Escena de caza
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No muy lejos, entre los sauces, Golo esperaba con paciencia. Vest¨ªa las ropas apropiadas: traje de pana de color marr¨®n oscuro, sombrero de fieltro, bot¨¢s de cuero. Ce?¨ªa la cintura con una canana repleta. Un poco a la derecha de su cabeza se ve¨ªa la escopeta de ca?ones superpuestos, en cuyo metal pavonado se apagaban los rayos de un sol t¨ªmido y tard¨ªo, que de cuando en cuando asomaba entre las nubes. A Gerda se le ocurri¨®, con cierto humor, que parec¨ªa un cazador de anuncio de la televisi¨®n o de cartel publicitario. Pero un pa?uelo de seda natural azul intenso daba al conjunto un cierto toque de frivolidad y de ligereza."Ma?ana no estaremos aqu¨ª y todo habr¨¢ terminado", se dijo, sentada sobre un toc¨®n mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Tres d¨ªas antes la idea de marcharse -y marcharse de ese modo- la hubiera puesto enferma. Ahora, sin embargo, su mente empezaba a hacerse a ella. Aunque no quer¨ªa creer en la fatalidad, comenzaba poco a poco a acostumbrarse a sus ritos.
Se arrebuj¨® en su poncho de vicu?a. No hac¨ªa fr¨ªo a¨²n, pero un viento fresco rizaba las aguas someras de la marisma. No pod¨ªan quejarse del tiempo que hab¨ªan tenido. Hab¨ªa sido bueno, sin m¨¢s que unas cuantas lluvias aisladas. Pero le hubiera gustado tener de ese final el recuerdo de un d¨ªa soleado. Nada de sombras ni de nubes que pusieran en sus figuraciones un trasfondo pat¨¦tico.
De pronto una bandada de patos salvajes irrumpi¨® volando muy bajo, en forma de uve. Gerda vio c¨®mo de manera casi autom¨¢tica Golo levantaba la escopeta, apuntaba y disparaba. No era un buen tirador, pero el blanco era f¨¢cil. Flush y Nuts, los dos pointers de color fuego, saltaron hacia adelante y se metieron en el agua ladrando. En el cielo, los patos se desbandaron en una algarab¨ªa, pero en seguida recompusieron la formaci¨®n con un indignado batir de alas, ya lejos del alcance de la escopeta. Quiz¨¢ gritaban su despedida a los compa?eros muertos.
GESTOS DE DESCUIDO
Vio c¨®mo Golo caminaba hacia donde ella estaba, por un sendero entre las hierbas altas. Caminaba con paso lento, la escopeta cogida, en un gesto de elegante descuido, por el cubregatillo y apoyada en el hombro. Se le adelantaron los perros, que llevaban sendos patos en la boca parecidos a mu?ecos de peluche, rotos y mojados, moteados de sangre.
"Hoy, Puky", dijo Golo como si acabara de verla. Gerda se puso en pie sin responder. El rostro de Golo no expresaba nada especial; tal vez cierta complacencia en el ejercicio f¨ªsico. Se inclin¨®, acarici¨® a los perros y les quit¨® con cuidado su presa. Eran dos hermosos ejemplares de pura raza, inquietos, siempre movi¨¦ndose y, seg¨²n dec¨ªan, buenos cazadores.
Gerda camin¨® hacia el autom¨®vil, un Volvo grande, gris azulado, estacionado en un calvero del bosque. Golo la sigui¨® unos pasos atr¨¢s. Al llegar al autm¨®vil, Gerda se qued¨® justo a la puerta del conductor mir¨¢ndole expectante. Golo pareci¨® no darse cuenta. Segu¨ªa jugueteando con. los perros. Luego puso los dedos sobre el picaporte. Gerda trat¨® de encontrar su rnirada, pero lo consigui¨® s¨®lo una fracci¨®n de segundo; era tranquila, indiferente. La espera se prolong¨® unos instantes m¨¢s. Por fin ¨¦l levant¨® la cabeza, pero no hab¨ªa niripaciencia en su voz cuando dijo: "Nos vamos, ?no?". Fue ella quien baj¨® la cabeza y abri¨® la puerta. Los perros saltaron adentro, manchando los asientos de agua revuelta y barro.
