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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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El gui?o de los Barrantes

IEn mi ¨²ltima novela contaba yo un sucedido, una especie de inocentada que le hab¨ªan hecho a Oswaldo Madriz Barrantes. Me propongo retomar el hilo del cuento porque, contrariamente al resto de aquel relato novelado, esta an¨¦cdota es absolutamente verdadera. Y como todo autor que se precie, recordar¨¦ al lector que es bien cierto que hay veces, las m¨¢s, en que la realidad deja p¨¢lida a la ficci¨®n.

Dec¨ªa as¨ª un personaje de mi historia que la casualidad literaria hab¨ªa querido que fuera nada menos que presidente de la Rep¨²blica de Costa Rica (un presidente compendio de los varios linces que he conocido desempe?ando tan alta magistratura):

"-?Sabes la ¨²ltima, Beto? Arm¨¦ una carajera que ya no s¨¦ como parar. Hace un par de meses -se inclin¨® hacia adelante y coloc¨® los dos codos sobre las rodillas- se me ocurri¨® contarle a Oswaldo Madriz, y ya sab¨¦is c¨®mo es de correveidile, que yo era el heredero por s¨¦ptima generaci¨®n de la fortuna de un virrey de Per¨². Abri¨® mucho los ojos, el hijoeputa." ( ... ) "Bien. Le expliqu¨¦ que yo, que soy de cuna noble y extreme?a...."

"?Vos? -interrumpi¨® uno de los catedr¨¢ticos- Pesebre guanacasteco y medio indio es lo que llev¨¢s en la sangre..."

"Dej¨¢me, Luis, no me interrump¨¢s ... Yo, que tengo la cuna que queda dicha, tuve un antepasado que fue virrey de Per¨² a principios del siglo XVIII. El ilustre pr¨®cer -le expliqu¨¦ a Oswaldo- hab¨ªa amasado una considerable fortuna en plata, oro y joyas. Pero su m¨¢s preciado tesoro no era aquella fortuna, sino su hija de 16 a?os, do?a Dolores, rubia y esbelta, con la tez de porcelana. Virtuosa y amante del hogar, do?a Dolores era una ni?a inocente y pura. Pero, hete aqu¨ª que un maldito d¨ªa se present¨® en el palacio virreinal un indio pel¨®n y miserable, patizambo y agujero, lleno de malas artes y enamor¨® a la dulce Dolores. Una noche fat¨ªdica la rapt¨® y se la llev¨® al Macchu Pichu. El virrey, loco de dolor y de furia, mont¨® una expedici¨®n de busca y castigo y, tras meses de persecuci¨®n y batalla, encontr¨® a la ni?a de sus ojos... casada y con un rorro renegrido y chaparro en brazos. Si no es porque le detuvo su lugarteniente la hubiera atravesado all¨ª mismo con su espada. Lleno de tristeza y pesadumbre, el virrey regres¨® a Lima y decret¨® que su descendencia no heredar¨ªa el tesoro en plata, oro y joyas hasta que no se le - hubiera purificado la sangre. Es conocido el principio cient¨ªfico -le dije a Oswaldo, que es m¨¢s bruto que un hato de bueyes-, es conocido el principio de que la sangre se renueva cada siete generaciones; por ello el virrey redact¨® solemne testamento estableciendo que el tesoro deber¨ªa ser entregado a quienes demostraran pertenecer, por l¨ªnea directa, a su s¨¦ptima generaci¨®n. Envi¨® el testamento a la Casa de Contrataci¨®n de Sevilla y el tesoro, un enorme y pesado ba¨²l, fue depositado en manos y custodia del gran maestre de la Soberana Orden de Malta tras un arriesgado viaje a lomo de mulo por la China continental, que por entonces andaba mucho corsario ingl¨¦s, hijo de mala madre, suelto por el Caribe y no pod¨ªa fiarse uno de las rutas establecidas."

?se fue el momento en que Oswaldo Madriz se descubri¨® un segundo apellido Barrantes id¨¦ntico al del presidente de mi imaginaria historia y se apresur¨® a convertirse en entusiasta y esperanzado coheredero.

Desde entonces, por alguna misteriosa raz¨®n, por alg¨²n malhadado encantamiento, me ha tocado sufrir directamente el paso de la s¨¦ptima generaci¨®n por este valle de l¨¢grimas, y la espl¨¦ndida fortuna del virrey de Per¨² se me ha paseado insistentemente del brazo durante los ¨²ltimos 25 a?os. Hoy me empieza a parecer que, con un poco de suerte, pronto le ha de llegar el turno a la octava generaci¨®n y la familia Barrantes me dejar¨¢ en paz.

