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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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El peque?o cad¨¢ver de R. J.

JUAN JOS? MILL?S

Juan Jos¨¦ Mill¨¢s

El invierno pasado falleci¨® el conocido autor de novelas R. J. Su muerte fue noticia de primera p¨¢gina; su entierro constituy¨® un acontecimiento social de primer orden. Acudieron a ¨¦l el ministro de Cultura, el vicepresidente del Gobierno, la esposa del presidente, as¨ª como los m¨¢s altos representantes de las numerosas instituciones -p¨²blicas o privadas- relacionadas directa o indirectamente con la cultura, y cuyo entramado da lugar a uno de los tejidos m¨¢s polvorientos del enorme sudario bajo el que se desenvuelve la existencia creadora.La representaci¨®n extranjera estuvo compuesta por embajadores, agregados de cultura, un par de ministros europeos y numerosos editores de todo el mundo, que aprovecharon la coincidencia de que pocos d¨ªas despu¨¦s se celebraba en esta ciudad un importante encuentro internacional para matar as¨ª dos p¨¢jaros de un tiro.

En fin, a qu¨¦ abundar en esta enumeraci¨®n de asistentes que acabar¨ªa convirti¨¦ndose en una torpe e imperfecta relaci¨®n de olvidos. Demasiadas complicaciones protocolarias tuvieron ya los organizadores del entierro para que yo, que desconozco la distancia jer¨¢rquica entre un subsecretario y un director general, venga ahora a reproducir las numerosas descortes¨ªas oficiales que, a decir de muchos, se perpetraron en aquella fiesta mortuoria.

El suceso est¨¢ en la memoria de todos y se puede, por tanto, despachar en pocas l¨ªneas. S¨ª me gustar¨ªa destacar, sin embargo, una rareza que pas¨® inadvertida a los numerosos cronistas que cubrieron esta informaci¨®n y al p¨²blico en general; me refiero al hecho de que la mayor¨ªa de los asistentes de primera fila iban total o parcialmente disfrazados con uniformes de todos los colores, de cuyas pecheras pend¨ªan numerosos e incomprensibles s¨ªmbolos de metal de tela. El cad¨¢ver de R. J. hab¨ªa sido cubierto con un traje especial perteneciente a alg¨²n colegio o corporaci¨®n que no conozco. No es necesario recordar que la capilla ardiente fue instalada en la sede de la Real Academia, desde donde partir¨ªa el cortejo f¨²nebre, ni el desagradable y tercermundista espect¨¢culo que all¨ª se dio cuando se produjo el aviso de bomba, que constituy¨® uno de los platos fuertes de la noticia.

CONFESI?N

He de confesar que esta reprobable acci¨®n fue obra m¨ªa. No pude resistirlo. Cuando observ¨¦ a aquellos se?ores y a aquellas damas cuchichear en torno al t¨²mulo de R. J., luciendo absurdos vestidos y enigm¨¢ticas condecoraciones, imagin¨¦ lo que ser¨ªa verlos salir en tropel a la calle y disfrutar de la expresi¨®n de sus rostros. Pens¨¦ que de ese modo quedar¨ªa anulado el artificio de los trajes que, como todo disfraz, no ten¨ªan otro objeto que disimular o ocultar la verdadera naturaleza de quienes los llevaban. Luego pens¨¦ tambi¨¦n que esta proliferaci¨®n de uniformes no hac¨ªa sino delatar una de las carencias m¨¢s penosas de los seres humanos: su radical falta de identidad; si fu¨¦ramos efectivamente quienes decimos ser, o si cada uno de nosotros constituy¨¦ramos realmente un ser completo, un individuo, no ser¨ªa preciso revestirse de atributos externos, ni de medallas o certificados que lo proclamaran de forma tan ruidosa. Pero ya me referir¨¦ a esto m¨¢s adelante.

El caso es que sal¨ª de aquel recinto, y desde una cabina telef¨®nica d¨ª un aviso de bomba. Luego me situ¨¦ en un lugar estrat¨¦gico y comenc¨¦ a ver rostros y uniformes discretamente evacuados por los servicios de seguridad de las numerosas autoridades all¨ª congregadas. Entonces, para neutralizar tal discreci¨®n, hice correr la noticia entre el p¨²blico indiferenciado de la calle. En seguida comenzaron a producirse algunas carreras -que desorganizaron la trama dispuesta para las honras f¨²nebres. Algunos de los disfrazados perdieron de forma transitoria la compostura ante la ineficacia policial, lo que acentu¨® la sensaci¨®n de mascarada y contribuy¨® a trivializar la escena.

