Los miedos de la Iglesia
Siempre resulta saludable conversar con alguien sobre temas importantes y con las cartas boca arriba. Seguramente la vida espa?ola anda necesitada de estos di¨¢logos donde se llame a las cosas por su nombre y queden claras las ideas y las posiciones de cada uno.Juan Arias ha tenido el valor de escribir un art¨ªculo en este mismo peri¨®dico (El miedo de Dios, 23 de marzo de 1987) explicando las razones por las que est¨¢ en desacuerdo con la marcha de la Iglesia cat¨®lica y con la manera de ejercer su ministerio el papa Juan Pablo II. Resulta pat¨¦tico el pugilato que Arias sostiene tenazmente con el Papa actual acerca de c¨®mo debe ser orientada la vida de la Iglesia en los tiempos modernos. Ahora sabemos sus razones.
Ten¨ªa yo la intenci¨®n de resumir aqu¨ª los argumentos en los que Arias apoyase sus opiniones. Leyendo despacio su escrito, veo que, en vez de argumentos, lo que maneja son impresiones. Lo dice ¨¦l mismo, y adem¨¢s de una manera impersonal: "Est¨¢ creciendo la sensaci¨®n de que"... Aunque lo cierto es que a lo largo del texto estas sensaciones se convierten en afirmaciones rotundas. A mi juicio, tan rotundas como falsas.
He aqu¨ª algunas de sus principales afirmaciones: en Roma, los tiempos del Concilio est¨¢n casi olvidados; la teolog¨ªa de Ratzinger y del Papa es una teolog¨ªa sin esperanza; la Iglesia act¨²a dominada por un miedo terrenal, miedo a perder su dominio y su poder; Jes¨²s so?aba con "una historia sin sepulcros"; en cambio, el Papa no cree en el hombre ni en la historia; la actuaci¨®n de la Iglesia no es liberadora, porque va contra el sentido de, la marcha de la historia.Claves para entender
No vale la pena entretenerse en desmontar una a una estas afirmaciones. Creo m¨¢s interesante buscar entre l¨ªneas las claves de comprensi¨®n de semejante cr¨ªtica. El articulista acusa a la Iglesia de mirar la realidad con los prism¨¢ticos del miedo y del pesimismo terrenal. Yo me pregunto, ?con qu¨¦ prism¨¢ticos mira ¨¦l a la Iglesia y al Papa para verlos as¨ª? Porque no quiero dudar de su sinceridad cuando hace acusaciones tan extremadas.
Si se examina el texto detenidamente buscando estas claves de comprensi¨®n, aparece lo siguiente: Arias tiene una visi¨®n m¨ªtica de la historia y del hombre. Piensa -o cree- que el curso de la historia va siempre y casi mec¨¢nicamente hacia adelante. Los cristianos, la Iglesia, el Papa, no podemos oponernos en nombre de Dios ni de Cristo a lo que ocurre en la historia ni a lo que hacen los hombres y las mujeres en el mundo. La historia es la aliada permanente y la revelaci¨®n continuada de Dios. Lo que hay que hacer es sencillamente obedecer a los "signos de los tiempos", someterse a la marcha de la historia, bendecir mansamente lo que ocurre a nuestro alrededor.
Esto es, ni m¨¢s ni menos, la visi¨®n idealizada y m¨ªtica de la historia de quienes no creen en Dios. Esto, o es ate¨ªsmo o es pante¨ªsmo. Hoy suele ser secularismo radical y laicista. Aunque se pretende con otros nombres, como, por ejemplo, catolicismo progresista.
A partir de esta idea central, cambia la manera de imaginarse al Jes¨²s de los Evangelios. Jes¨²s, que era y es el Hijo de Dios, era, s¨ª, el amigo de la vida y el defensor de los pobres. Pero no era esa especie de so?ador entre id¨ªlico y prometeico que sue?a "una historia sin sepulcros". Jes¨²s no anunci¨® la vuelta del para¨ªso en la tierra como fruto de la raz¨®n y de la ciencia. Las promesas de Jes¨²s saltan al otro lado de la muerte y contienen para esta vida buenas dosis de tragedia. Se creer¨¢ o no se creer¨¢, pero los textos est¨¢n ah¨ª al alcance de todos.
Y si se deforma sustancialmente la imagen evang¨¦lica y cat¨®lica de Jesucristo, otro tanto pasa con la imagen de Dios. Por supuesto, el Dios de Jes¨²s es ante todo el Padre lleno de bondad que hace brillar el sol sobre buenos y malos, el Padre misericordioso que nos ense?a a perdonar 70 veces al d¨ªa. Pero, desde luego, no es el padre tontorr¨®n a quien todo le da igual. Sigue siendo el Dios que juzga y discierne las conductas de los hombres asom¨¢ndose al fondo del coraz¨®n. Hay buenos que son acogidos y otros que son juzgados malos y arrojados de su presencia. Esto es lo que dicen los textos y la tradici¨®n cat¨®lica.
Creer en el hombre
?De qu¨¦ servir¨ªa ganarnos la simpat¨ªa general traicion¨¢ndonos a nosotros mismos? De acuerdo en que es nuestra obligaci¨®n ayudar a los hombres a creer en el Dios de Jesucristo por todos los medios posibles. Pero esto s¨®lo no garantiza que todos vayan a creer. Jes¨²s mismo no lo consigui¨®. Hay muchas barreras entre los hombres y muchos misterios de bondad y de malicia en nuestro coraz¨®n. Culpar siempre y en todo a la Iglesia por la incredulidad de algunos hombres es un recurso frecuente entre progresistas. Pero es un recurso demasiado ingenuo. ?D¨®nde queda entonces la libertad del hombre y la dimensi¨®n dram¨¢tica del creer y no creer en Dios?