Hace muchos a?os, reci¨¦n terminada la carrera de Derecho, entr¨¦ de pasante en un c¨¦lebre despacho madrile?o de abogados, por ver si con ello se me quitaba la man¨ªa de no opositar, adoptada por llevar la contraria a mi augusto padre. Casi no viene a cuento mi fugaz temporada de leguleyo si no fuera porque en las interminables horas de oficina le¨ª mucho la prensa, y ello tiene consecuencia para mi an¨¦cdota. Concretamente, una ma?ana de aburrimiento y lluvia me entreten¨ªa yo con el peri¨®dico (para que quede a salvo la ¨¦tica profesional me apresuro a aclarar que los c¨¦lebres abogados en ning¨²n momento de los pocos meses que pas¨¦ con ellos pagaron mis servicios o manifestaron intenci¨®n alguna de hacerlo jam¨¢s), me entreten¨ªa yo con el peri¨®dico, digo, y a¨¹n recuerdo, sin que se me pase detalle, un suelto aparecido en las p¨¢ginas interiores cuyo tenor era casi exactamente como sigue:

"Fabulosa herencia para los descendientes de un virrey."

"Londres, 27.-Un virrey espa?ol de Per¨² dej¨®, a finales del siglo XVIII, una fabulosa fortuna de plata, oro y joyas, con la ¨²nica condici¨®n de que no podr¨ªa ser heredera hasta que sus descendientes fueran los de la s¨¦ptima generaci¨®n. Seg¨²n parece, el tesoro est¨¢ depositado en, las famosas cajas subterr¨¢neas del Banco de Inglaterra, en el centro de la city londinense, en espera de que lo reclamen sus leg¨ªtimos propietarios."

Ah¨ª quedaba eso. Ni una sola explicaci¨®n para el ¨¢vido lector de loter¨ªas, ni indicaci¨®n de si le hab¨ªa llegado la hora a alg¨²n afortunado, ni su nombre si tal era el caso, ni si la noticia la provocaba una reclamaci¨®n ante la reina; nada. Apenas una sugerencia en el aire, que a buen entendedor, supongo, bastaba.

Imagino que me fij¨¦ en la noticia porque entonces, como ahora, envidiaba inmensamente, de forma totalmente malsana, a quienes pudieran ganar enormes cantidades de dinero sin comerlo ni beberlo.

II

Dos o tres a?os m¨¢s tarde, ya flamante diplom¨¢tico, fui destinado a la Embajada de Espa?a en Costa Rica. Nada pod¨ªa sentarle mejor al alev¨ªn que una temporada haciendo de chacha para todo: secretario pol¨ªtico, vividor, representante comercial, consumista, c¨®nsul, bebedor, conferenciante, diletante cultural y meritorio antifranquista (un poco de juerga esto ¨²ltimo, bien es cierto, porque la colonia espa?ola exiliada en la que yo entrenaba mi rebeld¨ªa llevaba un cuarto de siglo abland¨¢ndose al sol del tr¨®pico y acud¨ªa casi en masa, sin mala conciencia, a las fiestas de la embajada de Franco). De todo hubo en aquel tiempo, pero m¨¢s que nada aprend¨ª tolerancia y compasi¨®n hacia las ansiedades del pr¨®jimo. Ahora las huelo a una legua, y aun as¨ª, tal cordialidad m¨ªa lleva a?os jug¨¢ndome malas pasadas.

Una ma?ana de mayo, recuerdo que era una ma?ana de mayo porque hac¨ªa calor pero a¨²n no hab¨ªan empezado las lluvias y la sabana estaba seca; s¨®lo los cafetales de los barrios extremos de San Jos¨¦ daban contrapunto verde oscuro y pastoso a la luz cegadora del verano. A lo lejos, acercadas por el prisma de la claridad del aire, se ergu¨ªan las masas sombr¨ªas de los volcanes que rodean a la capital; tal es el contraste, tan oscuro el ¨ªndigo del tr¨®pico, que sus moles resultan casi imprecisas en el horizonte: en silencio, enmarcan el colorido del altiplano con amenaza.

En mi despacho, por el contrario, hac¨ªa fresco. Una buganvilla de flores violeta crec¨ªa desde el jard¨ªn y se mec¨ªa silenciosamente frente a mi ventana. Aquellos d¨ªas siempre han sido para m¨ª como de once de la ma?ana: una corriente de aire, un trino, un olor a caf¨¦ reci¨¦n colado y el distante renqueo de la guagua que se bambolea por el paseo de Col¨®n en direcci¨®n al centro.

Mi secretaria, como lo han hecho todas a partir de aquel primer d¨ªa, me col¨® una visita. "Oiga, don, este se?or que viene desde Guanacaste a verlo. Pobretico, me lo tiene que recibir". Hoy la habr¨ªa mirado con alguna concupiscencia, lo s¨¦, pero hace 20 a?os era demasiado joven para entretenerme en contemplar. "?Marta, hombre, vaya por Dios, hombre, caramba! ?Y c¨®mo dice que se llama?".

-Oswaldo Madriz Barrantes.

