Napole¨®n y la unidad de Europa
En su muy ¨²til Petit dictionnaire stendhalien (Peque?o diccionario stendhaliano), en la voz 'Napol¨¦on', Henri Martineau registra sint¨¦ticamente el mudar de sentimiento, de opini¨®n, de juicio del escritor respecto a Bonaparte. Cambios que se extienden a lo largo de una d¨¦cada, durante la ascensi¨®n de Napole¨®n. Pero desde 1806 en adelante, la idea de la grandeza de Napole¨®n, de Napole¨®n como h¨¦roe, queda en la mente y en el coraz¨®n de Stendhal con una firmeza s¨®lo entreverada con una luz m¨¢s intensa, cada vez m¨¢s intensa, de nostalgia, de a?oranza, de pesar. Dice Martineau: "Los primeros sentimientos de Henri Beyle, todav¨ªa estudiante, hacia el general Bonaparte en tiempos de sus fulgurantes ¨¦xitos de la primera campa?a de Italia, cuando el librero Falcon expon¨ªa la bandera despu¨¦s de cada nueva victoria, fueron sentimientos de admiraci¨®n. Bonaparte- era, para Henri Beyle, un general republicano, y su joven gloria, una gloria republicana. Pere la rigidez de principios de nuestro joven de izquierdas se hab¨ªa flexibilizado bastante cuando, a punto de viajar a Par¨ªs, supo de la vuelta de Egipto de Bonaparte e hizo votos para que quisiese proclamarse rey de Francia.La batalla de Marengo justific¨® su entusiasmo. Pero este fallo de su fe republicana y de su culto por Bruto dur¨® poco tiempo. En Par¨ªs, sus amigos, y en particular Mante, volvieron a situarle en el buen camino, y le obligaron a juzgar con mayor previsi¨®n a las cosas y a los hombres. Oy¨® que hablaban con severidad de las marruller¨ªas del primer c¨®nsul. Siguiendo el ejemplo de sus amigos, se puso del lado del general Moreau, y lleg¨® a esbozar un panfleto en favor de ¨¦ste. Y por lo que respecta a los festejos de la coronaci¨®n, con bastante desd¨¦n fue su espectador lejano, convertido ya en resuelto adversario) del tirano, que se quitaba la careta y abol¨ªa en su provecho la libertad. S¨®lo despu¨¦s de haberse puesto de nuevo el uniforme, en 1806, declar¨® su orgullo por formar parte del gran ej¨¦rcito y participar, en un papel m¨ªnimo, pero no sin importancia, de la epopeya imperial. Con una sola palabra -el H¨¦roe- designaba a aquel que acababa de conquistar Prusia y amenazaba a Rusia. Admiraba al "hombre m¨¢s grande que hab¨ªa surgido en el mundo despu¨¦s de Julio C¨¦sar", y nunca dejar¨¢ de mostrarse orgulloso por haber entrado con Napole¨®n en Mil¨¢n, en Berl¨ªn, en Viena y en Mosc¨². Los nombres de estas ciudades, en efecto, son la clave para comprender el entusiasmo, aparentemente contradictorio, de Stendhal. por Napole¨®n, el cual se convierte en el h¨¦roe precisamente cuando m¨¢s segura y amplia, m¨¢s arrogante, se hac¨ªa su tiran¨ªa. Mil¨¢n, Berl¨ªn, Viena y Mosc¨² -ciudades en las que hab¨ªa hecho su entrada con los ej¨¦rcitos napole¨®nicos, eran para Stendhal Europa. Dir¨¢ que "¨¦l [es decir, Napole¨®n] ha estado a punto de hacer del continente europeo una gran monarqu¨ªa". Frase que, puede decirse, cierra su Vie de Napol¨¦on (Vida de Napole¨®n) y explica su aparente contradicci¨®n. ?Es aventurada la hip¨®tesis seg¨²n la cual, en cierto momento de su vida, Stendhal pudo haber visto elevarse ante ¨¦l al Napole¨®n europeo, el Napole¨®n que corre por toda Europa con la idea fija de hacer de ella una gran monarqu¨ªa, olvidando todo resentimiento hacia el Napole¨®n que de puertas adentro, en Francia, se porta como un tirano? Hip¨®tesis que, pens¨¢ndolo bien, resulta obvia. Y no s¨®lo porque la juventud, la alegr¨ªa de viv?r, la visi¨®n de la vida de Stendlial est¨¦n indisolublemente ligadas a la gran aventura naopole¨®nica, sino tambi¨¦n porque no muy diferente pod¨ªa ser la opini¨®n sobre esa gran aventura. Y no muy diferente puede ser, todav¨ªa hoy, la nuestra: como la de todos los que ven a Waterloo como una derrota.
Borges dec¨ªa que en el mundo, entre los hombres, existe todav¨ªa una divisi¨®n entre quienes ven a Waterloo como una victoria y quienes la ven como una derrota. Esta divisi¨®n, aunque generalmente no se advierte, subsiste hoy en d¨ªa en la idea de Europa, en la aspiraci¨®n com¨²n de todos los pueblos europeos a una unidad de Europa concreta (no ret¨®rica, no conmemorativa, no abstracta y grandilocuente). Una unidad de Europa -por utilizar precisamente una met¨¢fora napole¨®nica- que llegue hasta Mosc¨², que no corra el riesgo de un desastre corno el de la retirada de Rusia, que avance como si en Waterloo se hubiese producido la victoria de quienes, en cambio, fueron derrotados. Queremos decir, en resumen, que debe ser una unidad laica, que no tenga nada santo. Una unidad que comience por lo que de m¨¢s laico hay en el patrimonio hist¨®rico de los hombres, es decir, por el derecho.
No hay unidad que valga si siguen existiendo, en los c¨®digos y en la pr¨¢ctica, lo que Voltaire llamaba d¨¦lit locaux; es decir, delitos locales, delitos que son delitos a este lado de una frontera y que no lo son al otro lado, en cuanto la cruzamos. Sin mencionar a ese delito local que se comete en nombre de la ley, de la justicia, que es la pena de muerte.
Traducci¨®n: C. A. Caranci.
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