Con todo, lo mejor fue cuando alguien advirti¨® que el cad¨¢ver de R. J. no hab¨ªa sido evacuado, por lo que, de ser cierta la amenaza, los restos de nuestra gloria nacional saltar¨ªan hechos pedazos por los aires, dejando a todos compuestos y sin difunto. De inmediato fueron enviados al interior del edificio media docena de escoltas, que salieron al poco con aquel f¨¦retro excesivo, dentro del cual bailaba, golpe¨¢ndose contra sus mullidas paredes, el peque?o cad¨¢ver del insigne escritor. De manera que tambi¨¦n R. J. acab¨® por perder la compostura antes de desaparecer del todo. Confieso que sent¨ª cierta piedad por aquel hombre que de modo enigm¨¢tico me hab¨ªa arrebatado la gloria, as¨ª como el soporte sobre el que en otro tiempo hab¨ªa reposado el proyecto de mi felicidad personal.

No ignoro que esta confesi¨®n, dada la proximidad de los hechos, podr¨ªa da?ar seriamente mi imagen, con independencia de las responsabilidades penales a que pudieran dar lugar los des¨®rdenes p¨²blicos que provoqu¨¦. Ninguna de las dos cuestiones me preocupa. Carezco de imagen o, en todo caso, se trata de una imagen minusv¨¢lida e incapaz, por tanto, de proyectarse y ser recogida en un soporte visible. Adem¨¢s, qu¨¦ sentido tendr¨ªa molestar a un anciano de casi 80 a?os que pronto estar¨¢ listo para reunirse con R. J., donde quiera que ¨¦ste se encuentre.

Por otra parte, si alguien estaba autorizado a gastar una broma de este tipo, era yo, sobre todo si considerarnos que el peque?o cad¨¢ver arrugado, que yac¨ªa en el fondo del acolchado f¨¦retro era, en alguna medida, y por lo que a continuaci¨®n explicar¨¦, el m¨ªo.

Hace ya muchos a?os que perd¨ª la volun tad, y con ella la capacidad de elegir unas cosas y rechazar otras; carezco de intenciones y, por tanto, de ambici¨®n. No comprendo la loca carrera de los hombres en busca de un destino personal que no existe o de una individualidad que, en el mejor de los casos, es un mero artificio incapaz de tapar la f¨¢lta de sustancia que, como un agujero, nos traspasa. La propia identidad, y sus pobres distintivos, no pasa de ser, en mi opini¨®n, una ingeniosa construcci¨®n verbal, ¨²til para crear sociedades, establecer jerarqu¨ªas y levantar as¨ª edificios, trazar autopistas o plantar sem¨¢foros. Pero todo ello no justifica la pasi¨®n con la que el cardenal tiende al papado, el militar al generalato, o el escritor al Nobel.

ALG?N PLACER

Valgan las l¨ªneas anteriores para se?alar que debajo de esta declaraci¨®n que ahora inicio no se esconde ning¨²n deseo de venganza, ni de resentimiento, ni mucho menos de reivindicaci¨®n de una gloria que a estas alturas de la vida me proporcionar¨ªa m¨¢s incomodidades que otra cosa. Con todo, algunos pensar¨¢n que me mueve a escribir un impulso mezquino, un movimiento ruin, que resume y magnifica al tiempo mi fracaso. No es eso, pero no negar¨¦ -si ello ha de producir alguna satisfacci¨®n- que algo de placer voy encontrando, a medida que escribo, en esta historia que no habr¨ªa hecho p¨²blica jam¨¢s si el propio R.J. no me lo hubiera pedido en su lecho de muerte. Quien quiera calificar de miserable ese placer, que se mire a s¨ª mismo, que contabilice las miserias de su propia existencia, y con ellas el n¨²mero de mezquindades que hubo de perpetrar no ya en la consecuci¨®n de aquellos logros importantes, sino en el humilde y cotidiano ejercicio de ganarse la vida.