Don Oswaldo Madriz Barrantes era (y es, supongo) hombre de media edad, bajo y gordo. Llevaba la camisa blanca inc¨®modamente abrochada sobre una tripa distendida por a?os de cerveza y siesta. Mal afeitado, deb¨ªa de tocarle ir pronto al barbero, pero aun as¨ª se le adivinaba un bigote enrecano, no excesivamente fiero. Era bastante calvo. Ten¨ªa los ojos saltones y enrojecidos, y en uno de ellos se adivinaba una angustia que imagino nacida de vivir constantemente al borde de la desesperaci¨®n, como en la Espa?a de los a?os cincuenta, la de despu¨¦s del hambre, cuando los maridos pluriempleados se preguntaban c¨®mo costear¨ªan las vacaciones de su familia en la sierra. El otro ojo, blanqueado por una catarata, miraba fijamente al noroeste y, si se me permite la broma f¨¢cil, no dejaba traslucir nada.

Me dio la mano con solemnidad, murmurando "ecselensia", y se sent¨® en el silloncito que le se?al¨¦. Tampoco es que hubiera muchos m¨¢s en mi min¨²sculo despacho.

-Se?or secretario -me dijo-, s¨®lo hasta hoy he tenido ocasi¨®n de venir a presentarle mis respetos -lo que en Costa Rica significa que hab¨ªa acudido a verme a la primera oportunidad- y quiero que sepa cu¨¢nto agradezco la honra con que me distingue.

Estas cosas son inevitables en nuestro trato de allende los mares, y me arrellan¨¦ en mi silla a esperar con paciencia a que Oswaldo Madriz revelara el objeto de su visita. Tras una prolija introducci¨®n durante la que me explic¨® que era maestro de escuela en Guanacaste, me dijo que acud¨ªa a mi despacho portando la representaci¨®n de toda, la rama costarricense de la familia Barrantes, ilustre apellido de rancio abolengo. Mir¨¢ndome casi sin pesta?ear, a?adi¨®:

-Somos, se?or secretario, la s¨¦ptima generaci¨®n de descendientes de un ilustre espa?ol que fuera virrey del Per¨²...

En aquel momento se me encendi¨® una peque?a e incierta luz en la memoria, y si hubiera tenido una chispa m¨¢s de previsi¨®n y de prudencia me habr¨ªa levantado de la silla y habr¨ªa expulsado a mi visitante del despacho utilizando, sin retenerme, cajas destempladas.

Algo debi¨® de ver en mi cara, porque de repente se call¨®. Mientras su ojo me miraba fijamente, asent¨ª lentamente tres o cuatro veces y dije:

-?Claro! Espere, espere un momento, se?or Madriz. Espere... Ver¨¢: me parece recordar que hace tres o cuatro a?os, en efecto, algo le¨ª en un peri¨®dico espa?ol... Pero -sacud¨ª la cabeza-, no... no me... -mi interlocutor me miraba con expectaci¨®n, como quien espera que le digan la cuant¨ªa del premio mayor que le acaba de tocar- ?No! -?S¨ª que me acuerdo! Era, efectivamente, un peque?o art¨ªculo, nada..., unas l¨ªneas en las que se anunciaba lo que usted me ha dicho, pero nada m¨¢s... S¨®lo que un virrey de Per¨² hab¨ªa dejado una gran fortuna, pero nada m¨¢s, no...

A don Oswaldo no le faltaba m¨¢s que aplaudir; tal era el entusiasmo que mis palabras hab¨ªan despertado en ¨¦l. Se levant¨® de su asiento y, perdido todo recato, me agarr¨® las manos.

-?Ve? ?Lo ve? -exclam¨®- Lo dec¨ªamos siempre -cerr¨® el pu?o sobre mi mano con apret¨®n en¨¦rgico- En la embajada lo saben.

-Bueno... la verdad es que yo...

Debati¨¦ndome entre la obligaci¨®n de decirle que yo no pod¨ªa confirmar nada tan impreciso y el deseo de no matarlo del disgusto, le pregunt¨¦:

-?Y ustedes c¨®mo lo saben?

-Pues ver¨¢, se?or secretario -me contest¨®, solt¨¢ndome las manos y volvi¨¦ndose a sentar-, ¨¦sta es una vieja leyenda familiar, transmitida de generaci¨®n en generaci¨®n -sonri¨® anchamente- Esto lo tenemos confirmado por el mism¨ªsimo se?or presidente de la Rep¨²blica, y ahora ?la prensa de la madre patria.!

-Bueno, yo...

Me interrumpi¨®:

-Se?or secretario, usted ha sido el instrumento que ha dado la felicidad a muchas gentes pobres, y eso nunca lo podremos olvidar.

Intent¨¦ se?alarle que no hab¨ªa hecho nada, pero Madriz no me dej¨® hablar. Luego, recordando repentinamente que hab¨ªa venido a visitarme para gestionar la toma de posesi¨®n de su tesoro, se puso muy serio e inclin¨¢ndose hacia adelante me pregunt¨®:

-Y ahora, ?qu¨¦ hacemos?

