Tal para cual
Quienes m¨¢s imp¨²dica y ostentosamente gustan de reiterarnos a cada paso el testimonio del sacrosanto respeto que les merece la bandera nacional, como la bronca y fan¨¢tica carcunda que hinche las p¨¢ginas del abec¨¦, no parecen sino estar deseando que llegue el verano para que el abertzalismo oligofr¨¦nico-radical vuelva a desafiarlos, cit¨¢ndolos con el "?J¨¦, toro!" del consabido jueguito de las ikurri?as, a fin de poder replicarle bramando de santa indignaci¨®n por los agravios inferidos a la rojigualda, y apelando a las autoridades para recriminarles su blandura en no extremar los medios coercitivos necesarios hasta lograr imponerles a los abertzales la bandera nacional a "?Tr¨¢gala, perro!". Y como, por lo visto, tienen la suerte de gozar todav¨ªa del don divino de la infancia, y no han perdido el pueril resabio de complacerse en el rabia-rabi?a, o sea, en el chinchar, cuanto m¨¢s a tr¨¢gala-perro tenga que ser, m¨¢s gusto parece que les da. As¨ª, como en una especie de inconfesada e inconfesable complicidad de antagonistas, vienen a darse cita todos los veranos, con su j¨¦-toro los unos, con su tr¨¢gala-perro los otros, en la misma secreta diversi¨®n, que cuidan de disfrazar con los m¨¢s graves y vitales contenidos.La expresi¨®n "?Tr¨¢gala, perro!" parece que fue inventada por los constitucionalistas a ra¨ªz del pronunciamiento liberal de Riego; el perro -ciertamente rabioso y pervertido, si los hay- era Fernando VII, y lo que ten¨ªa que tragarse era la Constituci¨®n de 1812. Ya entonces una mentalidad completamente infantil conceb¨ªa por todo contenido de la Constituci¨®n reci¨¦n restablecida el hecho de poder chinchar al rey, que ten¨ªa que trag¨¢rsela, ya por la boca, ya, incluso, seg¨²n el capricho de Goya, por el culo, como un perro al que se le pone una lavativa. Hoy, el perro, todav¨ªa m¨¢s rabioso y pervertido, es el abertzalismo radical, y lo que la carcamancia querr¨ªa que se tragase, cuanto m¨¢s a la fuerza, mejor, es la bandera constitucional. Tambi¨¦n para estos ni?os de hoy lo m¨¢s sabroso de la Constituci¨®n parece consistir en que alguien tenga que trag¨¢rsela. As¨ª, entre los del j¨¦-toro y los del tr¨¢gala-perro, viene a entablarse un juego tan imb¨¦cil como despreciable y en el que ser¨ªa dif¨ªcil decidir qui¨¦n cae m¨¢s bajo. Por lo pronto, a los que tanto respeto y veneraci¨®n declaran sentir hacia la rojigualda (y, por cierto, con una falta de pudor que, m¨¢s que la pregnancia de los sentimientos, sugiere la gratuita desnudez de las matronas de la alta alegor¨ªa) convendr¨ªa invitarles a que reparasen en que usarla como tr¨¢gala-perro es, al menos, a tenor del significado noble que ellos mismos intentan dar a la bandera, una manera de arrastrarla por los suelos. El que ese significado noble que querr¨ªan atribuirles est¨¦ lejos de ser el significado connatural de las banderas -el cual m¨¢s bien se acerca justamente, al innoble significado que le da su empleo como un tr¨¢gala-perro-, es otra cuesti¨®n, que tocar¨¦ m¨¢s adelante. Pero la santa indignaci¨®n patri¨®tica de la referida prensa est¨¢, en verdad, azuzando a los poderes p¨²blicos como quien achuchase a una madre contra el hijo que ha cogido una rabieta: "iP¨¦guele m¨¢s, se?oral ?No le deje que se salga con la suya!'. Naturalmente, el circuito de realimentaci¨®n positiva que se organiza entre una madre est¨²pida y feroz y un hijo todav¨ªa m¨¢s feroz y est¨²pido carece de cualquier final posible; el ni?o podr¨¢ no salirse con la suya, pero seguir¨¢ arm¨¢ndola, sin claudicar jam¨¢s. El espect¨¢culo que ofrecen entre ambos no puede ser m¨¢s indigno y degradante. Cuando el desafio es entre soberbia y soberbia no hay, fuertes ni d¨¦biles, la lucha ei, siempre de poder a poder. La soberbia del ni?o est¨²pido y feroz que necesita demostrarse a s¨ª mismo su propio poder sobre la madre ser¨¢ siempre m¨¢s fuerte que la sensibilidad de su cuerpo a los azotes, los pellizcos o las bofetadas. No hay techo alguno para la soberbia humana.
