El sue?o de los fundadores
En relaci¨®n al sue?o de los padres fundadores, los Jean Monnet, los Adenauer, los Robert Schuman, los Spaak y los De Gasperi, la Europa del Tratado de Roma, cuyo W aniversario celebramos, es el fruto de una estrategia de retirada, de una ambici¨®n infinitamente menor que la que animaba, a comienzos de los a?os cincuenta, a los signatarios de los tratados que institu¨ªan la Comunidad del Carb¨®n y del Acero (CECA) y la Comunidad Europea de Defensa (CED).Lo que ellos deseaban, y no cabe duda alguna al respecto, era sentar las bases de una federaci¨®n europea. Mejor a¨²n, de una r¨¦plica europea. de Estados Unidos. Pero fue merced a la oposici¨®n que el Parlamento franc¨¦s ofreciera -durante el verano de 1954- ante la f¨¢ctibilidad de un ej¨¦rcito europeo -oposici¨®n que de un golpe hab¨ªa arrasado con toda probabilidad de realizar dicho objetivo en un plazo razonable- por lo que se arbitraron los medios no tanto para relanzar la idea europea como s¨ª para mantenerla viva. Y es a Monnet a quien hay que atribuirle el m¨¦rito de haber propuesto construir la comunidad, ya no seg¨²n un proyecto pol¨ªtico y militar inmediato, sino sobre un cimiento fundamentalmente econ¨®mico.
Se dir¨¢ que, con todo, la primera de las comunidades pose¨ªa igualmente una finalidad econ¨®mica -prueba de ello, su nombre: del Carb¨®n y del Acero-, pero esto ser¨ªa olvidar que por entonces estos dos productos de base todav¨ªa simbolizaban el poder de las naciones. Stalin tom¨® su seud¨®nimo revolucionario del radical st¨¢l, que en ruso y alem¨¢n significa acero, y, fue un pacto de acero el que uni¨® durante la guerra a Hifier, Mussolini y a los generales japoneses. Al disponer en com¨²n de sus producciones de carb¨®n y de acero, Francia, la reci¨¦n nacida Rep¨²blica Federal de Alemania, Italia y los tres pa¨ªses del Benelux pon¨ªan en las arras de sus nupcias europeas un atributo esencial (le su soberan¨ªa. Es m¨¢s: con el carb¨®n y el acero se fabrican las armas, y haci¨¦ndolas pasar por el control de una alta autoridad supranacional, los contratantes se privaban deliberadamente de los medios para poder hacerse la guerra.
Tal fue la significaci¨®n esencial de lo que se dio en llamar ora pool carb¨®n-acero, ora plan Schuman, ora CECA: impedir a Francia Y a Alemania -que desde 1810 hab¨ªan descubierto sendas vocaciones de heredita r¨ªa enemistad- proseguir indefinidamente el ciclo infernal de las revanchas. Se necesit¨® cora je y presciencia para ello, Incluso si el espect¨¢culo de las ruinas con que el choque de las naci¨®nes entonces destruidas hab¨ªa cubierto a Europa, y si la inminencia de una nueva amenaza por el Este hac¨ªa m¨¢s f¨¢cil que en la actualidad el abandono de una buena dosis de soberan¨ªa.
Sin duda habr¨¢ sido necesario, durante los primeros tiempos, contentarse con eso y renunciar a poner, como iba a hacerse, la carreta delante de los bueyes. Y es que, como dec¨ªa Paul van Zeeland, ministro belga de Asuntos Exteriores en ese entonces, resulta m¨¢s f¨¢cil reu nir sacos de carb¨®n que solda dos. Pero la guerra de Corea acababa de estallar, y EE UU se alarmaba ante la insuficiente defensa con que contaba Europa, y reclamaba, en todos los tonos, el reclutamiento de tropas alemanas. De lo que, cinco a?os despu¨¦s de la II Guerra Mundial, no pod¨ªa parecer a los pa¨ªses liberados de la ocupaci¨®n nazi m¨¢s que como un perjuicio se crey¨® poder hacer un beneficio creando una comunidad de defensa que s¨®lo habr¨ªa sido europea de modo limitado, puesto que su comandante en jefe habr¨ªa sido estadounidense. Y para colmo, los ultras del federalismo se atrevieron a someter a estudio la reducci¨®n de un proyecto de asamblea constituyente europea, aplicando anticipadamente el art¨ªculo 38 del tratad -no ratificado- de la CED.