Carraspe¨¦.

-Yo creo que primero de todo debe usted asegurarse de la existencia del testamento. Eso antes de poder reclamar la herencia, para lo cual, adem¨¢s, tendr¨¢n que demostrar previamente que son ustedes verdaderamente los herederos. Luego habr¨¢ que localizar el famoso dep¨®sito... Todo eso toma tiempo, mucho tiempo, se?or Madriz. -Tanto que, con un poco de suerte, para entonces yo estar¨ªa bien lejos de este loco. Pero si cre¨ªa haberle desanimado, me equivocaba.

-?Y entonces?

-Bueno..., esto..., pues me parece que antes que nada deber¨¢ usted irse a Sevilla -aqu¨ª, de

El gui?o de los Barrantes

golpe, se le ilumin¨® la cara-, a la Casa de Contrataci¨®n, ?me entiende?, a localizar el testamento. Pero eso cuesta dinero, yo creo que bastante dinero, amigo m¨ªo.-No se preocupe, se?or secretario, que toda la familia Barrantes ha de aportar su sacrificio a esta causa com¨²n y sagrada: entre todos pondr¨¢n la plata para que yo me desplace a Sevilla.

El tono era serio y decidido, pero la ins¨®lita alegr¨ªa del ojillo le traicionaba; me pareci¨® que se le ver¨ªa con m¨¢s frecuencia en la calle de las Sierpes que en la Casa de Contrataci¨®n.

Oswaldo Madriz Barrantes se levant¨® de su asiento con m¨¢s decisi¨®n que agilidad. Ah¨ª iba un hombre imbuido de fiebre santa.

Diez minutos despu¨¦s lo hab¨ªa olvidado. Oswaldo Madriz nunca m¨¢s volvi¨® por la embajada.

III

Unos a?os m¨¢s tarde quisieron la casualidad y mi buena estrella que mis jefes me destinaran a la Embajada de Espa?a en Londres. Iba a realizar un trabajo ciertamente m¨¢s especializado, puesto que mi nuevo t¨ªtulo era el de c¨®nsul. Pero al menos en dos cosas mi situaci¨®n profesional no hab¨ªa cambiado: segu¨ªa siendo la chacha para todo y segu¨ªa siendo el ¨²ltimo mono del lugar (lo que en Costa Rica era relativamente poco importante, ya que en aquella embajada ¨¦ramos solamente dos, el embajador y yo; en Londres, en cambio, ¨¦ramos el embajador, otros 21 funcionarios y yo).

Me ocupaba de mis compatriotas, lo que hac¨ªa de m¨ª un alcalde, un jefe de caja de reclutas, un notario, juez y comisario (un comisario algo sui g¨¦neris, porque all¨ª d¨¢bamos pasaportes sub rosa a estudiantes huidos, a pol¨ªticos de contubernio y hasta a alg¨²n revolucionario con nombre supuesto). Pero, sobre todo, pas¨¦ cinco a?os enterneci¨¦ndome con los disparates de mis gentes, sufriendo con sus tristezas, abraz¨¢ndome a sus tragedias y enfad¨¢ndome con las ni?as bien que robaban en Marksand Spencer.

Una ma?ana apacible entr¨® mi secretaria en mi despacho para anunciar con tono indiferente:

;Excelencia -casi siempre me llamaba excelencia; s¨®lo cuando mis tonter¨ªas eran verdaderamente may¨²sculas me llamaba "se?or obispo"-, que est¨¢ don Fausto.

La cosa me pareci¨® tan notable que dije: "Que pase don Fausto". Y entr¨® un hombre peque?o, de aspecto nervioso y cabeza diminuta. Llevaba gafas de concha, redondas y anticuadas, y vest¨ªa, lo recuerdo muy bien, pulcramente de marr¨®n claro. En las manos tra¨ªa una caja de cart¨®n, como las de zapatos. M¨¢s tarde, mi secretaria me cont¨® que don Fausto era de Bilbao y que hab¨ªa huido o hab¨ªa venido, no s¨¦ bien, a Londres despu¨¦s de la guerra civil; durante a?os, hasta su jubilaci¨®n, hab¨ªa sido empleado de Correos. Estaba, a sus 92 a?os, hecho un pimpollo. Hablaba deprisa y, como mucha gente del norte, manejaba el castellano con precisi¨®n y hasta con belleza.

Se sento frente a m¨ª y sin darme oportunidad de saludarle o incluso de inquirir el motivo de su visita me espet¨®:

-Aqu¨ª -levant¨® la caja de cart¨®n y me la mostr¨®- traigo los t¨ªtulos que lo avalan.

-?Que aval¨¢n qu¨¦, don Fausto?