Que la soberbia es el ¨²nico contenido profundo sustancial en el emperramiento del ni?o est¨²pido y feroz constituido poe el abertzalismo radical lo demuestra su rotundo rechazo de la astucla en la persecuci¨®n de sus pretendidos fines. Es obvio, por ejemplo, que si realmente deseasen la retirada de las fuerzas de orden p¨²blico como tal fin en s¨ª mismo, jam¨¢s habr¨ªan incurrido en la torpeza, contraria al m¨¢s elemental sentido dola astucia, de decir constantemente a voz en cuello: "?Que se vayan!", sino que, por el contrario, habr¨ªan callado como zorros, poni¨¦ndoles "puente de plata", seg¨²n la c¨¦lebre norma del Gran Capit¨¢n. Diciendo, ?que se vayan!" saben perfectamente que les dificultan o hasta imposibilitan el marcharse, por la correlativa soberbia connatural a todo poder constituido, para el que el prestigio es como una condena; pero el ¨²nico sabor verdadero que el abertzalismo radical busca sacarle a la retirada de las fuerzas de orden p¨²blico no es el hecho de la retirada en s¨ª misma -que, seguramente, le importa bien poco, y acaso hasta le fastidiar¨ªa si fuese espont¨¢nea-, sino su valor de claudicaci¨®n por parte del Estado. No les sirve la astucia de dar "puente de plata", porque de nada les vale la retirada de las fuerzas de orden p¨²blico si no es en la medida en que puedan apunt¨¢rsela como un tanto de victoria, para satisfacci¨®n, de la propia soberbia, que es la ¨²nica motivaci¨®n profunda que rige su actitud.
En cuanto a la rec¨ªproca soberbia de los devotos de la rojigualda, tampoco parece, por su parte, interesada en el fin positivo de que cese el j¨¦-toro de los id¨®latras de la ikurri?a, sino que, por el contrario -a juzgar por c¨®mo, lejos de toda prudencia y toda astucia, se complace en tronar con retumbante y cavernosa voz-, da enteramente la impresi¨®n de que se sentir¨ªa defraudada y desilusionada si se viese de pronto privada de la ocasi¨®n de reclamar la imposici¨®n a tr¨¢gala-perro (le la bandera constitucional. S¨®lo la efervescencia del antagonismo activo enciende y vivifica el color de las banderas, en tanto que su falta las lleva a la palidez y al desvanecimiento. S¨®lo el antagonismo da arrebol de belleza al color de las banderas, al igual que: tan s¨®lo la pasi¨®n presta fulgor a la mirada e inflama las mejillas. Las soberbias contrarias se ceban mutuamente en el encuentro que las contrapone de poder a poder. Por eso la carcamancia de la. rojigualda acepta siempre gustosa el juego al que la desafia el abertzalismo, entrando brava y alegre al trapo de la ikurri?a. As¨ª, tanto el patriotismo nacional como el nacionalista se aburrir¨ªan y languidecer¨ªan si no tuviesen quien los hostigase. Si les faltase un enemigo contra el que sentirse cargados de raz¨®n y que les justifique el sina¨ªtico placer de dejarse arrebatar en santa ira, no cabe duda de que lo inventar¨ªan, pues uno y otro carecen de cualquier otra motivaci¨®n o contenido que no sean los de la soberbia antagon¨ªstica.