Pues bien, lo cierto es que a los pocos d¨ªas de ser ingresado en el sanatorio del que habr¨ªa de salir sin vida, R. J. me mand¨® llamar a trav¨¦s de un amigo. Cuando entr¨¦ en la habitaci¨®n orden¨® salir a todos con su voz aflautada y me mir¨® fijamente desde aquellas bolitas blanquecinas y llorosas en que se hab¨ªan convertido sus seductores ojos. La mirada tuvo la calidad de una entrega, pero tambi¨¦n de una invocaci¨®n que me hizo revivir en segundos la complejidad en que se hab¨ªan desenvuelto nuestras vidas, nuestras dos vidas anudadas, formando un solo bulto, un tumor, a punto ya de desatarse para siempre.

-?C¨®mo est¨¢s? -pregunt¨¦, observando la cabecera de la cama recorrida por tubos de todos los tama?os.

-Se acab¨® -dijo-, y no lo siento. De manera que podr¨ªamos decir que no estoy mal. Si estos cabrones no me prolongan demasiado la tortura, la cosa puede resultar apasionante o, por lo menos, entretenida. Veo cosas e ideas, colores y formas que nunca sospech¨¦.

-Jienes dolores?

-Dolores, no; me dan morfina cada vez que suspiro. Pero siento nostalgia de ti y de m¨ª, como si hubiera una cuenta pendiente entre nosotros.

-No nos debemos nada -respond¨ª en voz baja, como si el tono de mi voz tratara de poner en cuesti¨®n lo que afirmaba.

PERFIL DE TORTUGA

R. J. se revolvi¨® en su inmensa cama. La enfermedad hab¨ªa reducido notablemente su tama?o. Era 10 a?os m¨¢s joven que yo, pero parec¨ªa m¨¢s viejo. Me sent¨¦ en una silla situada junto a la cabecera y observ¨¦ su perfil de tortuga, repleto de surcos y de grietas que descend¨ªan hacia el cuello, donde se produc¨ªa una excesiva acumulaci¨®n de piel, cuyos pliegues evocaban los de un calcet¨ªn derrumbado sobre el tobillo de su due?o.

-Escucha -dijo-, quiero que manipules mi posteridad. Estoy seguro de que sabr¨¢s hacerlo de la manera m¨¢s adecuada. Cu¨¦ntalo como quieras, de la forma que m¨¢s te guste a ti.

-Estoy muy viejo -respond¨ª- Lo que me pides exigir¨ªa un gasto de energ¨ªas de las que no dispongo. ?Qu¨¦ sacar¨ªamos, adem¨¢s, de todo ello?

-No s¨¦ -dijo como desde otro lado- Es por curiosidad. Me gustar¨ªa ver qu¨¦ pasa. Sabes, cuando ya se est¨¢ cerca del abismo, uno tiene la impresi¨®n de que las cosas no se acaban. M¨ªrame bien: parezco en cierto modo una cris¨¢lida, un insecto en fase de metamorfosis; me siento my alejado de todo, como en el interior de un capullo del que pronto saldr¨¦ para alcanzar mi estado perfecto. Desde ese estado, quisiera ver qu¨¦ pasa con nosotros.

Abandon¨¦ el sanatorio con una sensaci¨®n de ligereza sorprendente, como si alguna parte de mi propia vejez se hubiera quedado all¨ª, junto al cuerpo de R. J. Decid¨ª, naturalmente, no hacerle caso, pues juzgu¨¦ que sus impresiones eran producto de las drogas. Hac¨ªa fr¨ªo, pero consegu¨ª caminar medio kil¨®metro antes de detener un taxi.

Al d¨ªa siguiente, los peri¨®dicos dieron la noticia de su muerte. Hab¨ªa fallecido durante la madrugada, en pleno tr¨¢nsito hacia el amanecer. En la primera p¨¢gina, bajo los llamativos titulares, hab¨ªa una foto a tres columnas, en la que se ve¨ªa al anciano moribundo, en su lecho de muerte, y junto a ¨¦l a nuestro joven ministro de Cultura imponi¨¦ndole todav¨ªa una condecoraci¨®n sobre el pijama.

Por mi parte, supe que me hab¨ªa quedado solo en este amargo mundo, que desde hace ya mucho tiempo me parece un circo inacabable.