-Pues eso, se?or c¨®nsul -y tras depositar la caja sobre la mesa, le quit¨® la tapa. Dentro, que yo pudiera ver, hab¨ªa algunos papeles, dos o tres documentos, un estuchito de terciopelo, un escudo de chapa y un peque?o pu?al- ?No le ha dicho la secretaria? -Hice que no con la cabeza- Hace a?os vine a Londres para localizar un tesoro, un tesoro, ?eh?, que me corresponde.

Repentinamente, aquello me son¨® a conocido y me parece que frunc¨ª el ce?o intentando hacer memoria. Impert¨¦rrito, imp¨¢vido, don Fausto, sin embargo, enderez¨® la cabeza y prosigui¨® solemnemente:

-Yo, se?or c¨®nsul, soy el heredero directo del virrey de Per¨².

Carraspe¨¦ igual que a?os antes en mi despacho de San Jos¨¦, Costa Rica.

,?De qu¨¦ virrey del Per¨² estamos hablando, don Fausto?

-El virrey de Per¨², se?or c¨®nsul, el ¨²nico que hay, ?cu¨¢l va a ser?

Acab¨¢ramos. Por fin, tras a?os de angustiada incertidumbre, hab¨ªamos Regado al fondo de la cuesti¨®n; aqu¨ª, finalmente, estaba la piedra filosofal: la fortuna de mi famoso virrey era fruto exclusivo de la imaginaci¨®n calenturienta de un en¨¦rgico vejete de 92 a?os. ?O no? Porque, aun partiendo del principio general de la inconsciencia de la prensa de entonces (lo que, bien es cierto, rebajaba considerablemente los baremos racionales de cualquier explicaci¨®n), ?c¨®mo era posible que una historia como la del virrey hubiera llegado a las P¨¢ginas de un peri¨®dico espa?ol?

-Don Fausto, ver¨¢, yo esta historia la hab¨ªa o¨ªdo hace ya a?os y...

-?Claro! ?Lo ve? Ya lo dec¨ªa yo...

-No. Ver¨¢, no me entiende, don Fausto: lo que quiero decir es que hace a?os algo de esto se public¨® en un peri¨®dico de Madrid y que me pregunto por qu¨¦ fue.

-?Tomal Porque se lo cont¨¦ yo.

Cuando el r¨ªo suena no lleva agua; me relaj¨¦ y volv¨ª a recostarme contra el respaldo de la silla.

-Y llam¨® usted al corresponsal de la agencia Efe y tal, y, vamos, se lo cont¨® y ya, ?no? -le pregunt¨¦.

-Exactamente, s¨ª se?or. Ver¨¢ -se inclin¨® hacia adelante-, cuando llegu¨¦ a Londres yo ya sab¨ªa que el virrey era hijo de santa Teresa...

-?Hijo de qui¨¦n?

-...H¨ªjo de santa Teresa, s¨ª se?or...

-?De cu¨¢l de ellas?

-De la de Jes¨²s, s¨ª se?or, y de san Juan -me mir¨® y sonri¨®, apenas un ligero movimiento de la comisura de los labios- ...de la Cruz, claro. Aqu¨ª tengo la partida de bautismo.

Rebusc¨® en la caja de cart¨®n y extrajo un documento. Lo examino un instante y. luego, estirando un brazo m¨¢s delgado que una cerilla, me lo dio. La partida de bautismo era indudablemente antigua y se refer¨ªa a la cristianizaci¨®n en Almer¨ªa de un tal Abundio Barrantes Garc¨ªa, el 2 de junio de 1814. Aparte de los datos usuales y otras frusler¨ªas que resultaban, como de costumbre, ilegibles, nada aclaraba sobre la prog¨¦nesis de los santos m¨ªsticos, sobre el virrey o sobre la parentela de don Fausto (que, adem¨¢s, seg¨²n me enter¨¦ luego, y para colmo de incongruencias, se apellidaba Garc¨ªa S¨¢nchez).

Totalmente entregado, dije:

-Don Fausto, est¨¢ partida... Esto... no tiene nada que ver con santa Teresa o con san Juan de la Cruz.

Me mir¨® con impaciencia.

-?C¨®mo va a haber partida de bautismo de santa Teresa o de san Juan! -ri¨®- Ser¨ªa ya millonario si la tuviera. Se?or c¨®nsul, esta partida es del heredero de la quinta generaci¨®n. Antes, ?me comprende?, no hab¨ªa partidas, ni certificaciones, ni nada. Y es este heredero el que es el descendiente directo de santa Teresa y de san Juan -me pareci¨® superfluo preguntarle c¨®mo lo sab¨ªa- ...Y yo soy, a su vez, su heredero.

-?Ah! Ahora comprendo. Don Fausto, y el tesoro, ?d¨®nde est¨¢?