Recordaba como si en sue?os su memoria hubiera ido hacia atr¨¢s, luego hacia adelante, dejando en blanco un espacio intermedio. Una imagen lejana que repentinamente se hab¨ªa animado, reconstruyendo una sucesi¨®n de visiones. Un fragmento de otro planeta. Pero aquello no era Friar's Crag, donde ella y Golo hab¨ªan estado hac¨ªa apenas un a?o. Fue en el primer lugar donde tuvieron una discusi¨®n. Entonces Gerda hab¨ªa descubierto bajo el tono neutro y un poco seco de la voz de Golo un deje de remota amenaza, que ella se esforz¨® en no escuchar. El motivo fue trivial. Ni siquiera lo recordaba bien. Algo referente a una pel¨ªcula, quiz¨¢. Al final se resolvi¨®. Recordaba la vuelta al antiguo cottage convertido en una mezcla atractiva de parador y taberna: el fr¨ªo oto?al, la chimenea, el fuego, el whisky. Luego hab¨ªan subido a la habitaci¨®n, una pieza grande orientada a Poniente. Recordaba el contorno rojizo de la luz del crep¨²sculo sobre los bosques, las colinas azuladas, la bruma purp¨²rea que se extend¨ªa poco a poco por el valle.
LA V?SPERA
Golo hab¨ªa cazado sus patos y pescado sus percas, acompa?ado de un pastor retirado que hac¨ªa de gu¨ªa para los turistas. Un viejo escoc¨¦s de nariz corva, piel rojiza y cabellos amarillentos, cuyos ojillos peque?os y vivarachos lo escrutaban todo. Mientras Golo cazaba o pescaba, ella paseaba por el bosque, visitaba el castillo y la abad¨ªa o le¨ªa sentada en un banco de madera a orillas del lago. O en un toc¨®n, como esa tarde.
Pero all¨ª no h ab¨ªa ni perros, ni escopetas, ni patos. S¨®lo un paisaje tan parecido que le hab¨ªa devuelto inesperadamente aquellas im¨¢genes casi perdidas. Un hombre -Golo- con un abrigo corto, pantalones de pana negra y fuertes zapatos miraba hacia la r¨ªa a unos metros de ella. Luego comenzaba la marisma: juncos, aguas oscuras y tr¨¦mulas, el lodo burbujeante, que ten¨ªa algo de ominoso. Ma?ana ya no estar¨ªan all¨ª. Polo tomar¨ªa el tren, luego el avi¨®n, y ella conducir¨ªa por carreteras estrechas y sinuosas, entre montes y, r¨ªos, hasta llegar a otro mar. Sinti¨® un fr¨ªo repentino. Del mar ven¨ªa un viento largo y h¨²medo que se colaba entre los pliegues de la ropa. Pens¨¦ en llamarle. Pero lo que hizo fue, con los brazos cruzados y agarr¨¢ndose los hombros bajo el poncho, ir al autom¨®vil, entrar y encender el motor. La calefacci¨®n calde¨® en seguida el interior. Qu¨¦ pronto hab¨ªa cambiado el tiempo. Dos d¨ªas antes parec¨ªan estar viviendo un verano que no acabar¨ªa nunca. Ahora la luz del sol se hab¨ªa vuelto inverniza, los d¨ªas parec¨ªan darse prisa buscando terminar en seguida.