Razones de salud que a nadie interesan, pero que en todo caso terminar¨¢n conmigo antes de que el pr¨®ximo oto?o nos alcance, me han hecho reconsiderar, unos meses despu¨¦s de su fallecimiento, la propuesta de R. J. La verdad es que todav¨ªa no me siento, como ¨¦l, en el interior de un capullo, pero mi cuerpo se parece cada d¨ªa m¨¢s al de la ¨²ltima fase de las larvas. Conviene, pues, antes de que la seda del dulc¨ªsimo ata¨²d aprisione mis miembros, dejar las cosas arregladas, siquiera sea para no lamentar en el ¨²ltimo instante haber sido incapaz de atender la demanda de quien vivi¨® de m¨ª, pero tambi¨¦n de quien proporcion¨® a mi vida la posibilidad de ejercer esa extra?a pasi¨®n de la escritura.

PUNTO DE PARTIDA

Ser¨¦ breve y exacto, ya que en esta serie de fases aparentemente sucesivas, que conduce a la corrupci¨®n de los cuerpos, una de las primeras cosas en caer -tras el cabello, la carne y el deseo- es el gusto por la ambig¨¹edad literaria. Vayamos, pues, al grano, al bulto, a la cuesti¨®n que nos devolver¨¢ al punto de partida tras un viaje circular que sin duda carece de sentido.

Conoc¨ª a R. J. cuando ten¨ªa 30 a?os y ¨¦l comenzaba la veintena. Por aquella ¨¦poca yo hab¨ªa publicado una novela y un volumen de relatos breves que la cr¨ªtica salud¨® con mayor entusiasmo que el p¨²blico lector. En cualquier caso, era una promesa de la que se hablaba con fervor en determinados c¨ªrculos literarios. No dir¨¦ que me persiguieran los editores, pero me hab¨ªa ganado su respeto y comenzaban a llegarme algunas ofertas de inter¨¦s.

Cierto d¨ªa fui invitado a dar un par de charlas en la facultad de Letras de nuestra ciudad.

Sal¨ª bastante bien de la primera, pues aunque los estudiantes eran dogm¨¢ticos y con frecuencia hac¨ªan juicios excesivos, mi dogmatismo era por entonces mayor Y estaba reforzado, adem¨¢s, por una cantidad de informaci¨®n de la que ellos carec¨ªan.

Tras el coloquio, cuando ya estaba dispuesto a marcharme, se me acerc¨® un joven -el mism¨ªsimo R. J.- que, con maneras t¨ªmidas y cautelosas, me dijo que quer¨ªa ser escritor. Le anim¨¦ a ello con las frases habituales y le firm¨¦ un ejemplar de mi novela.

Entonces, el joven R. J. sac¨® unos f¨®lios de su cartera y me los entreg¨® con rubor. Se trataba de un cuento que hab¨ªa presentado a un importante concurso literario -el mismo al que me hab¨ªa presentado tres veces en los ¨²ltimos a?os, sin llegar siquiera a la final-, y pretend¨ªa que lo leyera y que le diera mi opini¨®n. Al d¨ªa siguiente ten¨ªa que volver a la f¨¢cultad para completar las dos conferencias contratadas, de manera que le promet¨ª mirarlo esa noche y emitir sobre ¨¦l un juicio sincero.

CUENTO DE ENCARGO

Le¨ª el relato sin salir de mi asombro, porque era un relato m¨ªo, publicado a?os atr¨¢s en una revista de escasa tirada que no sobrevivi¨® al segundo n¨²mero. A decir verdad, era un cuento de encargo, escrito de forma apresurada y plagado de ingenuidades literarias. Nunca sent¨ª por ¨¦l el menor afecto.

Tuve dudas sobre la actitud que deb¨ªa adoptar frente a R. J. Finalmente, decid¨ª que cederle el relato podr¨ªa ser un modo de desprenderme de un mal producto que podr¨ªa manchar mi todav¨ªa breve carrera de escritor. No negar¨¦ que en el descaro de R. J. hab¨ªa algo que me sugestionaba, como si se tratara de un juego literario del que yo habr¨ªa de obtener, al final, los mayores beneficios. Es m¨¢s, aquella noche, d¨¢ndole vueltas al suceso, se me ocurri¨® una historia para un cuento que no Regu¨¦ a escribir, y que recorrer¨ªa mi vida para acabar por convertirse en este informe.