- En Malta. S¨ª se?or. Al principio cre¨ª que estar¨ªa en el Banco de Inglaterra, pero despu¨¦s de muchas vueltas -me las imagino- en el banco me acabaron informando de que lo hab¨ªan enviado a Malta para custodia en las arcas de la soberana orden. Aqu¨ª est¨¢ el recibo del gran maestre. De la caja de cart¨®n sac¨® el estuche de terciopelo y confieso que me lati¨® el coraz¨®n un poco m¨¢s deprisa. Apret¨® el muelle y se levant¨® la tapa: el estuche estaba vac¨ªo. Bueno, la verdad es que no est¨¢. Lo perdieron en Correos... Pero la caja era muy parecida a ¨¦sta.

Don Fausto ten¨ªa la extraordinaria capacidad de descartar detalles esenciales como si fuera cosa nimia e irrelevante.

Suspir¨¦.

-Y ?entonces?

_Bueno, pues entonces, al enterarme de que el tesoro del virrey estaba en Malta, le escrib¨ª una carta reclam¨¢ndolo.

-?A qui¨¦n le escribi¨® usted una carta reclam¨¢ndolo, don Fausto?

-Pues, ?a quien va a ser! A Dom Mintoff.

Tragu¨¦ saliva.

-?A Dom Mintoff, el primer ministro de Malta?

- ?A Dom M¨ªntoff, s¨ª se?or. Y me contest¨®, ya lo creo que me contest¨®.

Yo ya sab¨ªa lo que ven¨ªa despu¨¦s: "aqu¨ª tengo la contestaci¨®n". Hurg¨® en su caja de cart¨®n y extrajo de ella una carta. La examin¨® brevemnte y me la entreg¨® sin decir nada.

Era absolutamente genuina. En la esquina superior izquierda del papel hab¨ªa un membrete que: dec¨ªa "El Primer Ministro de Malta", todo en ingl¨¦s, y a la derecha, escrito a m¨¢quina, en el mismo idioma, pon¨ªa: "La Valetta, 26 de abril de 1968". El texto que segu¨ªa rebajaba considerablemente la emoci¨®n del momento, puesto que se limitaba a acusar recibo de la carta de don Fausto, asegur¨¢ndole que hab¨ªa sido le¨ªda con inter¨¦s y que el asunto estaba siendo examinado atentamente. Don Fausto recibir¨ªa una respuesta a la mayor brevedad posible.

Levant¨¦ la vista; don Fausto me miraba con expresi¨®n triunfante.

-?No le han vuelto a escribir?

-?Le parece poco? -recogi¨® la carta, la partida de bautismo y el estuche y los meti¨® en la caja sin dejar de mirarme. Finalmente dijo:

-Bueno.

-Bueno- contest¨¦ yo. ahora, ?qu¨¦ hacemos?

En ese momento, creo, me dio finalmente la locura. Me frot¨¦ las manos.

-Ahora,don Fausto, tenemos que luchar. Con los datos de que disponemos vamos a elaborar un ¨¢rbol geneal¨®gico de su familia para as¨ª establecer claramente la continuidad de sus derechos.

-?Estupendo,se?or c¨®nsul! ?Y despu¨¦s?

-No nos precipitemos. Venga usted a verme dentro de una semana. Tendr¨¦ preparado el ¨¢rbol y entonces discutiremos de la estrategia posterior.

Para hacerlo m¨¢s oficial y solemne descolgu¨¦ el tel¨¦fono interior, y llam¨¦ a mi secretaria: "Pilar, don Fausto le va a dar al salir los datos de sus padres y abuelos. Me son necesarios para la confecci¨®n del ¨¢rbol geneal¨®gico de su familia...,".

-S¨ª,se?or obispo -contest¨® mi secretaria. Menos mal que don Fausto no lo oy¨® .

Y para all¨¢ se fue el buen hombre, m¨¢s feliz que unas pascuas, supongo que, entre otras cosas, por haber encontrado un alma gemela.

Compr¨¦ papel de barba, palillero, plum¨ªn de cal¨ªgrafo, tinta china y un cart¨®n con modelos de letra g¨®tica. Y pas¨¦ la mayor parte de la semana dibujando un ¨¢rbol y colg¨¢ndole de cada rama la m¨¢s extraordinaria colecci¨®n de personajes que pudiera darse. Me produjo especial felicidad

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El gui?o de los Barrantes

Viene de la p¨¢gina anteriorrese?ar el matrimonio de santa Teresa de Jes¨²s con san Juan de la Cruz y el nacimiento del hijo de ambos, que aparec¨ªa en letra roja como el Virrey del Per¨².

Cuando llevaba mediado el ¨¢rbol, Pilar, mi secretaria, se contagi¨® de la locura y pas¨® el resto de la semana sugiriendo los nombres m¨¢s estrafalarios de antepasados de don Fausto. Al final, cuando estuvo listo el papel, compr¨® cinta de seda roja y la pusimos al solemne documento, fij¨¢ndola con lacre y el sello en seco de la notar¨ªa del consulado.

