La ca¨ªda de N¨ªnive
De N¨ªnive Des Cartes dec¨ªan que era bella y miserable.Lo cierto es que esa mujer alta, delgada, frente kantiana y aspecto algo enfermizo, parec¨ªa existir para dar al traste con un c¨¦lebre aforismo de Goethe seg¨²n el cual los misterios no son todav¨ªa milagros.
Sus ojos eran grandes y despectivamente azules.
De nariz aguile?a, p¨®mulos hundidos y piel tersa, N¨ªnive afirmaba tener un solo vicio, quiz¨¢ como homenaje al ?lustre apellido que ostentaba: el de pensar. Aunque se le supon¨ªan muchos m¨¢s.
Nacida el mismo d¨ªa que Beethoven y con tantos a?os como el m¨²sico sonatas para piano, se consideraba, no obstante, bachiana nata. Lo que, seg¨²n sus palabras, ya era sospechoso. All¨ª por donde N¨ªnive Des Cartes pasaba iba quedando una inconfundible estela de Opium extractado de Ivoire du Balmain, ¨²nico perfume que consent¨ªa usar.
Consumada int¨¦rprete al teclado, pol¨ªglota y pertinaz bebedora. En horas libres, cuando se lo permit¨ªa su trabajo de asesora literaria en una de las m¨¢s importantes editoriales del pa¨ªs, gustaba de estudiar biolog¨ªa, ¨¢lgebra o historia, y sobre todo jugar a evadirse de los que se consideraban sus amantes. Nadie sab¨ªa a ciencia cierta cu¨¢les eran sus nombres o rostros, pese a que se daba por segura su atormentada existencia. Pero tampoco nadie conoc¨ªa realmente a esta joven dama de familia parisiense y esp¨ªritu prusiano, que odiaba recibir flores y cartas de amor, aunque su condici¨®n, que no conciencia, de musa la obligaba a adoptar en tales circunstancias un comportamiento que a ella, herida de una exquisitez esencial y no meramente aristocr¨¢tica, nunca le cost¨® excesivo esfuerzo mantener.
Despertaba un sentimiento hostil en las mujeres. Y en los hombres, por lo general, deseo. Hasta que la hab¨ªan conocido. Despu¨¦s, una rara e indefinible sensaci¨®n de vac¨ªo. Voraz o ingenua, seg¨²n se terciase, aprendi¨® pronto el arte de transformar defectos en atributos, virtudes en enigmas. Ya adolescente, supo esa alquimia de mover las manos, expeler el humo del tabaco, cruzar las piernas en el momento oportuno o desaparecer de una reuni¨®n en la que, sin duda, era la persona m¨¢s solicitada.
Elegante, culta y sensual hasta el mismo l¨ªmite de lo soportable. Su elegancia no estaba hecha de cartompiedra, armi?os y diamantes. Su cultura, cuyo secreto jam¨¢s hab¨ªa sido revelado, era enciclop¨¦dica, pero tambi¨¦n fr¨ªa. Su sensualidad consist¨ªa en saber utilizar magistralmente cinismo e intuici¨®n, rigidez y silencio, sonrisa y gesto altivo, cultura y elegancia, con movimientos que ol¨ªan a vainilla.
Afirmaba no poder ser voluptuosa porque ya era megal¨®mana, aunque a veces, con una mueca impudorosa en los labios, tambi¨¦n se calificaba como mel¨®mana. Su cuerpo, a falta de testigos, no exist¨ªa.
Acostumbraba a llegar tarde a la editorial, cabellos lacios y el¨¦ctricos, insinuante el juego de caderas, con esa forma de caminar que tanto recordase a la de un oficial de h¨²sares ante su tropa amedrentada, llevando bajo el brazo el ¨²ltimo ejemplar del Architectural Digest o el Magazine Litteraire y un pa?uelo de seda enroscado distra¨ªdamente en el cuello, blanco y puro, a modo de ¨¢spid protector.