Iba a tocar el claxon cuando vio que Golo daba la vuelta y avanzaba hacia all¨ª. Caminaba con las manos en los bolsillos, la cabeza ligeramente ladeada, sin urgencia. Estirar la mano y tocar su cara, sus manos, sus hombros. Pero avanzaba sin mirarla, y cuando lleg¨® al autom¨®vil se detuvo un momento mirando el bosquecillo. Luego entr¨®. "Has encendido la calefacci¨®n", dijo. Gerda permaneci¨® en silencio. Suavemente solt¨® el freno, dio marcha atr¨¢s y luego enfil¨® el camino cubierto por las rodadas de camiones y tractores, hacia la carretera general. Golo miraba hacia adelante y segu¨ªa con las manos en los bolsillos. Gerda condujo hasta el cruce, esper¨® y luego tom¨® carretera arriba. Los coches llevaban las luces encendidas, era casi de noche. Un poco echada hacia adelante, conduc¨ªa con cuidado, pero sin vacilaciones, las manos asentadas con firmeza en el volante. De pronto se les cruz¨® un p¨¢jaro nocturno. Hubo un aleteo y un grito gutural, de angustia o de triunfo. Golo trat¨® en vano de seguir su estela entre las sombras. Para ella fue un pesta?eo centelleante que se apag¨® enseguida. En Friar's Crag hab¨ªa tenido por primera vez -unos instantes fugaces, pero obstinados- esa sensaci¨®n que la cog¨ªa con su mano desnuda y la estrujaba: miedo. Un miedo abrumador, feroz, sin l¨ªmites. Golo hizo un movimiento hacia ella, sin lle gar a tocarla. "No deber¨ªa ser as¨ª", dijo. Pero como respuesta Gerda aceler¨® bruscamente el motor. El autom¨®vil dio un poderoso tir¨®n y se intern¨® en el aire perlado del atardecer.
M¨¢s tarde, en el hotel, cenaron en silencio. Golo se hab¨ªa mudado y llevaba un pantal¨®n gris oscuro, camisa color crema y un jersei negro. Empezaba a calvear, pero se manten¨ªa esbelto y sus ojos destellaban de malicia ir¨®nica. Gerda llevaba un traje con falda pantal¨®n de tweed, y sus cabellos, muy cortos, enmarcaban un rostro a¨²n hermoso pero cansado, de ojos claros, que, como la boca, ten¨ªan en tomo unas arruguitas finas y delicadas. Hab¨ªan encontrado aquel peque?o hotel vagando por Galicia, por las R¨ªas Bajas, sin saber muy bien ad¨®nde ir. Desde luego no figuraba en las gu¨ªas tui?sticas, pero era c¨®modo y se com¨ªa muy bien. No hab¨ªa m¨¢s hu¨¦spedes que un matrimonio mayor, con aspecto de rentistas, y una se?ora enlutada que no hablaba con nadie. El hotel estaba a un kil¨®metro de Ponte Carbalho, un pueblo marinero en la desembocadura de un r¨ªo, con puente romano, calles estrechas y casitas de piedra que se escalonaban sobre el lomo de un monte. La gente del hotel era amable y acogedora. El padre del due?o, un viejo que fumaba pl¨¢cidamente en pipa y sol¨ªa leer el peri¨®dico en un sill¨®n de mimbre en la entrada del hotel, hab¨ªa emigrado en su juventud a Estados Unidos y hablaba un poco de ingl¨¦s con un fuerte acento norteamericano. Golo probaba su espa?ol lleno de giros y de l¨¦xico antillanos, reliquias de su estancia de meses en Cuba en 1967. Trataba de hablar con todos: Con los hombres que pescaban en la orilla del r¨ªo, con los barqueros de las chalanas que llevaban pasajeros y ganado hacia el interior, con los del estanco, con el due?o de la tasca donde tomaban vino del pa¨ªs y mariscos. Fracasaba, pero resultaba divertido. Le aceptaban sus errores y le ense?aban palabras sueltas en, gallego: almeixas, luar, berce,. arrecender. Golo sonre¨ªa y repet¨ªa. Los parroquianos de la tasca imitaban su mala pronunciaci¨®n, pero sin burla. Un d¨ªa lleg¨® de vacaciones un antiguo marinero que trabajaba en una f¨¢brica de autom¨®viles en Franefort y habl¨® en alem¨¢n con Golo. Los de la tasca escucharon admirativos y atentos, y desde entonces le hicieron menos bromas.
