Contagio
Me escribe un profesor norteamericano de Harvard francamente atemorizado. Las nuevas reglas que proh¨ªben fumar en el campus incluyen no s¨®lo los ascensores, los pasillos o los lavabos. Tambi¨¦n se castiga con multas la acci¨®n de fumar en los despachos particulares, donde, como conozco, apenas hay lugar para el titular y una visita de 10 minutos, en protecci¨®n de la cual, seguramente, la disposici¨®n arrasa los tabiques.La privacidad es un asunto de gran inter¨¦s en Estados Unidos. Si una vivienda, por ejemplo, no mira a la calle, pero da a un muro situado a dos metros, el casero podr¨¢ promocionarla con fundamento. El habitante no tendr¨¢ vistas pero obtiene la notoria recompensa de no ser visto.
Por encima de este principio, sin embargo, rige hoy una m¨¢xima suprema y directamente referida al temor del contagio. La privacidad tiende a la ocultaci¨®n como una manera a secas de borrar el terreno de lo dom¨¦stico sobre el que de antemano todos admiten su pestilencia. Cerrarlo a los sentidos es exceptuar un mundo de menoscabo y resulta por ello f¨¢cil pactar una disciplina solidaria.
Pero, en el contagio, la regla toma una implicaci¨®n asim¨¦trica que divide a los comuneros. Es as¨ª como se crean sanos y apestados. Este profesor norteamericano muestra su pavor porque ya no le bastar¨¢ la inversi¨®n en setos canadienses para aislar su chal¨¦ de Cambridge. Ahora, en la Universidad, han abierto un tel¨¦fono especial donde cualquiera puede delatar a otro si le sorprende fumando. Y ya conocen ustedes por el cine c¨®mo son los norteamericanos cuando se sienten cumpliendo una misi¨®n.
Fumar no deber¨ªa tomarse como un acto antisocial intr¨ªnseco. Pero es improbable que dejen definirlo a los fumadores. La carta de m¨ªster Maurer lo expresa casi todo. Implora a la raz¨®n como un jud¨ªo en los a?os treinta, como un negro en el apartheid. Pero la verdad cient¨ªfica est¨¢ del lado de los delatores. Exactamente como las otras verdades que llenaron la historia de hogueras.
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