La carcunda del abec¨¦ -que por lo dem¨¢s, tampoco tiene la exclusiva, por cuanto los benegas y los damboreneas le dan eco y respaldo desde el propio partido del Gobierno tambi¨¦n tiene el detalle de ejercer con sus lectores la obra de misericordia de ense?ar al que no sabe, al revelarnos que las
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banderas no son simples pedazos de tela de colores, sino 11 s¨ªmbolos m¨¢ximos", como dice su editorial del 21 de agosto de 1987. Se agradecen tan nobles intenciones pedag¨®gicas, pero, en verdad, s¨®lo el m¨¢s miope y m¨¢s obtuso de los positivismos, ignorante de la naturaleza de los s¨ªmbolos y de sus imbricaciones en el alma humana, ha podido incurrir en el error de tomar las banderas por simples bandas de tela de colores. Ojal¨¢ fuesen cosa tan innocua. Pero, desventuradamente, para desgracia de hombres y de pueblos, no s¨®lo tienen ¨ªndole simb¨®lica en el sentido m¨¢s fuerte del concepto, sino que pertenecen a una clase de s¨ªmbolos especialmente capacitada, por el propio car¨¢cter de su funci¨®n connatural, para desarrollar connotaciones sustantivas, hasta erigirse en aut¨¦nticos fetiches. Esa funci¨®n connatural de las banderas es soportar la representaci¨®n de las identidades definidas por un antagonismo. Naturalmente, dar representaci¨®n a esas identidades no es nunca una operaci¨®n neutral, sin consecuencias -como no lo es tampoco, en modo alguno, poner nombre a las cosas-, sino una operaci¨®n sumamente activa, sin la cual ni siquiera podr¨ªa llevarse a cumplimiento la propia constituci¨®n de una identidad en cuanto tal. As¨ª como el antagonismo crea a, los enemigos, as¨ª tambi¨¦n las banderas, por su parte, definen y crean las identidades antag¨®nicas que tienen por funci¨®n representar. La prueba de que ¨¦sa es la funci¨®n cong¨¦nita original de las banderas est¨¢ en el hecho de que su uso m¨¢s genuino sea el de expresar la toma de dominio con que el vencedor corona su victoria, justamente mediante el acto de plantar su bandera en la tierra conquistada o de izarla en el m¨¢s alto baluarte de la ciudadela, tras haber arriado la bandera del vencido. Las banderas son, pues, connatural mente, s¨ªmbolos de antagonismo, de odio, de dominaci¨®n.
Nada dice, por tanto, a favor de las banderas la enf¨¢tica afirmaci¨®n de su ¨ªndole simb¨®lica; antes por el contrario, lo malo, lo peligroso, lo nocivo de toda bandera reside precisamente en el hecho de que no sea un inocente retal de tela de colores, sino nada menos que todo un s¨ªmbolo. Consideradas en s¨ª mismas, no hay, pues, una bandera que merezca m¨¢s defensa que otra. La bandera no s¨®lo propende a convertirse ella misma en un fetiche, sino tambi¨¦n a transfigurar en fetiche la identidad que determina y representa y el suelo que se?ala por espacio de su dominaci¨®n. En su funci¨®n cong¨¦nita y originaria de s¨ªmbolo de la dominaci¨®n, la bandera tramita la fetichizaci¨®n abstractiva con que la acci¨®n dominadora convierte un h¨¢bitat en territorio. O, invirtiendo la frase, un territorio es un h¨¢bitat convertido en fetiche por la violencia abstractiva de la dominaci¨®n. Tal abstracci¨®n consiste en allanar o dejar en suspenso las concreciones y determinaciones adquiridas por tal o cual tierra a trav¨¦s de una larga continuidad de relaciones, cada vez m¨¢s cualificadas, con una determinada actividad viviente humana o animal. La acci¨®n dominadora incide destructivamente en la relaci¨®n entre la tierra sobre la que se impone y los hombres que la habitan. La tierra como h¨¢bitat es el suelo de la vida; la tierra como territorio es el solar de la dominaci¨®n.
