Truman Capote cuenta un cuento
Le¨ª con demasiado retraso Desayuno en Tiffany's, y A sangre fr¨ªa fue un libro que tuvo que estar esper¨¢ndome a?os sin que yo sepa razonar mi pereza. Menos mal que al propio Truman Capote llegu¨¦ a conocerlo a tiempo, y para m¨ª sus historias son ahora lo que son y adem¨¢s otra cosa, como si al leerlas me llegaran vivas y coleando desde sus labios ir¨®nicos. Lo conoc¨ª con una camiseta blanca pegada al t¨®rax s¨®lido como de camionero y encima llevaba una chaqueta a rayas vistosas. En el Antoine de Nueva Orleans (pero a ¨¦l no le gustaban los restaurantes de su ciudad) dijo que iba a contar una historia ex¨®tica, el caso de la iglesia borrada.-Fue en Mosc¨² -dijo el novelista sure?o-, en un viaje muy personal, ?al diablo la entrevistas y los editores! En Rusia, el hotel es igualitario, puede ocurrir que las habitaciones de un hotel o de toda una planta sean id¨¦nticas. Y con menos pamplinas que los Hilton o los Sheraton. Vas y te encuentras con lo necesario para un tipo que va de paso: una cama abrigada, una mesa s¨®lida para los papeles; y en el ba?olos grifos son pr¨¢cticos, no te resbalan las manos enjabonadas. La camarera me aleccion¨® por se?as: las luces, la calefacci¨®n graduable... Quieto, muchacho, en Rusia est¨¢ feo palmear un culo de funcionaria. ?Un bonito culo moscovita! Ella se fue muy digna. Yo me qued¨¦ solo y me tumb¨¦ sobre la colcha de la cama. Es un acto de toma de posesi¨®n que se debe cumplir en cuanto se llega a cualquier hotel del mundo, tanto da socialista como capitalista. Sospecho que me ech¨¦ unos tragos, llevaba mi botiqu¨ªn en el equipaje. Luego distribu¨ª mis cosas por los estantes y cajones, y luego me acerqu¨¦ a las cortinas de la ventana. Eran unas cortinas r¨²sticas. Tir¨¦ del cord¨®n con indiferencia, lo mismo que pude apretarme los cordones de los zapatos. Fue un susto. La belleza puede sobrecogernos tanto como el horror. Mi habitaci¨®n daba a una calle estrecha, y enfrente mismo hab¨ªan plantado una iglesia. Casi se la tocaba con alargar el brazo. La iglesia era pol¨ªcroma y resplandec¨ªa bajo la luz ¨²ltima de la tarde. Toda la fachada estaba ba?ada de oro y un largo z¨®calo la recorr¨ªa con adornos corintios. Abr¨ª la ventana de cristales dobles. Te asomabas mirando hacia arriba y all¨ª ten¨ªas las torres en forma de cebolla, las c¨²pulas azules, verdes, doradas. Me sent¨¦ a mirar como desde un palco, sin pensar que podr¨ªan sacarme de all¨ª convertido en estatua de hielo. Luego, de pronto, me ech¨¦ escaleras abajo, sin hacer caso de los ascensores, con miedo de que se hiciera noche cerrada. ?Saben ustedes para cu¨¢ntas almas hay cama en un hotel de Mosc¨²?
Capote tom¨® un bocado. Beb¨ªa tragos cortos y frecuentes de sauternes muy fr¨ªo, pero com¨ªa frugalmente, poco m¨¢s que una tortilla francesa.
CAMAS Y CUERPOS
O para cu¨¢ntos cuerpos, ja, ja; las camas le hacen mejor servicio a los cuerpos -y en los ojos azules le brill¨® una breve malicia-. Abajo estaba la gran explanada con algunos autocares, taxis, gentes de a pie, y tambi¨¦n el Moscova all¨ª al lado, con barcos y barcazas empezando a encenderse. Pero no aparec¨ªa ninguna iglesia. "Church, tempel, prostitie, prostitie", y la gente me se?alaba hacia San Basilio el Dichoso, las catedrales del Kremlin. "No, ?diablos!, estoy diciendo una iglesia por aqu¨ª misino". Y ellos: "Niet, niet". Habr¨ªa sido una alucinaci¨®n, aunque por entonces no probaba la hierba.