Dec¨ªase tambi¨¦n de ella que era mujer de dicci¨®n aticista y modales victorianos, que sol¨ªa redactar sus cartas con pluma de ¨¢nsar y que pocos lugares del orbe le restaban por conocer a excepci¨®n de Corea del Norte y Albania. Y ello a causa, a?ad¨ªa con satisfacci¨®n, dejando que un extra?o y et¨ªlico brillo emanase entre sus dientes, de la obstinada negativa de dichos pa¨ªses a importar whisky.
Tal vez fuese cierto el rumor seg¨²n el cual desde hac¨ªa bastante tiempo estaba elaborando una especie de diario, en el que, de manera implacable, quedaban reflejados los esc¨¢ndalos nunca dichos, las pasiones m¨¢s bajas, las envidias soterradas y cuanta ruindad sol¨ªan esconder ciertas actitudes, en apariencia gentiles, del mundo editorial del pa¨ªs. Por tanto, todos ten¨ªan algo que temer.
La nutrida etnia de trepadores oficiales, ligones de ampulosa verborrea, rencorosos y arribistas, aseguraba que su coraz¨®n era de vidrio, y su piedad, escasa. Los poetas callaban. A veces, condescendiente con ¨¦stos, lanz¨® hacia los primeros el l¨¢tigo de su indiferencia. Su alma, se comentaba, era un viaje sin retorno.
De N¨ªnive Des Cartes, pues, m¨¢s bien podr¨ªa decirse que era lo bastante sabia como para no considerarse inteligente, aunque s¨ª medianamente bella y apenas miserable.
?l, como tantos otros, se enamor¨® de N¨ªnive nada m¨¢s verla en un c¨®ctel. Nunca lleg¨® a saber por qu¨¦ fue elegido esa vez. Un azar, un capricho quiz¨¢. O acaso por su juventud y refinada insolencia. Nada m¨¢s verla supo que era una manthis religiosa en forma de mujer, que sus maneras mediceas guardaban tras de s¨ª intenciones b¨ªfidas. Daba igual. Quiso escalar la pared resbaladiza que era su vida privada. La acos¨® con llamadas y citas a las que ella s¨®lo de tanto en tanto se presentaba. Y se estrell¨®. Luego, decepcionado, pens¨® una y otra vez en la sobrenatural sustancia de la que N¨ªnive parec¨ªa estar hecha. No tuvo m¨¢s opci¨®n que pensarla. Y pas¨® el tiempo.
De la misma manera en que ante ciertos cuadros, generalmente obras maestras que representan el primer plano de ciertos rostros, uno siente que los ojos del lienzo le siguen con la mirada f¨¦rrea o d¨²ctil, inquisitorial o indiferente, vaya donde vaya, as¨ª ¨¦l era incapaz de zafarse del recuerdo de N¨ªnive, de sus pupilas escrutadoras que le acompa?aban donde fuera sin pedir explicaciones, pero tampoco d¨¢ndolas. Con frecuencia pensaba en ella como en una de esas curiosas plantas, las droseras, que poseen una especie de tent¨¢culos impregnados de algo similar al roc¨ªo, una materia pegajosa y excitante para los insectos, quienes, una vez han apoyado sus patas en la superficie de la planta, se ven fulminantemente engullidos por ¨¦sta, que, mediante el l¨ªquido de las gl¨¢ndulas digestivas, disgrega la prote¨ªna de su v¨ªctima. Algo hab¨ªa de parecido, en efecto, entre el modo de hacer y comportarse de aquella mujer y la elegante voracidad de las nephentes.