Al d¨ªa siguiente le devolv¨ª los folios a R. J. y le expres¨¦ mis dudas sobre las bondades del relato. Ten¨ªa -dije- los defectos t¨ªpicos de toda- obra primeriza, pero se advert¨ªan en ¨¦l algunos

Pasa a la p¨¢gina siguiente

El peque?o cad¨¢ver de R. J.

Viene de la p¨¢gina anteriordestellos de gusto literario en los que deber¨ªa intentar profundizar. A?ad¨ª que no deb¨ªa desanimarse si no ganaba el concurso, pues se trataba d¨¦ un premio demasiado importante, al que sol¨ªan presentarse los autores consagrados de la ¨¦poca.

R. J. escuch¨® con humildad mis opiniones y agradeci¨® sinceramente los ¨¢nimos que trat¨¦ de infundirle. Lo que m¨¢s me sorprendi¨® es que en ning¨²n momento, y pese a las dos o tres oportunidades que le d¨ª, intentara establecer una complicidad que, aunque de forma impl¨ªcita, delatara su juego. Por el contrario, actuaba como si el cuento fuera realmente suyo, por lo que llegu¨¦ a dudar de m¨ª mismo, y esa noche busqu¨¦ la revista donde lo hab¨ªa publicado, y donde a¨²n permanec¨ªa, amarillento y sucio, pero con mi firma. Decid¨ª que R. J. era un loco y sent¨ª cierta aprensi¨®n por haber entrado en su juego de ese modo.

EL PREMIO

A los pocos d¨ªas, leyendo el peri¨®dico, me encontr¨¦ con la foto de R. J. en las p¨¢ginas de cultura. Hab¨ªa ganado con mi cuento el premio literario y respond¨ªa con cierta inteligencia narrativa a las preguntas de un entrevistador trivial.

El juego continuaba. Sonre¨ª con estupor y me guard¨¦ el secreto.

Durante los siguientes a?os, R. J. alcanz¨® cierta notoriedad. Publicaba art¨ªculos bien hilvanados, aunque bastante artificiosos, en el peri¨®dico m¨¢s importante del pa¨ªs. Participaba, adem¨¢s, con ¨¦xito en todas las mesas redondas y acontecimientos literarios de alguna relevancia. Pero no hab¨ªa vuelto a escribir ning¨²n relato, aunque se dec¨ªa que llevaba a?os trabajando en una novela cuyo ¨¦xito ser¨ªa definitivo para la consolidaci¨®n de su prestigio. Era, pues, uno de esos sujetos que viven en los aleda?os de la literatura y que, por una rara habilidad, acaban por ser aceptados como novelistas, aun sin haber publicado ning¨²n libro.

En cuanto a m¨ª, hab¨ªa escrito y publicado tres o cuatro novelas m¨¢s, que fueron bien recibidas por la cr¨ªtica, pero con las que no consegu¨ª romper tampoco esa barrera detr¨¢s de la cual se encuentra el mundo de las grandes tiradas. No obstante, gozaba de un s¨®lido prestigio en los ambientes universitarios y mi presencia era requerida en congresos y encuentros de todo tipo. Ten¨ªa entonces 40 a?os y -en la opini¨®n de mis editores, compartida para m¨ª- estaba a punto de dar ese dif¨ªcil paso que convierte a un novelista en un hombre p¨²blico. Ese lugar, el m¨¢s codiciado por los escritores, significa estabilidad, dinero, fama y, con un poco de suerte, desde ¨¦l se da el salto a la gloria.

ENCUENTRO

Pues bien, por 1 aquellos d¨ªas se celebr¨® en un pa¨ªs centroeuropeo un importante congreso internacional de escritores al que fui invitado. Coincid¨ª en el tren con R. J., que, a pesar de su juventud y de sus escasos m¨¦ritos, hab¨ªa conseguido de alg¨²n modo que su presencia fuera reclamada en dicho encuentro.

En los ¨²ltimos a?os nos hab¨ªamos visto de forma ocasional en diversas presentaciones de libros y otros sucesos literarios de semejante ¨ªndole, pero nuestra relaci¨®n era m¨¢s bien superficial. Desde luego, ninguno de los dos mencion¨® nunca el asunto relacionado con mi cuento.