Es esta fetichizaci¨®n, que allana toda concreci¨®n cualificada de la tierra como h¨¢bitat y la convierte en territorio, la que, abstrayendo de la patria cualquier rasgo de querencia o madriguera, constituye el hueco y desnudo patriotismo territorialista, cuyo ¨²nico posible contenido es el instinto de dominaci¨®n. No obstante, es justamente este crudo y vac¨ªo fetichismo territorialista, tan estrechamente atado a la idolatr¨ªa de la bandera, lo que hoy la gran mayor¨ªa de los hombres -ya est¨¦n en contra, ya est¨¦n a favor- suele entender por patriotismo. Pero si la palabra "patria" puede ser todav¨ªa recuperable en un sentido humano, lo primero que habr¨ªa que dejar bien sentado y sin equ¨ªvoco posible es que no puede haber amor a tal patria restaurada que no sea al mismo tiempo odio al territorio.
Los rastros o las reliquias de territorialidad que a¨²n pueden adivinarse en cualquier h¨¢bitat reconstituido tras un secular per¨ªodo de mayor o menor sosiego hist¨®rico no son sino las cicatrices que atestiguan la violencia abstractiva de antiguos vendavales de dominaci¨®n. Por ejemplo, la Am¨¦rica de lengua castellana no ha podido borrar, a ra¨ªz de su independencia, y a despecho de toda voluntad contraria, las antiguas fronteras de audiencias, virreinatos o capitan¨ªas establecidos por la Administraci¨®n espa?ola, sino que, salvo insignificantes modificaciones, perviven todav¨ªa hoy como fronteras internacionales, formando una ret¨ªcula que es el cicatrizado pero indeleble estigma de la conquista y la dominaci¨®n hispana. ?Qu¨¦ grado m¨¢s inhumano de abstracci¨®n podr¨ªa imaginarse que el que comporta el hecho de que una simple desavenencia individual entre conquistadores como la que hubo entre Pizarro y Belalc¨¢zar haya llegado a perpetuarse por frontera entre los actuales territorios nacionales de Ecuador y de Per¨²?
El correlato ecol¨®gico de la abstracci¨®n y cadaverizaci¨®n que sufre un h¨¢bitat cuando el criterio de la dominaci¨®n lo fetichiza en territorio encuentra un buen ejemplo en la amenaza con que los buitres de hierro del militarismo se ciernen sobre la finca de Caba?eros. Por lo dem¨¢s, si la abstracci¨®n territorializadora es la concepci¨®n propia de la dominaci¨®n, nada tiene de extra?o que sea tambi¨¦n la concepci¨®n predominante del militarismo. Y, ciertamente, la manifestaci¨®n m¨¢s expresiva y m¨¢s ilustrativa de semejante concepci¨®n territorial, con todo su car¨¢cter inhumanamente abstractivo respecto de cualquier concreta cualificaci¨®n como h¨¢bitat viviente, nos la ofreci¨® el almirante Liberal Luccini con aquella c¨¦lebre declaraci¨®n seg¨²n la cual la pen¨ªnsula Ib¨¦rica le merec¨ªa nada menos que la estimaci¨®n de "bomb¨®n geoestrat¨¦gico".
La bandera es, en fin, espec¨ªficamente, el instrumento y el veh¨ªculo sensible por el que cobra vigencia tal clase de abstracciones fetichistas, inherentes a toda identidad, que es siempre, activa o virtualmente, antagonismo, furor de predominio, odio y soberbia. Por eso, todas las banderas esconden, a la postre, tras sus lindos colorines, el siniestro black jack de los piratas: el estandarte de la calavera y las tibias cruzadas sobre campo negro. El black jack es la bandera que dice la ominosa verdad de todas las banderas.
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