Otras veces, en cambio, el tono de su piel, los rasgos de su cara, su actitud o ciertas frases dichas por ella, que ¨¦l iba memorizando con mortificante e involuntaria fidelidad, la recordaban a esas orqu¨ªdeas que parecen ser devoradas por un fuego abrasador que las consume desde dentro, intactas y hermosas a simple vista, pero con una pena profunda cuyo secreto no se digna revelar su naturaleza misteriosa. As¨ª, tan pronto pueden adoptar colores c¨¦reos o pl¨²mbleos, p¨²rpuras o macilentos, p¨¢lidos o apasionados, como oler a clavo, a menta, a sa¨²co o a carne putrefacta, pero jam¨¢s su embrujo es plenamente inteligible por los sentidos humanos. ?stos sucumben, impotentes para dar una explicaci¨®n l¨®gica a los caprichos de esta flor diab¨®lica, que s¨®lo acepta ser fecundada por determinados insectos, que se niega tenazmente y desde hace siglos a los m¨¦todos comunes de reproducci¨®n por semillaje, creciendo en parajes de casi imposible acceso y con unas espec¨ªficas condiciones atmosf¨¦ricas, de luz, presi¨®n del aire y calidad de la tierra. Fr¨¢gil y mentirosa, vulnerable y coqueta, enamora a quien la observa. Lo hace de modo incondicional y enfermizo, consiguiendo que se olvide al resto de las flores, incluso sabiendo que ella no se deja poseer y trastorna a quien la ama, que destruye sus pupilas y la resistencia de su capacidad olfativa, que desdibuja para siempre, radicaliz¨¢ndolos, sus juicios sobre la belleza. Que lo esclaviza en silencio.
As¨ª, ¨¦l se convirti¨® en un esclavo de su ausencia. Durante meses y meses temi¨® encontr¨¢rsela en cualquier lugar, aunque, de hecho, segu¨ªa yendo con perseverancia canina a aquellos sitios en los que ella pod¨ªa aparecer de repente. Cierto d¨ªa le invitaron a una exposici¨®n de pintura. Intuy¨® que deb¨ªa ir porque se le aceleraba el pulso. Y fue.
Pensaba en N¨ªnive, cuando la vio de espaldas, tal y como sucediera en una ocasi¨®n similar, ya casi dos a?os atr¨¢s, la noche en que la conociese. Vest¨ªa un osado aunque atractivo traje de chaqueta azul y amarillo. ?sos eran los colores favoritos de los asirlos, naturalmente. Sinti¨® un fuerte impulso de escapar antes de que ella pudiese verle. Luego not¨® que sus energ¨ªas iban menguando, que la sangre se volv¨ªa espesa en sus venas, impidi¨¦ndole cualquier movimiento. Permaneci¨® pegado a la pared, escrutando mil¨ªmetro a mil¨ªmetro esa silueta egregia que tan bien conoc¨ªa. La rectitud de los hombros, el gesto preciso del ment¨®n y la nobleza en el porte segu¨ªan siendo un rasgo inconfundible. Junto a ella, dos hombres y una mujer hablaban sin dejar de mirar un peque?o cuadro en el que, sobre un fondo totalmente gris, dos l¨ªneas negras, surgidas de derecha a izquierda, parec¨ªan ir a encontrarse quedando finalmente separadas por una escasa distancia. Uno de los hombres ten¨ªa un aspecto en verdad estrafalario, y a juzgar por sus aspavientos, era el autor de la obra, por lo dem¨¢s vulgar y carente de gracia. Ni siquiera con categor¨ªa para erigirse en una de esas postales que ella enviar¨ªa por Navidad al peor de sus enemigos.
N¨ªnive simplemente asent¨ªa sin decir nada. Observaba el cuadrito con detenimiento. Era una enamorada del arte cl¨¢sico y a menudo hab¨ªa manifestado sentir n¨¢useas ante la mayor parte de pinturas contempor¨¢neas. Su cara reflejaba una cierta preocupaci¨®n, pero permanec¨ªa all¨ª como una estatua. Incluso a ella deb¨ªan hab¨¦rsele agotado las ocurrencias.
