La fidelidad como alib¨ª
LO SUCEDIDO con la candidatura de Gary Hart para la presidencia de Estados Unidos ha puesto de moda una especie de prioridad absoluta de la fidelidad matrimonial, como si fuese una condici¨®n m¨ªnima indispensable para aspirar a una carrera pol¨ªtica. El vicepresidente George Bush, una de las personas con m¨¢s posibilidades de ser el candidato republicano en las elecciones presidenciales del a?o pr¨®ximo, se encontr¨®, poco despu¨¦s de la eliminaci¨®n de Hart, con rumores y alusiones en los medios de comunicaci¨®n sobre un adulterio que habr¨ªa cometido. Su propio hijo le plante¨® la cuesti¨®n y Bush contest¨® solemnemente que jam¨¢s hab¨ªa sido infiel a su esposa, todo lo cual recibi¨® ampl¨ªsima publicidad en los medios de comunicaci¨®n tanto de Estados Unidos como en Europa.Con estos antecedentes parece probable que, independientemente del partido que gane las elecciones, la persona que ocupe la Casa Blanca en 1989 ser¨¢ alguien que no haya cometido infidelidades matrimoniales o que haya sido, m¨¢s bien, capaz de guardarlas en un secreto total. Y esa obsesi¨®n por que el futuro presidente est¨¦ dotado de rasgo tan espec¨ªfico no puede dejar de suscitar algunas sonrisas, pero tambi¨¦n preocupaci¨®n.
La exageraci¨®n de moda lleva a privilegiar la conducta sexual como si fuese el ¨ªndice ¨²nico, o el m¨¢s importante, de la honorabilidad de una persona, de su respeto a las normas morales. No se dice expl¨ªcitamente, pero con el ruido en torno a Hart se ha transmitido un mensaje deformante: el que es fiel a su mujer es fiel a la patria; el que observa la moral en sus relaciones amorosas o sexuales es moral en las otras esferas de la vida. Evidentemente se trata, sobre todo, de que ello parezca que es as¨ª, aunque la realidad de los hechos sea distinta. Esto explica que durante su interrogatorio por la comisi¨®n del Congreso, el coronel North proclamase: "Nunca he sido infiel a mi mujer desde mi matrimonio". Como si dicho esto todo estuviese ya a salvo. La sociedad norteamericana, formada a partir de una tradici¨®n puritana y protestante, est¨¢ descubriendo ahora las ventajas de un rasgo tan -acusado de la cultura cat¨®lica como es el peso casi patol¨®gico otorgado al sexto mandamiento.
La aplicaci¨®n de tal criterio en el pasado hubiese tenido consecuencias nefastas para Estados Unidos. Sin entrar en una revisi¨®n exhaustiva del pasado, baste recordar dos casos tan significativos y conocidos como los de los presidentes Franklin D. Roosevelt y John Kennedy, cuya vida matrimonial no fue precisamente un ejemplo de fidelidad al contrato conyugal, sino mas bien todo lo contrario. Felizmente, la actual obsesi¨®n moralista no ha jugado de modo retrospectivo, y la memoria de esos dos grandes presidentes de EE UU no parece afectada por la incre¨ªble ola de puritanismo que prevalece en estos momentos, cuando los norteamericanos se disponen a escoger los candidatos para la sucesi¨®n de Ronald Reagan en las elecciones presidenciales de 1988.
Nadie puede atreverse a defender la tesis de que la fidelidad conyugal haya sido una de las virtudes m¨¢s extendidas entre las personalidades que han desempe?ado un papel descollante en la gobernaci¨®n de los pa¨ªses. Si la opini¨®n p¨²blica norteamericana sigue dominada por ese seudomoralismo, con la fuerte dosis de hipocres¨ªa que lo acompa?a, acabar¨¢ estableciendo de hecho una norma previa, sin base constitucional, para las personas deseosas de aspirar a la presidencia o a otros cargos p¨²blicos: rechazada la admisi¨®n a quien no guarda las debidas fidelidades cuando se encuentra en la cama.
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