Un artista en la frontera
Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1945) vive desde 1975 en Barcelona. Es escritor y traductor. Ha publicado dos libros de cuentos (El instrumento m¨¢s caro de la tierra y El buitre en invierno) y las novelas El pa¨ªs de la dama el¨¦ctrica e Insomnio. En diciembre pr¨®ximo, Muchnik publicar¨¢ su tercera novela: El sitio de Kelany. Un artista en la frontera es, ante todo, un relato donde la tensi¨®n impulsa el ritmo de la narraci¨®n. Un veh¨ªculo cruza un paraje africano en direcci¨®n a una frontera franca donde los pasajeros depositan cierta cantidad de oro para poder pasar. Entre ellos va una especie de mago que contrasta con el ambiente intenso y realista de la situaci¨®n.
Ara?ando piedras flojas, m¨¢s verde que los arbustos p¨¢lidos, la furgoneta Nissan sub¨ªa por un camino de monta?a como si algunas zonas d¨®ciles del aire buscaran camuflarla para burlar la turbulencia de otras. Hab¨ªa dejado atr¨¢s un barranco cuando el ch¨®fer, un pelirrojo llamado Nilo, vio por el retrovisor que uno de los pasajeros sacaba la cabeza por la ventanilla. Era el que se hac¨ªa llamar Boris. Aunque Nilo titube¨® s¨®lo un momento, bast¨® para que el tipo, deshaci¨¦ndose en toses, soltara un silbido que perfor¨® la tarde y remont¨® las laderas en anchas ondas dolorosas. Tal vez hubiera vuelto a silbar; pero otro pasajero, un argelino que estaba compartiendo una naranja con su mujer, se le ech¨® encima para darle un golpe en el cuello. Nilo tuvo que apagar el motor.-Basta -dijo con una voz sorprendentemente baja- Basta o les juro que se quedan los dos aqu¨ª mismo. Ma?ana ya tendr¨¢n tiempo.
Despu¨¦s de separarlos los empotr¨® contra el respaldo y se sec¨® el sudor con un trapo. Desde la calva en medio de la pelambre roja le bajaba hasta el torso un vigor resignado, igual de quieto y deslucido que los ojos de adobe. Aunque no pasaba de los 30 a?os parec¨ªa haber vivido 50 bajo lluvias ¨¢cidas.
-?Ya estamos m¨¢s serenos? -pregunt¨®.
-S¨ª, hombre, s¨ª -resopl¨® el argelino- ?Pero no ve, hombre?
-No, no ve -dijo Boris, buscando la mirada de Nilo.
Nilo volvi¨® a preguntarse de d¨®nde pod¨ªa venir esa especie de garabato. Ten¨ªa la piel parda de andar por la calle, el pelo cortado al cero y la exaltada delgadez del cuerpo protegida por un impermeable sin botones; a pesar de faltarle entusiasmo, contagiaba por los ojos grises, por la nariz de gavil¨¢n una insistente claridad, el conocimiento de algo problem¨¢tico, interesante y remoto. Calzaba zapatos viejos, pero de charol.
-Ya ve, eh, hombre -dijo el argelino- Nos descubrir¨¢n por este animal.
-No es un animal -dijo la mujer de permanente azul que iba en el tercer asiento. Era rumana o b¨²lgara, paciente, abrupta, y s¨®lo hab¨ªa aceptado viajar junto a ese mestizo de ning¨²n pa¨ªs que no cerraba nunca su biblia-. Pero tampoco nos ayuda.
-Yo quer¨ªa probar el eco -dijo Boris.
-Est¨¢ loco -dijo Nilo, y volvi¨® a empujarlo.
LAS CUATRO MENOS DIEZ
Se sent¨® al volante y gir¨® la llave. Cundo un rato despu¨¦s el ripio del camino se convirti¨® en una placa de basalto el reloj de la consola marcaba las cuatro menos diez. Nilo se habr¨ªa alegrado de no ser porque la vista volv¨ªa a aburrirlo y con los pasajeros prefer¨ªa no hablar demasiado. Esta vez, sin embargo, le iba a costar resistirse: inclinado hacia ¨¦l, volc¨¢ndole en la nuca vahos de lavanda, Boris le pregunt¨® si le molestaban las consultas.
-Depende -dijo Nilo calcul¨¢ndole el miedo.
-Magn¨ªfico -dijo Boris con una voz seca y conmovida-. ?Usted cree que ser¨¢n muy estrictos? Con el peso, digo.
Nilo oy¨® un magro tintineo por debajo de los bufidos del motor. Igual que en el momento de partir, Boris sopesaba cosas de oro en la palma de la mano.
-No tengo por qu¨¦ mentirle, ?de acuerdo? La verdad es que son inflexibles. Seis gramos o nada. Nada, quiero decir -con una mano pecosa se limpi¨® de la mejilla el roc¨ªo de incertidumbres que Boris supuraba. M¨¢s all¨¢ del parabrisas r¨¢pidos metabolismos manchaban las nubes- No me gusta dejar a la gente de este lado, pero del que no trae lo justo yo no cobro.