Era demasiado pedir a lo franceses, hasta el punto de qu De Gaulle -entonces excluido del poder- propuso que no se aceptara ser los ¨²nicos en re nunciar a su ej¨¦rcito con el solo fin de darle uno a los alema nes". El mismo Robert Schu man no se atrevi¨® a someter el tratado a la ratificaci¨®n del Parlamento. Mend¨¨s France intentar¨ªa sacar el documento del archivo, pero lo menos que puede decirse sobre este particular es que, desde Washington a Bonn, nadie lo secund¨®.
La Comunidad Econ¨®mica Europea (CEE), ciertamente, parte de id¨¦nticas premisas, reproduciendo un esquema inspirado, como la Constituci¨®n de EE UU, en la separaci¨®n de los poderes, muy cara a Montesquieti. Posee un ejecutivo bic¨¦falo -la Comisi¨®n Supranacional y el Consejo de Ministros, que representa a los diversos Gobiernos-, un Parlamento, que en lo sucesivo ser¨¢ elegido mediante sufragio y que no tiene otros poderes que los de votar el presupuesto y sugerencias sin fuerza de ley, y una Corte de Justicia. Empero, la din¨¢mica perdida no se ha vuelto a encontrar: la autoridad de los Estados miembros ha adquirido tanta fuerza sobre la de la Comisi¨®n que De Gaulle pr¨¢cticamente impuso la regla del veto en el seno del Consejo de Ministros, regla ¨¦sta de la que, seguidamente, todos se han servido.
Diversas razones explican dicha relativa par¨¢lisis, que hace de las instancias dirigentes de la CEE un teatro del regateo -especialmente en lo que afecta a los precios agr¨ªcolas- antes que las creadoras de una voluntad com¨²n. La creciente mundializaci¨®n de los cambios hace perder al mercado europeo su especificidad y, a¨²n m¨¢s, su complementaridad interna: no hay una pol¨ªtica europea com¨²n ni sobre energ¨ªa, ni sobre transportes, ni sobre industria. Estados Unidos, que desempe?¨® un papel motor en el lanzamiento de la Europa comunitaria, pronto encontr¨® en ella, una vez acaecida la crisis econ¨®mica, un competidor al que le hace la vida dif¨ªcil. Esta misma crisis es la que agria las relaciones entre los pa¨ªses miembros y por la que cada uno intenta desviar hacia el otro suparo, su d¨¦ficit comercial y su inflaci¨®n. En definitiva, se trata de una ley para la que no existe excepci¨®n, que toda ampliaci¨®n de una estructura conlleva un relajamiento de su cohesi¨®n interna. Consecuentemente tenemos que la CEE ha duplicado en la actualidad su superficie y aumentado en m¨¢s de un tercio su poblaci¨®n respecto de sus fronteras de 1957.
No es ahora cuando lo vamos a lamentar. Por mucha decepci¨®n que haya podido causar la actitud del Reino Unido a es que desde un principio consideraban a Europa inconcebible sin ¨¦l, el hecho es que, poco a poco, esta naci¨®n se sube al tren europeo, aunque no sea m¨¢s que porque siente que su peso sobre EE UU no cesa de declinar. Y la adhesi¨®n de Grecia, Espa?a y Portugal ha desempe?ado, con toda evidencia, un papel decisivo en la consolidaci¨®n de la democracia en estos pa¨ªses, de los que cuesta pensar que apenas hace una docena de a?os que se han librado de la dictadura.
Al punto al que ha llegado, Europa tiene claramente dos opciones que escoger, por otra parte no necesariamente incompatibles. Puede continuar acarreando lo que nadie se atreve a llamar su empuje, incluso si ello acaba por conducir a la realizaci¨®n -en 1992 y gracias a la famosa Acta ¨²nica, adoptada en 1985- de un Mercado Com¨²n por fin digno de ese nombre. Esto no es, desde luego, suficiente para garantizarle un futuro, especialmente ahora que se reanuda, sin contar con ella, el di¨¢logo entre una URSS repentinamente despierta y un EE UU brutalmente arrancado de las tranquiliz adoras ilusiones del reaganismo. Si nuestros Gobiernos no consiguen presentar un frente com¨²n a escala mundial, ni hablar con una sola voz y sin automatismos sobre las cuestiones de defensa, comprendidas las de EE UU, no nos quedar¨¢ m¨¢s alternativa que tender la mano, antes o despu¨¦s, para recibir las propinas de los turistas venidos de los cuatro rincones del planeta a contemplar en nuestras plazas y museos los grandiosos vestigios del tiempo en que Europa era realmente el motor de la historia universal.
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