EL TIBIO PAISAJE
Lo pasaban bien. Fue uno de esos oto?os dorados y maduros de las R¨ªas Bajas en los que el mar toma un color cas¨ª de miel y el aire es tibio y suave por el d¨ªa, fresco y rumoroso por la noche. Hicieron excursion.es a Redondela, a Vigo, a Bayona, a Cangas, y luego hacia arriba, a Padr¨®n, a Rianxo, a Cambados, a Compostela. A Golo le encantaba el clima y el pads, y hubiera querido hacer una excursi¨®n m¨¢s larga, hacia el norte de Portugal, a Braga o a Porto. Pero Gerda se cansaba y protest¨® de una manera eficaz. "Ya has infringido tu promesa de no venir
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Escena de caza
a Espa?a antes de la ca¨ªda de Franco. Con un dictador tenemos bastante".Golo se ensombreci¨®. En verdad que hab¨ªa incumplido su promesa. En compensaci¨®n trataba de leer en espa?ol a Lorca y a Miguel Hern¨¢ndez, e incluso una antolog¨ªa po¨¦tica de la resistencia antifranquista editada en Mil¨¢n. Hab¨ªa dicho que quer¨ªa escribir algo sobre el viaje, y de cuando en cuando tomaba algunas notas, pero en general le venc¨ªa la pereza. Hab¨ªa trabajado mucho ¨²ltimamente: el libreto de la ¨®pera, la novela, un ensayo sobre Franz Schreker, el pr¨®logo a la edici¨®n inglesa de sus cuentos. Gerda era m¨¢s tenaz, m¨¢s paciente. Se levantaba temprano y escrib¨ªa durante una hora y media o dos. Luego se duchaba y bajaba a desayunar. Golo la acompa?aba poco despu¨¦s.
Estaba tan alertada que a veces le ocurr¨ªa que no quer¨ªa creerse sus propias sospechas. As¨ª que un d¨ªa en Vigo, al atardecer, tomando vino y n¨¦coras en la terraza de una taberna de los soportales, en el puerto, no quiso hacer caso a las se?ales. Pero no se equivocaba. En una mesa pr¨®xima hab¨ªa un grupo de muchachos con un hombre mayor, elegante y pulido. Tal vez un poco excesivamente elegante y pulido, rozando la afectaci¨®n. Hablaban en voz alta, se hac¨ªan bromas, re¨ªan, miraban con cierto descaro a los otros clientes, que parec¨ªan conocerles y no hacerles mayor caso. Uno del grupo, un muchacho de ojos suaves y brillantes, se fij¨® en Gerda y Golo y dio con el codo al hombre mayor, que se inclin¨®, sol¨ªcito, hacia ¨¦l. El chico le dijo algo al o¨ªdo, los dos miraron hacia ellos y sonrieron. No hab¨ªa nada de ofensivo en su actitud, era como una invitaci¨®n. El chico alz¨® su copa de vino y brind¨®, los ojos fijos en Golo. ?ste, en situaciones parecidas -y las hab¨ªa habido a lo largo de todos aquellos meses de vida en com¨²n-, no fing¨ªa ni se esforzaba en mostrarse distante. A lo m¨¢s hac¨ªa alg¨²n comentario ligero a su compa?era. Algo, una palabra que mostraba que no elud¨ªa nada, que sab¨ªa situar las cosas en su sitio: una costumbre o una pasi¨®n, pero ya pasadas, que ve¨ªa con despreocupaci¨®n, hasta con cierta iron¨ªa. Pero esa vez los ojos de Golo brillaron de un modo especial al mirar al muchacho, y alz¨® la copa, aceptando el brindis.