Don Fausto, cuando tuvo en sus manos el ¨¢rbol geneal¨®gico de la familia Barrantes, se qued¨® sin habla. Levant¨® la vista. Me dio un vuelco el coraz¨®n: sus ojos estaban anegados en l¨¢grimas.

-Gracias -me dijo, por fin, con un hilo de voz. Yo no sab¨ªa qu¨¦ contestarle, y confieso que me entr¨® una crisis negra de mala conciencia. Creo que en ese momento decid¨ª amparar a don Fausto mientras le hiciera falta y en lo que le hiciera falta. Amparar¨ªa sus ilusiones, proteger¨ªa sus sue?os. Era lo menos que merec¨ªa un mago as¨ª a sus 92 a?os.

-Nada, don Fausto, no ha sido nada. -Carraspe¨¦.

Sin a?adir palabra, enroll¨® el documento, se levant¨® de la silla y, tras apoyarse en ella para recuperar el equilibrio, sali¨® de mi despacho.

Me qued¨¦ inm¨®vil, con las manos juntas y la barbilla apoyada en los dedos, como si me dispusiera a rezar. Esperando.

Al cabo de un par de minutos se a6ri¨® la puerta y asom¨® la cabeza de don Fausto. Levant¨® la cejas y le hice se?al de que pasara. Entr¨® en la habitaci¨®n y se qued¨® de pie frente a la mesa.

-Se?or c¨®nsul.

-Don Fausto.

-?Y ahora, qu¨¦ hacemos? Suspir¨¦.

-Ahora, don Fausto, primero hace usted una fotocopia del ¨¢rbol. Despu¨¦s se la manda usted a Dom Mintoff con una carta en la que le se?ala usted lo justo de sus t¨ªtulos de herencia, tal como lo avala su genealog¨ªa, y le solicita usted audiencia...

-?Y qu¨¦ le digo cuando me reciba?

-Un momento, don Fausto. No se anticipe a los acontecimientos. Esperemos a que el Gobierno de Malta le fije una fecha y luego decidiremos los puntos fundamentales de nuestra argumentaci¨®n.. Porque aqu¨ª de lo que se trata es de que regresemos de Malta con el tesoro, ?eh?

-S¨ª se?or, ya lo creo... Me voy a escribir la carta.

Nunca m¨¢s volv¨ª a verle. Pobre don Fausto.

Una semana despu¨¦s de nuestra conversaci¨®n ¨²ltima, confiado en que la respuesta de Malta tardar¨ªa en llegar pero ilusionado con la semicerteza de que Dom Mintoff citar¨ªa a don Fausto, me fui de vacaciones.

Tuvo mala suerte mi anciano amigo: durante un mes me sustituy¨® interinamente un hombre sentato, un funcionario d¨¦ pro, y una ma?ana don Fausto fue a visitarle armado con su caja de cart¨®n y su ¨¢rbol geneal¨®gico. Pilar, mi secretaria, tampoco estaba, y desgraciadamente no pudo prevenir a uno y a otro de lo que a cada cu¨¢l se le ven¨ªa encima.

Tras leer atentamente las irrefutables pruebas de la maravillosa historia, mi sustituto mir¨® al heredero del virrey y con gran paciencia y aplastante l¨®gica procedi¨® a demoler sus fundamentos, explic¨¢ndole convincentemente c¨®mo todo aquello era la invenci¨®n de alg¨²n loco.

Don Fausto debi¨® de seguir aquel discurso con la muerte en el alma, y como no era ning¨²n tonto, igual que Don Quijote, comprendi¨® que el c¨®nsul interino aquel ten¨ªa m¨¢s raz¨®n que un santo y recuper¨® la cordura.

Muri¨® tres d¨ªas despu¨¦s, del disgusto, como el hidalgo de La Mancha.

Sobre la mesa de Pilar quedaron la caja de cart¨®n y mi ¨¢rbol geneal¨®gico. Me los entreg¨®, sin decir palabra, cuando regres¨¦ de mis vacaciones.

Durante semanas tuve ambos testimonios de nuestra locura colocados sobre la repisa de la chimenea de mi despacho. Se me part¨ªa el coraz¨®n de s¨®lo pensar en contemplarlos de cerca, en manosearlos, en violar los secretos que guardaran.

Un d¨ªa, finalmente, me acus¨¦ de rid¨ªculo y le quit¨¦ la tapa a la caja de cart¨®n. La verdad es que hab¨ªa visto casi todo lo que hab¨ªa dentro; solamente en el fondo quedaban dos papeles cuyo contenido ignoraba.

Uno era el testamento del virrey de Per¨². S¨ª se?or.

Era un viejo pergamino encerado. Por los bordes le faltaban trozos y una parte del documento resultaba casi ilegible: el paso de los a?os hab¨ªa difuminado la escritura. Pero la historia estaba ah¨ª, toda entera. Ah¨ª estaban el virrey y su virtuosa hija, do?a Dolores. Y el indio y el rorro. Ah¨ª quedaba consignada la maldici¨®n hasta la s¨¦ptima progenitura. Y se describ¨ªa el tesoro: doblones y perlas y maraved¨ªs; t¨ªtulos de tierras, l¨ªmites de r¨ªos, rub¨ªes y esmeraldas. Era sencillamente fabuloso.

