cotidiano.
Una fe, una religi¨®n que no ensancha el alma sino que la encoge o tiende a encogerla, es s¨®lo pol¨ªtica opresiva y no mensaje de liberaci¨®n. El miedo ha creado en la historia s¨®lo esclavos, no hijos de la libertad, y de la g¨¦nesis del terror la religi¨®n no siempre ha estado ausente.
Si una novedad ten¨ªa el mensaje del profeta de Nazaret a quien la Iglesia considera su fundador era el ser enemigo de los yugos impuestos por la ley exterior. Y para demostrarlo se complac¨ªa a veces en provocar a los fariseos y doctores de la ley con su abiertas transgresiones para revelarles que el hombre es m¨¢s importante que el s¨¢bado, la historia m¨¢s grande que los estrechos c¨®digos legales.
Aquel fue un profeta que despertaba la tentaci¨®n de creer porque devolv¨ªa al hombre su libertad robada por las viejas religiones del terror, de la venganza y de la simple justicia del ojo por ojo. Atra¨ªa porque en un mundo sembrado de muerte no cre¨ªa en ella y so?aba una historia sin sepulcros donde el hombre fuera capaz de vencer la misma muerte.
El Vaticano hoy, con su gran inquisidor, el cardenal Ratzinger, tiene miedo, como anta?o con Galileo, de que el hombre participe con sus conquistas en el dominio de la naturaleza, de la que la Iglesia oficial se cree due?a y ¨²nica interprete. Tiene el terror de que un d¨ªa un hombre pueda llegar a parir un hijo porque ello romper¨ªa todos sus esquemas de poder construidos en torno a la discriminaci¨®n femenina.
Es sin esperanza la teolog¨ªa del actual ex Santo Oficio, capaz de mirar la complejidad del mundo s¨®lo desde el estrecho ojo de la cerradura de una de sus ventanas empa?adas de legalismo.
Y lo es tambi¨¦n, aunque lo parezca menos, la teolog¨ªa del papa Wojtyla. Primero porque es suya la responsabilidad de la teolog¨ªa de Ratzinger, como es responsable de la pol¨ªtica interna de un pa¨ªs el presidente del consejo que lo nombra.
Y adem¨¢s porque, aunque aparentemente m¨¢s jovial, m¨¢s extravertida, m¨¢s internacional, la teolog¨ªa wojtyliana es una teolog¨ªa de dominio, de imperio, de cristianidad. Su esperanza es la peque?a y casera esperanza de que el mundo se recristianice, no de que se libere de sus pesadillas. No es teolog¨ªa ecum¨¦nica de siembra silenciosa, de espera paciente, de grano de trigo que se pudre en la oscuridad de la tierra con la sola esperanza de renacer hecho pan fresco.
No es la teolog¨ªa del que deja que el grano crezca junto con la ciza?a y no la arranca por miedo a que en su severidad pueda sufrir la espiga llena de fruto.
Una teolog¨ªa que desea imponerse pol¨ªticamente, adue?arse de las instancias del mundo, competir con las instituciones civiles, ser poderosa, presente, activa, bautiz¨¢ndolo todo con poco respeto para quien en conciencia desea seguir caminos distintos, acaba siendo marginada. Una Iglesia poderosa ser¨¢ siempre una Iglesia fundamental y, parad¨®jicamente, fr¨¢gil. Los hombres de la fe desean esperanza de salvaci¨®n y no certidumbres terrenas.
Una Iglesia que teme perder su fuerza, su influjo y su prestigio sin colegios ni peri¨®dicos cat¨®licos, sin escuela de religi¨®n impuesta, con leyes que permitan a quien lo desee divorciar o interrumpir la maternidad o vivir una maternidad prestada, que teme a los cristianos empe?ados en movimientos revolucionarlos o a las mujeres que participen a pleno t¨ªtulo en el servicio sacerdotal, o a experiencias nuevas de convivencia entre hombre y mujer que no sean las de la familia tradicio-
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nal, es una Iglesia llamada a quedarse a fin de cuentas arrinconada. La fuerza de una Iglesia no debe consistir en poder contar con el monopolio de la moral o de la ¨¦tica o en imponer un solo concepto de justicia social o un tipo ¨²nico de empe?o en la historia. Una Iglesia es fuerte si es capaz de convencer sin imponer, de atraer sin forzar, de esperar sin la neurosis de la prisa. Si la paciencia, como dec¨ªa Mao, es la fuerza del revolucionario verdadero, la ansiedad vaticana por dominarlo todo, por ser omnipresente y por imponer en el mundo su modelo de vieja cristianidad condenan do al hombre a no ser capaz ni de reconocerse como tal sin ella, como ha llegado a afirmar diversas veces el papa Wojtyla, es lo m¨¢s lejano a un proyecto capaz de ayudar a la humanidad de hoy a no perder la br¨²jula de la historia.
La Iglesia se siente hoy m¨¢s fuerte que la que sali¨® renovada del Concilio, sencillamente porque es m¨¢s conservadora, y quien se limita a no cambiar lo ya conquistado aparece siempre m¨¢s fuerte que el que se esfuerza por buscar caminos nuevos, ya que mientras el primero tiene la impresi¨®n de estar siempre en la verdad, el segundo tiene que aceptar el riesgo y el temblor de poder equivocarse.
En esta l¨ªnea, aun los peque?os gestos que a veces pueden aparecer en el horizonte del pontificado de Wojtyla como innovadores o arriesgados acaban siendo recibidos con recelo. "Es como si un taca?o de toda la vida", me dec¨ªa el otro d¨ªa un amigo, "se descuelga una ma?ana con un gesto de generosidad. Todos se preguntar¨ªan con recelo con qu¨¦ intenci¨®n lo hab¨ªa hecho". Quien escupe en direcci¨®n contraria al viento acaba recibiendo, me dec¨ªa un editor d¨ªas atr¨¢s, la saliva en la cara. Ir contra el sentido de la marcha de la historia puede dar tranquilidad, pero dif¨ªcilmente ser¨¢ una operaci¨®n liberadora del hombre. El Concilio Vaticano II introdujo el concepto revolucionario de que a Dios los cristianos deben saber descubrirlo "en los signos de los tiempos". Negar estos signos u oponerse a ellos es desde entonces puro y simple ate¨ªsmo. Es miedo de Dios.
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