La Iglesia tiene que creer en el hombre y en la historia, se dice. Creer, lo que se dice creer, hay que creer s¨®lo en Dios. Y en las dem¨¢s cosas, solamente en la medida en que entran en relaci¨®n con ?l o son objeto de su revelaci¨®n y de su gracia. Esto es lo que nos dice la vieja teolog¨ªa, bastante m¨¢s sobria y exigente que muchas expresiones actuales, excesivamente ret¨®ricas y escasas de rigor.
Creemos en el hombre, pero tal como aparece en la revelaci¨®n de Dios, en las palabras y en la experiencia vital de Cristo y de los cristianos. No en el hombre como nos lo presenta la cultura laicista contempor¨¢nea: un hombre de capacidades infinitas, sabio y justo, constructor infalible de una historia salv¨ªfica que conduce al para¨ªso terrenal, recuperado y construido con nuestros propios esfuerzos y recursos.
No es que la Iglesia no tenga y no predique esperanza. No tiene ni predica esa esperanza. La Iglesia predica la esperanza que se apoya en la fidelidad de Dios hacia nosotros y en la victoria de Jesucristo sobre la muerte, que es a la vez la victoria sobre el pecado y sobre la muerte de todos los que creen en ?l.
Quienes no creen as¨ª en el hombre y en la historia no pueden aceptar la doctrina de la Iglesia, ni la Palabra de Dios, sino s¨®lo en la medida en que venga a sancionar y bendecir las propias actividades, consideradas por s¨ª mismas liberadoras y santas. De modo que lo que en realidad se pretende es una Iglesia domesticada que d¨¦ por bueno lo que el laicismo soberano (liberal o marxista) haya previamente declarado como conforme con el curso sacrosanto de la historia.
En el tiempo del aborto, de la eutanasia, de los embriones humanos congelados y de las madres alquiladas, se quiere una Iglesia que bendiga todo,
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que aplauda todo, que pase por todo. Una Iglesia, en fin, que deje de ser conciencia cr¨ªtica del hombre y de la historia desde la revelaci¨®n de Dios y la experiencia cristiana. Una Iglesia as¨ª ?hubiera podido oponerse en nombre de Dios y de la dignidad del hombre a ciertas atrocidades de la historia reciente?
Se llega as¨ª, curiosamente, a una idea de la religi¨®n demasiado parecida a la que Marx ten¨ªa de ella cuando la rechazaba por considerarla "opio del pueblo". La misi¨®n de la Iglesia consistir¨ªa en llevar consuelo psicol¨®gico a las angustias cotidianas de los hombres. ?sa es la siembra
de esperanza que se echa de menos en la teolog¨ªa vaticana.
Lo que ocurre es que Arias, como muchos otros, ha aceptado la idea mitificada del hombre y de la historia que circula en nuestro mundo occidental y, en consecuencia, se ve obligado a mantener una visi¨®n radicalmente secularizada y meramente temporalista de la religi¨®n, del Evangelio y de la Iglesia. Visi¨®n de la religi¨®n que ya no es religiosa, sino laica e irreligiosa.A partir de aqu¨ª, ya no es posible comprender la actividad religiosa de la Iglesia, ni descubrir el valor antropol¨®gico, social e hist¨®rico del reconocimiento personal de Dios. Por eso no puede estar de acuerdo con las actuaciones de Juan Pablo II ni con la marcha de la Iglesia. Hasta aqu¨ª todo resulta relativamente l¨®gico. Lo absurdo es que se pretenda enmendar la plana al Papa y dirigir la vida de la Iglesia desde una visi¨®n irreligiosa y sometida de la fe cristiana y del Evangelio de Jesucristo.
Por lo visto, lo que a algunos les gustar¨ªa es que el Papa, en vez de actuar como sucesor de Pedro y ap¨®stol de Jesucristo,actuase como un consejero psicol¨®gico universal. A?oran mucho a Juan XXIII. Pero estoy seguro de que si el papa Juan volviera por una temporada, mucha gente quedar¨ªa desilusionada. Sus ense?anzas iban a ser mucho m¨¢s parecidas a las de Juan Pablo II que a la versi¨®n laicista e irreligiosa del cristianismo que un cierto catolicismo progresista echa de menos.
La Iglesia de Juan Pablo II no busca el poder ni est¨¢ dominada por el miedo. Es una Iglesia valiente y prof¨¦tica. La unida instituci¨®n que se atreve actualmente a defender al hombre denunciando el antihumanismo, unas veces abierto y otrasencubierto, de nuestra civilizaci¨®n occidental.
Los cristianos, precisamente porque creemos en el Dios viviente de Jesucristo, creemos tambi¨¦n que est¨¢ en ?l el origen y la ra¨ªz de la liberaci¨®n integral del hombre: una liberaci¨®n que viene de Dios, que es ante todo liberaci¨®n del pecado y del temor a la muerte y que, con la ayuda de Dios y el esfuerzo del hombre, se extiende a todos los terrenos de la vida, haci¨¦ndose tambi¨¦n liberaci¨®n de injusticias y opresiones. Tal es nuestra esperanza y nuestra lucha.
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