UN PRETEXTO
Luego el grupo se fue. Golo sigui¨® con la mirada al muchacho, que con un gesto en el que hab¨ªa a la vez sumisi¨®n y desafio tom¨® del brazo al hombre mayor. Cuando volv¨ªan hacia el hotel, Golo no mencion¨® lo ocurr¨ªdo. Pero al d¨ªa siguiente aprovech¨® un pretexto -un cierto ruido en los frenos del coche- para volver a la ciudad. Gerda sab¨ªa cu¨¢nto detestaba conducir, y comprendi¨®. Por eso tuvo una llamarada de ira y de humillaci¨®n, pero no se atrev¨ª¨® a hablar ante su mirada franca, sus modales tranquilos. Golo volvi¨® al comenzar la noche. Los frenos ya no hac¨ªan ruido y tra¨ªa un libro reci¨¦n comprado. Una colecci¨®n de poemas medievales en gallego, Cantigas d`escarnho e maldizer. Gerda lleg¨® a pensar que nada hab¨ªa pasado y quiso creerlo. Durante la cena Golo estuvo m¨¢s locuaz y ocurrente que nunca. Pero cuando llegaron a la habitaci¨®n, por cuyas ventanas entraba el olor fuerte y espeso de la marisma, se lo dijo. Entonces volvi¨® a sentir que el mundo giraba torpemente sobre ella y la aplastaba. No dijo nada m¨¢s que "est¨¢ bien" y se puso a fumar lentamente. Despu¨¦s abri¨® una botella de whisky y bebi¨® sin prisa, en fr¨ªo, hasta la madrugada. Luego se acost¨®.
En la otra cama, con los ojos muy abiertos, Golo miraba los dibujos que formaba en el techo el rielar de las aguas.
Cuando despu¨¦s, a la ma?ana siguiente, Golo le dijo que iba a volver con Vittorio, no hizo ning¨²n comentario. Pens¨®, un poco insensatamente, que as¨ª podr¨ªa volver a Alemania y terminar su novela. Paul ten¨ªa todav¨ªa un contrato de un a?o en la ?pera de Mannheim. Y esa temporada, en M¨²nich, dirigir¨ªa una nueva producci¨®n de Die Frau Ohne Schatten. Podr¨ªan estar juntos. Quiz¨¢ despu¨¦s ir m¨¢s al Norte, a Dinamarca, a pasar unas semanas en Aarus, en la vieja casa que les hab¨ªa prestado hac¨ªa a?os un colega dan¨¦s de Paul y que ¨¦ste dec¨ªa que le gustaba porque le recordaba a Nielsen. Comenz¨® a escribirle en una letra r¨¢pida y nerviosa. Pero luego record¨® su silencio humillado de la ¨²ltima vez, cuando le cont¨® que iba a vivir con Golo, y arrug¨® el papel con un gesto convulso.
Era Paul, en cierto modo, quien le hab¨ªa llamado la aten ci¨®n sobre Golo. Fue ¨¦l quien le hab¨ªa dado a leer sus libros y quien luego, un poco tal vez por chismorreo, le habl¨® de sus relaciones con Arno Steinhach, el pianista. Le habl¨® de aquellas historias de celos y reconcilia ciones cuyos ecos llegaban has ta las salas de conciertos. Todo tan exagerado, il¨®gico, crispado. Se mir¨® en el espejo. Ya no era joven y los a?os hab¨ªan comenzado a acentuar la angulosidad de sus rasgos. Pero su cuerpo a¨²n era flexible y armo nioso y le hab¨ªa imaniado a ¨¦l, a Golo, aunque fuera durante un tiempo relativamente breve. Suficiente como para que ella hubiera cre¨ªdo que de las rentas de aqu¨¦l placer podr¨ªa vivir sin apuros.
Y ahora se iba. Vittorio no hab¨ªa cejado: recados, cartas, llamadas. En los meses de Londres supo que Arno ya no constitu¨ªa un peligro. Un d¨ªa vio un anuncio en el peri¨®dico y acudi¨® a escucharle en el Queen Elisabeth Hall. Menudo, ¨¢gil, un cuerpo de adolescente con la cabeza viciosa de un s¨¢tiro. Toc¨® a Schubert, aquella Sonata en si bemol mayor n¨²mero 21 que Gerda amaba tanto y que hab¨ªa escuchado a Ricliter en Viena. Su manera de tocar le pareci¨® falsa, pretenciosa, afectada. La cr¨ªtica, sin embargo, se mostr¨®, como siempre, entusiasta con ¨¦l. Golo ni se dio por aludido. Por entonces daba un curso sobre expresionismo alem¨¢n en el St. Mary's College y estaba muy atareado. No le gustaba nada ense?ar y por eso quiz¨¢ se lo tomaba tan en serio. Gerda no le dijo que hab¨ªa ido a escuchar a Arno. Pero cuando lleg¨® a casa puso en seguida el disco con la grabaci¨®n de Richter.