El viaje era largo, por lo que tuvimos tiempo para intercambiar opiniones y trabar cierto conocimiento. La personalidad de R. J. ten¨ªa aspectos detestables, pero sobre ellos se alzaba una capacidad de fascinar que a¨²n no he olvidado. Sus p¨¢rpados superiores -quiz¨¢ por alg¨²n defecto de la membrana parec¨ªan algo peque?os en relaci¨®n con el globo ocular que deb¨ªan cubrir, por lo que manten¨ªan una tirantez que daba a su mirada un tono incomprensible y misterioso con el que consegu¨ªa seducir imperceptiblemente. Sus labios eran finos, pero bien formados, y transmit¨ªan esa sensaci¨®n de crueldad de algunos cardenales en las p¨ªnturas del Renacimiento.

Por aquella ¨¦poca yo beb¨ªa bastante, lo que me hac¨ªa cometer algunas imprudencias. Hab¨ªamos comido en el vag¨®n-restaurante, y en la sobremesa me sent¨ªa feliz frente a aquel aspirante a novelista. Comentamos nuestras respectivas ponencias. La suya girar¨ªa en torno al viejo tema de las relaciones entre literatura y realidad, pero parec¨ªa muy bien estructurada y deduje de sus palabras que hab¨ªa en ella aportaciones originales de cierto valor. El tema estaba de moda, lo que le aseguraba por lo menos una interesante pol¨¦mica.

La m¨ªa era menos ambiciosa, pues no hab¨ªa tenido la tranquilidad ni el tiempo necesarios para prepararla. Estaba escrita en 20 folios y era una reflexi¨®n repleta de lugares comunes sobre lo imaginario y su concreci¨®n literaria. Part¨ªa de una idea general y trataba de llegar hasta el l¨ªmite inferior de determinaci¨®n conceptual a trav¨¦s de una serie de autores del pasado siglo.

A R. J. pareci¨® interesarle mi exposici¨®n, lo que sin duda halag¨® mi vanidad, tocada ya por las sucesivas copas de co?¨¢ que ¨¦l mismo ped¨ªa para m¨ª. Llegados a un punto de esta borrachera unilateral, R. J. me hizo una proposici¨®n: intercambiar nuestras ponencias. Yo leer¨ªa la suya y ¨¦l la m¨ªa.

Por entre lo s vapores del alcohol, mi escasa inteligencia realiz¨® un breve y confuso c¨¢lculo de intereses. Su ponencia tocaba un tema de actualidad, fuertemente pol¨¦mico, y la exposici¨®n parec¨ªa inteligente; a la m¨ªa se le notaban los hilvanes y su contenido estaba descontextuado en relaci¨®n a las preocupaciones del momento. Por otra parte, R. J. me deb¨ªa esa satisfacci¨®n, por lo que pod¨ªa aceptar el intercambio sin sentir por ello ning¨²n movimiento de culpa.

Nos dirigimos a nuestros departamentos y al poco nos encontramos en el pasillo, donde se materializ¨® el trato. Una vez a solas le¨ª su ponencia y me pareci¨® genial. Dediqu¨¦ el resto del viaje a disfrutar de mi pr¨®ximo ¨¦xito, tapando con la ayuda del alcohol una inquietud difusa, localizada en el vientre. "Esto es m¨¢s divertido que la ruleta rusa", me hab¨ªa dicho R. J., con un gui?o, mientras se realizaba el intercambio.

Sorprendentemente, mi actuaci¨®n en el congreso no caus¨® ninguna reacci¨®n; no hubo rechazos, ni adhesiones, ni siquiera un coloquio m¨ªnimamente sostenido. En cambio, R. J. conoci¨® un ¨¦xito fulgurante. Su intervenci¨®n nubl¨® la del resto de los asistentes y su ponencia -la m¨ªa- fue publicada en todos los idiomas. Regres¨® a nuestro pa¨ªs convertido en una figura incontestable, lista para la gloria. En todas partes se hablaba de la novela en la que llevaba a?os trabajando, y los editores le ofrec¨ªan sumas fabulosas para adquirir los derechos de su publicaci¨®n.