El segundo papel era una carta dirigida a don Fausto. Dec¨ªa as¨ª:

"Estimado don Fausto:

Espero que al recibo de ¨¦sta se encuentre usted bien. Concluidas sin ¨¦xito nuestras investigaciones en la Casa de Contrataci¨®n de Sevilla, donde tuve el gusto de conocerlo a usted, me regres¨¦ a Costa Rica, ya sin dinero y sin atreverme a volver a visitar al se?or secretario de la Embajada de Espa?a, no se fuera a molestar por el exceso. Quiso, sin embargo, la fortuna que volviera un servidor a tener ocasi¨®n de platicar con el se?or presidente de la Rep¨²blica. Y al explicarle lo poco afortunado de mis pesquisas en la Madre Patria, me dijo, con grandes se?as de alborozo, que acababa de recordar que ten¨ªa entre sus papeles algunos documentos viejos, en los que acaso pudiera estar alguno relacionado con el testamento del se?or virrey del Per¨². Me recomend¨® que esperara algunos d¨ªas y, efectivamente, a las pocas fechas tuve la felicidad de que me entregara nada menos que el original del testamento del se?or Virrey. Me qued¨¦ tan anonadado que perd¨ª el habla. Sabiendo que solamente usted se encuentra en Europa, cerca del mism¨ªsimo tesoro, decido enviarle el testamento por correo certificado. Usted sabr¨¢ gestionar mejor que nadie, don Fausto, los intereses de toda la familia. En espera de sus gratas noticias, queda de usted afect¨ªsimo y seguro servidor. Firmado: Oswaldo Madriz Barrantes."

Escrib¨ª una breve nota diciendo que lamentaba tener que comunicar el fallecimiento de don Fausto y, adjunt¨¢ndole el testamento, se la mand¨¦ a Costa Rica a don Oswaldo Madriz.

FIN

En el correo de esta ma?ana recibo dos cartas.

La primera dice as¨ª:

"Almer¨ªa, 25 de junio de l987."

"Excelent¨ªsimo se?or: Esperamos que, al recibo de la presente, se encuentre Su Excelencia disfrutando de buena salud y mejor fortuna. Nosotros, gracias a Dios Ntro. Se?or, nos hallamos bien de la primera, que es lo importante."

"Servidor de Ud. soy p¨¢rroco del Buen Se?or de la Templanza de esta capital y escribo a S. E., en nombre y representaci¨®n de un numeroso grupo de feligreses que consideran a S. E. la ¨²nica oportunidad de acceder a los bienes materiales que Dios Ntro. Se?or ha decidido poner leg¨ªtimamente a su alcance. Se trata de que tales fidel¨ªsimos feligreses han constituido la Asociaci¨®n de, Herederos del Virrey y la integran 46 familias de esta localidad, todas originarias y descendientes, en ¨²ltima instancia, de don Abundio Barrantes Garc¨ªa, ilustre hijo de Andaluc¨ªa, nacido en esta capital almeriense el 25 de mayo de 1814."

"La asociaci¨®n ha sido constituida ante el notario de esta capital don Jos¨¦ L¨®pez Garc¨ªa y L¨®pez de Andres¨ª y Mart¨ªnez de Barrantes, y se ha decidido encomendar a mi humilde pluma la redacci¨®n de esta misiva, al figurar en los archivos de esta parroquia la partida de bautismo de don Abundio Barrantes Garc¨ªa. Debo, adem¨¢s, confesar a S. E., que, entre mis apellidos, aunque algo lejanamente, tambi¨¦n se encuentra el de Barrantes."

"Para no cansar a S. E., b¨¢steme decir que un virrey del Per¨² dej¨® en herencia un cierto tesoro con el codicilo de que s¨®lo lo heredar¨ªa la s¨¦ptima generaci¨®n. Nuestras 46 familias lo son, y una representaci¨®n de ellas, con mi humilde persona a la cabeza, querr¨ªamos visitar a Ud. para exponerle nuestros t¨ªtulos."

Mucho agradecer¨ªa a S. E. se sirva fijarnos d¨ªa y hora de la obtenci¨®n de la merced de referencia. Es gracia que espero conseguir de la reconocida benevolencia de V. E., cuya vida en Cristo guarde Dios muchos a?os. Fdo.: Manuel Romerales, Pbtro."

La segunda carta, recibida esta ma?ana, lleva el siguiente remite: "Oswaldo Madriz Barrantes. Caja Postal 7371. San Jos¨¦, Costa Rica".

Para qu¨¦ nos vamos a engaflar, la he tirado a la papelera sin abrir.

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