Estaba agotado de escribir, esto s¨ª, cansado de vivir. Hab¨ªa horas en que sent¨ªa la vida como una cortadura en el rostro, como si me lo cruzaran con un l¨¢tigo. Algo me fue empujando alrededor del hotel; le di la vuelta a la mole inmensa hasta un callej¨®n donde yo era el ¨²nico transe¨²nte. La iglesia estaba dentro del callej¨®n. Y all¨ª, definitivamente, me enamor¨¦. Un amor furtivo. Pronto viv¨ª como un moscovita: distingu¨ªa al tacto entre una moneda de 50 kopeks y la de un rublo, si ve¨ªa a dos personas una delante de otra sab¨ªa que ten¨ªa que ponerme el tercero y ya ¨¦ramos una cola. Vi teatro en el Mayakovski y en el Bolshol, husmeaba en los libros de lance de la calle de Kach¨¢lov... Pero todas las noches volv¨ªa al hotel con una idea fija.
Se golpe¨® con la mano en la cabeza; me pareci¨® que se exced¨ªa en el golpe.
-Una obsesi¨®n aqu¨ª, en esta cabeza infestada de fantasmas. Pasaba por las puertas bien vigiladas, los vest¨ªbulos enormes, tomaba los ascensores, me cruzaba con rusos europeos, mongoles, chinos. Cuando llegaba a mi piso le hac¨ªa una peque?a reverencia a la controladora y en seguida le ped¨ªa la llave. Me met¨ªa en la habitaci¨®n mercenaria como si un cuerpo c¨¢lido me estuviera esperando. Descorr¨ªa las cortinas despacio. Y, ciertamente, alguien me estaba esperando. La iglesia no estaba iluminada, no hab¨ªa focos ni reflectores. Nadie parec¨ªa acordarse de aquel monumento disidente que s¨®lo esclarec¨ªan los faroles de la calle y a veces la luna fr¨ªa...
Se le vio que beb¨ªa un poco m¨¢s de prisa. Me hubiera gustado estar sentado m¨¢s cerca del narrador, pero ¨¦ramos demasiados a la mesa. Por el balc¨®n del reservado del restaurante se colaba un fondo no muy lejano de jazz, la noche c¨¢lida de Luisiana. Y un olor a caf¨¦ y a pl¨¢tanos un poco pasados.
LLENAR EL MUNDO
El amor es un ejercicio de la paciencia. Yo le iba descubriendo a la iglesia rusa sus atractivos, y tambi¨¦n sus precariedades, que a¨²n me la hac¨ªan m¨¢s allegada. La construcci¨®n no ten¨ªa la riqueza de piedra de las catedrales. Era un ladrillo que encubr¨ªa su modestia con las vivas coloraciones asi¨¢ticas, y hab¨ªa zonas en que la p¨¢tina hab¨ªa sido derrotada por una inclemencia de siglos. Pero aquella iglesia llenaba el mundo, y era extra?o que a nadie se le ocurriera compartirla conmigo o arrebat¨¢rmela. Pasaba poca gente por el callej¨®n, aunque estuviera en el coraz¨®n de la ciudad, y los pasos resonaban como las botas claveteadas de los boyardos. ?Se dan cuenta? Los boyardos. Y los popes de barbas blancas y ortodoxas... No s¨¦ si ustedes han tenido de chicos un libro prestado con iglesias como la que digo. Yo
Truman capote cuenta un cuento
tuve ese libro a mis 12 a?os y dar¨ªa algo por saber si sigue en la granja de mis t¨ªos los Carter, si es que sigue la vieja granja, ahora que est¨¢n criando malvas mis viejos t¨ªos... Un libro as¨ª no se olvida nunca, ?verdad? Junto a las estampas a todo color estaba la fascinaci¨®n de los caracteres extra?os, y luego se descend¨ªa, ?l¨¢stima!, a una escritura sin misterio: "Red Square, St. Basil's cathedral", "The Krenilin, the Assumption cathedral". Eran hermosas las iglesias rematadas en bolas y crucifijos de oro. Yo me extasiaba mir¨¢ndolas en un granero del Alabama, y ahora les juro que ten¨ªan movimiento, que las c¨²pulas avanzaban hacia mis ojos sin mundo como una procesi¨®n de cruces alzadas y de ciriales...El hombre que escribi¨® El arpa de hierba tiene la voz punzante, cortante, pero ahora su ingl¨¦s norteamericano, sonaba grave. Dur¨® poco, y volvi¨® a o¨ªrsele el desenfado:
-La v¨ªspera de mi salida se descubri¨® un error. Mi pasaje de avi¨®n era para el lunes y la habitaci¨®n del hotel ten¨ªa que quedar libre el domingo. ?No podr¨ªa arreglarse el asunto? No, no pod¨ªa arreglarse, llegaban los camaradas delegados de no s¨¦ cu¨¢ntas rep¨²blicas sovi¨¦ticas... Luego, de repente, alguien concedi¨® que no me preocupara... "Spasibo, spasibo"; yo lo agradec¨ªa mucho, con ese celo que pones en dar las gracias en el idioma de los otros. Decid¨ª que aquel domingo ten¨ªa que ser un buen domingo. Me acompa?aron unos muchachos j¨®venes. Al final un solo muchacho... Volv¨ª al hotel muy colocado... Los pasillos estaban animados, ?das y venidas, gentes serias con la identificaci¨®n colgando de la solapa. La jefa del ¨¢rea andaba al tanto, sonri¨® comprensiva (de las ciudades hay que despedirse bebiendo), y me llev¨® por el largo camino de puertas y de habitaciones en serie. Ella misma me abri¨® la puerta. "?Spasibo, spasibo!". Y qu¨¦ detalle: la maleta me la ten¨ªan casi terminada de hacer. La ropa que hab¨ªa dejado en las perchas estaba doblada dentro de la. maleta. Alguien hab¨ªa andado en mis cosas de aseo. Qu¨¦ m¨¢s daba, yo sab¨ªa muy bien lo que quer¨ªa en aquella ¨²¨ªtima noche. Pero no separ¨¦ las cortinas crujientes. Me tumb¨¦ pensando en el placer de esperar, ja, ja, como en el amor. Lo har¨ªa a la luz del amanecer, fingi¨¦ndome a m¨ª mismo que por primera vez ve¨ªa el espect¨¢culo maravilloso...
Capote hab¨ªa lanzado el anzuelo, y todos lo hab¨ªamos mordido y esper¨¢bamos.
-Me pareci¨® una noche muy corta. Llamaron y el pobre Truman no pod¨ªa con la resaca. Ya ten¨ªa el abrigo puesto y un horrible gorro de astrac¨¢n cuando me decid¨ª al adi¨®s. Las cortinas corr¨ªan peor que otras veces. Mir¨¦. Como en el d¨ªa de la llegada, me dio un vuelco el coraz¨®n. Pero esta vez era un susto distinto: a unos metros estaba el lienzo de una. pared suplantadora y ciega. ?C¨®mo pod¨ªan haberla levantado en tina noche y que mi iglesia hubiese sido borrada! Cerr¨¦ los ojos. Los abr¨ª con cierta esperanza, pero el maldito muro segu¨ªa all¨ª, tan pr¨®ximo corno si quisiera aplastarme. Aquello era fant¨¢stico. Yo ten¨ªa conciencia de haber bebido demasiado, pero me pregunt¨¦ mi nombre, mi filiaci¨®n, mis dos n¨²meros de tel¨¦fono en Long Island, y todo me funcionaba. Insist¨ªan llam¨¢ndome: "?Herr Capote!, ?mister Capote!". El taxi estaba esperando, y yo miraba y miraba, y aquel desconsuelo creci¨¦ndome en el est¨®mago, pero ya no hab¨ªa tiempo para vomitarlo. !S¨®lo al final, al devolver la pesada llave numerada, comprend¨ª que los pu?eteros rusos me hab¨ªan cambiado de habitaci¨®n. Ja, ja. En esos pa¨ªses ex¨®ticos nunca se sabe.
A T. C. lo vi dos o tres veces m¨¢s en mi vida. Me dol¨ªa que siempre me preguntara si no nos hab¨ªamos visto antes. Contaba historias lejanas. Nunca le o¨ª contar un cuento de jugadores de cartas en los barcos del Misisip¨ª o de blancas damas en mansiones servidas por negros.
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