Hubo un momento, en aquellas ¨²ltimas horas, en que intent¨® decir: "Me da igual", aceptar el papel que ¨¦l quisiera darle, pero record¨® el gesto ego¨ªsta, primariamente sensual, de la boca de Vittorio cuando les conoci¨® a los dos, su expresi¨®n maligna de ni?o consentido, y se dijo que no era posible. Ella hab¨ªa amado tambi¨¦n a Christa, pero era distinto. Fue breve y tal vez un poco absurdo: una mezcla demasiado excitante de deseo, nostalgia y memorias compartidas. Christa ten¨ªa un cuerpo matemal y tibio y ella se dej¨® envolver en ¨¦l. Dos almas desconsoladas, v¨ªctimas de la lujuria ¨ªndiscriminada de Paul. Record¨® con cierto rubor y con cierta ternura que no hab¨ªa sido dif¨ªcil y que no se sinti¨® mal despu¨¦s. Pero cuando se enamor¨® de Golo y consigui¨® que dejara a Vittorio, Christa lo entendi¨® y no se interpuso.
EL FINAL
Si volv¨ªa a Italia, con Vittorio, todo estaba perdido. Gerda vio su rostro de 40 a?os, su novela inacabada que el invierno en Londres no iba a acabar de resolver. Vio por el espejo a Golo, asomado al balc¨®n. Coger¨ªa el tren para Madrid y luego el avi¨®n hasta Mil¨¢n. A ella le quedaba llevar el coche hasta Santander y luego ir en elferry hasta Londres. Golo silbaba tenuemente y escuch¨® el chirrido cantar¨ªn de un carro del pa¨ªs. Paul nunca iba a olvidar. Durante un a?o, antes de Golo, lo intentaron una y otra vez y sal¨ªa por temporadas. ?l ten¨ªa a Christa, a Carla, a Jill ... ; ella, en el fondo, a s¨ª misma. Por eso ya no era posible. Paul se hab¨ªa acostumbrado a hacer rebotar sobre ella sus arrepentimientos sin gestos y sin l¨¢grimas, por eso nunca hab¨ªa esperado aquel no por tel¨¦fono y el nombre de Golo. El rostro que empezaba a redondearse un poquito, los labios gruesos, el cuello ancho, se reflejaban en el espejo, ?o no era ¨¦l? Mir¨® al balc¨®n y Golo ya no estaba. Oy¨® su voz, hablando en ingl¨¦s con el padre del due?o del hotel. Oy¨® su risa. Luego le vio, joven a¨²n, subir entre sombras la cuesta hacia el pueblo.
Se marchar¨ªa, pues. Y ahora, ?qu¨¦ quedaba? Las largas horas impenitentes buscando la frescura perdida de las primeras novelas, el esfuerzo desesperado y oculto tras una m¨¢scara de citas por recuperar la agudeza, el ardor incisivo de sus art¨ªculos juveniles en las p¨¢ginas literarias de los peri¨®dicos. Podr¨ªa intentar volver a alguna universidad, dar un curso sobre cualquier cosa, tal vez la novela alemana del siglo XIX. Vio los rostros atentos y corteses de los oyentes, escuch¨® el sonido desu propia voz repitiendo los viejos an¨¢lisis m¨¢s o menos inservibles. Vio tambi¨¦n el final, el final que estaba a unas cuantas horas de ese rostro que se miraba sin fe en el espejo.
Y habr¨ªa el fuego.
Gerda Leitner comenz¨® a trazar el camino de sus siete ¨²ltimos d¨ªas, el camino implacable que nadie torcer¨ªa ya: el viaje a Londres, el fr¨ªo so?oliento del ferry, la lluvia oto?al en el parabrisas de su autom¨®vil, rumbo ?a casa? Y luego las notas apresuradas y casi ininteligibles garabateadas en una agenda telef¨®nica, la gasolina, los f¨®sforos y la muerte aquella, horrible, en un apartamento alquilado por horas en Kensington High Street.
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