El fin del mejor mundo posible
Ya Voltaire hab¨ªa ridiculizado la creencia de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, a trav¨¦s de dos personajes, C¨¢ndido y El Ingenuo, dos optimistas irreductibles e irracionales. Durante muchos a?os esa creencia pareci¨® desaparecer de nuestra civilizaci¨®n: dos guerras mundiales, much¨ªsimas guerras locales (entre ellas nada menos que la de Espa?a), la depresi¨®n de 1929, Hiroshima, Vietnam y las dictaduras fascistas de Am¨¦rica Latina (para no nombrar el estalinismo, la invasi¨®n de Checoslovaquia, etc¨¦tera) volv¨ªan imposible esa opini¨®n, que ya no pod¨ªa ser ingenua: era c¨ªnica. Sin embargo, en los a?os ochenta reapareci¨®, levemente, es cierto, a caballo del posmodernismo de la era Reagan y del desencanto ut¨®pico; a caballo tambi¨¦n de cierto cansancio generacional que se confundi¨® con enfermedad cr¨®nica. Tan s¨²bitamente como reapareci¨® en la mente de algunos pol¨ªticos, intelectuales y fil¨®sofos el viejo argumento reaccionario, conservador y ego¨ªsta de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, parece replegarse ahora, avergonzado de su corto y fugaz esplendor. Quiso convertirse en ideolog¨ªa (y no le faltaron popes en Estados Unidosy en Espa?a), pero siempre tuvo un mezquino tufo a complacencia consigo mismo, a autosatisfacci¨®n y reafirmaci¨®n del placer sobre el deber. ?Qui¨¦nes, en efecto, han podido decir en los a?os ochenta que viv¨ªamos -y vivimos- en el mejor de los mundos posibles?"Cree el aldeano vanidoso que su aldea es el mundo, y con tal de que no le roben la vaca o no le quiten la novia supone que el orden del mundo es bueno", observaba Jos¨¦ Mart¨ª hace muchos a?os. Los propagandistas de la buena nueva, de la ingenua convicci¨®n, parec¨ªan tener un dato estad¨ªstico irrefutable: la ausencia de la protesta social en sus cauces habituales. Olvidaban que las estad¨ªsticas son un instrumento interpretable y que dicen lo que queremos que digan: si hay un vaso a medio llenar, puede estar medio lleno o medio vac¨ªo, seg¨²n el lector. Olvidaban, fundamentalmente, quela crisis de las formas sociales de manifestaci¨®n del descontento nos remiten a una crisis m¨¢s profunda: la crisis de los cauces de participaci¨®n. La liturgia religiosa y la democracia formal tienen en com¨²n la cristalizaci¨®n del rito y el anquilosamiento del lenguaje, su conversi¨®n en eufemismo, de modo que nada es lo que parece, y lo que parece, no es. Las viejas estructuras de los partidos pol¨ªticos, con su ret¨®rica representatividad, su definici¨®n de clase, que no corresponde ya a la condici¨®n social del electorado ni a sus intereses; la indefinici¨®n ideol¨®gica, y la confluencia de numerosos grupos de presi¨®n no tradicionales, convierte las siglas y los s¨ªmbolos de los partidos -y lo que es peor, su pol¨ªtica- en un rosario de cad¨¢veres estultos que resucitan, como L¨¢zaro, s¨®lo para el rito electoral. Los ciudadanos votan -cuando votan-, pero no creen ni sienten que los partidos pol¨ªticos sean las organizaciones que los representan, m¨¢s all¨¢ de una cierta y vaga frontera (cada vez m¨¢s ambigua) entre la derecha y la izquierda. S¨®lo cuando aparece alg¨²n partido nuevo (ll¨¢mense verdes o radicales), la apat¨ªa del pesado aparato tradicional se sacude un poco, y es por miedo. El sue?o de los partidos pol¨ªticos (tanto en Oriente como en Occidente) es de car¨¢cter burocr¨¢tico: desean funcionar por inercia; aborrecen la espontaneidad, la creaci¨®n, el desorden. Son letales, su funci¨®n consiste generalmente en disuadir lo que tiene la realidad de expresiva, contradictoria y compleja, para poder controlarla mejor. De este modo ftie habitual durante estos a?os que los partidos pol¨ªticos leyeran en la aparente falta de conflictividad social un conformismo que les permit¨ªa perdurar sin estremec¨ªmientos, cuando la lectura ten¨ªa que haber sido la paciencia de todos aquellos que, sin creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles, estaban dispuestos a postergar sus necesidades y exigencias en nombre de la raz¨®n de Estado (que casi siempre es la raz¨®n del partido en el Gobierno). Igual que en el Siglo de las Luces, la opini¨®n de que vivimos en el mejor de los mundos posibles no resiste un an¨¢lisis racional: los pa¨ªses ricos tienen miles y miles de pobres (habr¨ªa que recordar, por ejemplo, que Espa?a, que se postul¨® para integrar el selecto grupo de los pa¨ªses ricos, tiene millones de pobres), el gasto en armas podr¨ªa paliar la pobreza de buena parte de la humanidad, y mientras se fabrican ni?os en probetas a muchos d¨®lares cada uno, hay much¨ªsimos m¨¢s ni?os que padecen hambre y fr¨ªo, pero no son, claro est¨¢, rubios infantes de probeta con genes seleccionados, sino criaturas de carne y hueso nacidas espont¨¢neamente. Ning¨²n obrero en paro afirmar¨ªa, seguramente, que vive en el mejor de los mundos posibles; pero todav¨ªa no hay partidos pol¨ªticos para los parados, ni sindicato que los represente.
La posmodernidad no ha resistido el primer enfrentamiento serio con la realidad: en la calle hay miles de personas que est¨¢n manifestando su descontento y recuperando la espontaneidad perdida. Ser¨ªa un error considerar que ese es el problema. Es la manifestaci¨®n del problema, como los s¨ªntomas son el signo de la enfermedad. Y es mejor que se manifieste; de lo contrario, crece en el secreto.
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