Al grupo se sum¨® pronto un tipo a quien ¨¦l conoc¨ªa ya de haberlo visto en otros c¨®cteles. Era un joven pintor y poeta, bien parecido y al que, si los versos se le daban con relativa facilidad, en el terreno de las artes pl¨¢sticas sus creaciones oscilaban entre el puro garabato y una obsesi¨®n neta por la geometr¨ªa espacial. Llevaba un rato mirando a N¨ªnive de soslayo, pero de forma harto sintom¨¢tica e insistente. Poco esfuerzo le cost¨® a ¨¦l saber lo que pasaba por la mente del joven artista, que, copa en ristre, se dispon¨ªa a abordar a quien hab¨ªa despertado su inter¨¦s desde bastante rato atr¨¢s. Pese al ruido de los vasos y los murmullos de la gente, no le fue dif¨ªcil imaginar las palabras exactas que el joven poeta-pintor dec¨ªa a N¨ªnive en una actitud entre pretendidamente seductora y amistosa. Tras una fugaz autopresentaci¨®n, durante la cual ella apenas apart¨® un momento la mirada del horripilante cuadrito, el tipo le pidi¨® de improviso que le diese una opini¨®n de la obra, que, por otra parte, recalc¨® por si hiciese falta dejar claro ese dato para seguir hablando, era de un amigo suyo, es decir, el artista que expon¨ªa.
N¨ªnive dud¨® unos segundos antes de responder. En ese tiempo ¨¦l, que miraba la escena desde un rinc¨®n, not¨® c¨®mo un sudor fr¨ªo impregnaba su espalda. Incluso estuvo tentado de rescatarla de la azarosa disyuntiva en la que aquel pesado la hab¨ªa puesto, pero pronto decidir¨ªa que cualquier gesto era del todo in¨²til. Ella se acarici¨® un p¨®mulo con fingido nerviosismo, lo que pareci¨® erizar el invisible plumaje del pavo real que ten¨ªa enfrente.
-Es inquietante... s¨ª, inquietante -dijo muy seria y en su papel, quedando despu¨¦s como embebida por la supuesta profundidad de esa observaci¨®n de la que s¨®lo ella y un an¨®nimo testigo, que ahora abandonaba la sala a toda prisa, conoc¨ªan el insoslayable desprecio que anidaba bajo sus palabras.
Ya en la calle, desliz¨¢ndose como una sombra fugitiva entre la fina llovizna, ¨¦l pens¨® que, en efecto, esa mujer era como la antigua ciudad que fue capital de Asirla, esplendorosa por fuera, perfecta en su prepotencia, pero podrida por dentro. Urbe que ir¨ªa degrad¨¢ndose paulatinamente hasta su total autodestrucci¨®n. Y, sin embargo, tambi¨¦n record¨® la frase de Jean Giradoux, que en cierta ocasi¨®n oyese de los labios de ella: "Hay pa¨ªses y ciudades que son como las estrellas. Pueden brillar y resplandecer siglos enteros despu¨¦s de su extinci¨®n".
N¨ªnive quedaba all¨ª. Segu¨ªa siendo la misma de siempre. Ahora, con una nueva v¨ªctima entre sus garras. Provocadora, de una impertinencia hiriente pero original, l¨²cida y b¨¢rbara a un tiempo. Como un fresco renacentista.
El joven artista, a tenor del repentino inter¨¦s que aquella especie de musa venida del cielo le mostraba, parec¨ªa haberse olvidado por completo del cuadro. Le dijo algo que ella no lleg¨® a entender debido a la confusi¨®n reinante. Acababan de hacer su aparici¨®n en la sala varios camareros severamente uniformados portando sendas bandejas con bebidas y un variado surtido de canap¨¦s. El joven artista insisti¨® en su pregunta. Ella puso un p¨ªcaro moh¨ªn de complicidad.
-?Perd¨®n...? -pregunt¨® afirm¨¢ndolo simult¨¢neamente N¨ªnive.
Ahora s¨ª, se hab¨ªa girado hacia el joven artista mir¨¢ndolo a la cara y consiguiendo que la copa le temblase ligeramente en la mano. Pese a todo, su interlocutor no sab¨ªa que all¨ª se estaba fraguando su descenso a los infiernos. Ella segu¨ªa siendo la de siempre, aunque dos a?os m¨¢s vieja. Ni?a de gestos, adulta en sus palabras y anciana de alma. Volvi¨® a mirar al joven. Sus cejas se arquearon en una graciosa curva, quedando los ojos desmesuradamente abiertos, limpios, azules, sin vida. Como los de una criatura del hielo a la que de pronto se le diese oportunidad por un instante de contemplar frontalmente el sol, de escuchar la tenue canci¨®n de las estrellas.
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