MALOS MOMENTOS

En cuanto a m¨ª, de manera enigm¨¢tica, comenc¨¦ a declinar a una velocidad de v¨¦rtigo. Tardaban meses en publicar mis art¨ªculos y ya no me ofrec¨ªan conferencias ni me solicitaban cuentos las revistas. Mi econom¨ªa, que nunca hab¨ªa gozado de una gran salud, adelgaz¨® hasta extremos insoportables. De todos modos, consegu¨ª terminar una novela que me hab¨ªa ocupado los tres ¨²ltimos a?os, y se la envi¨¦ a mi editor con la esperanza de obtener un sustancioso adelanto sobre sus derechos. Era una gran novela, escrita en plena madurez, en ese instante en el que todo novelista re¨²ne los recursos t¨¦cnicos y la experiencia vital que le permiten acometer un gran proyecto.

Me la devolvieron a los pocos d¨ªas, con una breve carta en la que una secretaria me explicaba que estaba cubierta toda la programaci¨®n editorial de los pr¨®ximos a?os. Cre¨ª enloquecer. La envi¨¦ a tres o cuatro editores m¨¢s con id¨¦ntico resultado. Me la remit¨ªan sin haberla, le¨ªdo, acompa?ada de tres frases amables mal escritas.

Un d¨ªa, finalmente, la envolv¨ª y se la envi¨¦ por correo urgente y certificado a R. J. Pas¨¦ dos o tres meses de angustia, sin saber qu¨¦ iba a ser de m¨ª y de lo ¨²nico que hab¨ªa dado sentido a mi existencia, la escritura. Transcurrido ese tiempo, comenzaron a aparecer en la Prensa noticias relacionadas con la pr¨®xima publicaci¨®n de la esperada novela de R. J. Las primeras ediciones se agotaron antes de ponerse a la venta, y numerosas editoriales extranjeras pagaron grandes sumas por los derechos de traducci¨®n.

Al poco tiempo recib¨ª un cheque de varios ceros que me permiti¨® afrontar el futuro con cierta tranquilidad.

En fin, a qu¨¦ seguir con esta relaci¨®n interminable de malentendidos que ha envenenado mi existencia. Baste decir que R. J y yo no volvimos a vernos hasta que me hizo llamar a su lecho de muerte. Cada vez que terminaba una novela, se la enviaba por correo, y a los pocos meses recib¨ªa un tal¨®n que me permit¨ªa vivir un a?o m¨¢s. Cuando yo, por maldad, tardaba m¨¢s de lo acostumbrado en enviarle un nuevo libro, ¨¦l menguaba mi asignaci¨®n econ¨®mica. De este modo, llegamos a alcanzar un raro equilibrio entre sus intereses y los m¨ªos.

Supongo que su vida no ha sido menos infernal que la m¨ªa. Ambos nos hemos acechado en secreto durante todos estos a?os, porque de la supervivencia de uno depend¨ªa la existencia del otro. ?l consigui¨® la gloria que a m¨ª me permiti¨® transformar en materia literaria todas mis- obsesiones, y lo cierto es que ahora -al final de la vida- poco importa ya qui¨¦n firm¨® aquellos libros, pues como ya expres¨¦ al principio de esta declaraci¨®n, la identidad no existe ni existe el individuo, pues nada hay en ¨¦l, excepto sus uniformes y medallas, capaz de hacerlo diferente de los dem¨¢s mortales. Hay animales que est¨¢n formados de otros varios y en los que los ¨®rganos correspondientes ejecutan funciones distintas; en tales casos, s¨®lo la totalidad puede considerarse un individuo.

R. J y yo somos el s¨ªmbolo de esa totalidad. ?l parec¨ªa el autor de sus novelas; ese autor era yo. Pero si di¨¦ramos un paso m¨¢s a¨²n, ver¨ªamos que tampoco eran m¨ªas, sino de algo o alguien que las escribi¨® a trav¨¦s de m¨ª. El novelista no es m¨¢s que un instrumento, un transmisor que realiza su trabajo como el intestino o el coraz¨®n realizan el suyo, sometidos a un impulso involuntario y ajenos al sentido final de su funci¨®n.

Eximo, pues, a las autoridades de repetir conmigo la farsa llevada a cabo en los recientes funerales de R. J. Una parte de m¨ª fue suficientemente honrada en su cad¨¢ver, y a trav¨¦s de ¨¦l tambi¨¦n quisiera penetrar en el dudoso futuro de los muertos. Ya nada me retiene, no hay en mi coraz¨®n un solo fuego que estas postreras p¨¢ginas no hayan logrado consumir.

En fin.

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Sobre la firma

Juan Jos¨¦ Mill¨¢s
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, adem¨¢s del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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