-Ciertamente, claro -dijo Boris, y el tintineo ces¨®- Bien, ya veremos. Es usted muy amable.
El resto del viaje, Nilo se dio cuenta, lo pas¨® derramando una pr¨¦dica lacerada sobre la inmovilidad de los dem¨¢s. No suplicaba ni expon¨ªa argumentos; se limitaba a explicarles que se sent¨ªa menos seguro que todos ellos juntos. Media hora m¨¢s tarde, aunque no al argelino, hab¨ªa logrado convencer a la rumana y al mestizo de que lo dejaran pasar primero.
A las cuatro y veintisiete llegaron a la explanada donde Nilo sol¨ªa dejar la furgoneta. A la derecha del camino persist¨ªan los restos de un albergue flanqueado de m¨¢stiles oxidados; retazos de banderas europeas colgaban en la humedad como ra¨ªdas t¨²nicas en esqueletos de esquiadores perdidos. Nilo puso a los pasajeros m¨¢s o menos en fila y para evitar el sol les indic¨® que tomaran por un sendero entre abetos. Primero el argelino y la mujer, entorpecidos de paquetes; luego la rumana, el mestizo y Boris castig¨¢ndose las rodillas con un malet¨ªn met¨¢lico, un kil¨®metro despu¨¦s desembocaron en otro camino. Nilo decidi¨® que no avanzaban m¨¢s despacio que otros grupos, aunque era cierto que todos se mov¨ªan igual: como gente algo borracha que volv¨ªa a dormir en una casa ajena, ganando a cada paso lucidez, agotamiento y desidia. Pero en realidad no era eso exactamente. La ¨²ltima ley de saturaci¨®n no daba muchas alternativas a los que no consegu¨ªan residencia, y la mayor¨ªa iba a parar a la c¨¢rcel o a pa¨ªses que detestaban. Por eso el viaje que ¨¦l les facilitaba no deb¨ªa parecerse a un retorno.
EL DESPE?ADERO
Desembocaron en una terraza triangular sembrada de cajas rotas, le?a podrida, botellas y cartuchos de caza, desnuda y aislada de otras alturas por una mampara de aire lechoso. Con una mano Nilo le se?al¨® al argelino un despe?adero que m¨¢s adelante se convert¨ªa en abra; por ah¨ª bajaron. Resollando por el peso del malet¨ªn, ofreciendo al viento tibio la nariz de gavil¨¢n, Boris se retras¨® para acosar a Nilo.
-Tan estrictos como usted dice no podr¨¢n ser -dijo mostr¨¢ndole un par de gemelos, un alfiler de corbata y la funda de una muela de juicio- Porque esto vale un dineral, ?no le parece?
-Yo no soy brujo -dijo Nilo.
-Qu¨¦ parad¨®jico -dijo Boris- Yo s¨ª. Le dire M¨¢s: cuando todav¨ªa gustaban los espect¨¢culos de variedades, yo era Ins¨®lito Boris, un profesional no famoso pero s¨ª irreprochable.
-?Qu¨¦ co?o me est¨¢ contando?
-Mire, yo no puedo ir a la c¨¢rcel. No puedo y no quiero. Yo las decisiones quiero tomarlas solo. Solo. ?No puede entenderme?
Dej¨¢ndolo atr¨¢s sin abrir la boca, Nilo se apresur¨® a ayudar a la rumana, que amenazaba llevarse rodando el imp¨¢vido apoyo del mestizo. De pronto la mujer dijo que se llamaba lliana y hab¨ªa sido bibliotecaria, y la historia empezaba a despertar al mestizo cuando, casi a tientas, entre borlas de humedad, el abra los dej¨® en un desfiladero entre rocas cubiertas por l¨ªquenes. Cien metros m¨¢s adelante, cerrando el paso, una garita de metal turquesa, con una tronera al frente, fulguraba como un ojo alpino m¨¢s fuerte que el deshielo. Nilo reuni¨® a los pasajeros.
-?Han preparado el oro? -pregunt¨®.
-Oh, s¨ª -dijo Boris-. Bien, yo primero, como hab¨ªamos acordado.
El argelino agarr¨® el brazo de su mujer y enfil¨® hacia la garita. Escuetas, oblicuas, las dos figuras se escurrieron por el aire absortas en el cilindro turquesa y el silencio de las piedras. En la cumbrera de la garita se encendi¨® una luz negra. Un zumbido quebr¨® el aire y dos guardias salieron a frenar a los argelinos. Uno, rubio, bastante m¨¢s joven que Nilo, llevaba una ametralladora y la cabeza
Un artista en la frontera
descubierta. El otro deb¨ªa de ser oficial; el casco le ocultaba las cejas. Nilo se acerc¨® rasc¨¢ndose la melena roja.-Son cinco -dijo.
-Evidente -contest¨® el del casco- Llegas 10 minutos tarde, sabes, y hoy el helic¨®ptero puede adelantarse. En realidad nunca estoy seguro.
-?Tenemos poco tiempo? -pregunt¨® Boris.
-C¨¢llese, mierda -dijo Nilo.
-Que no se muevan -le dijo el oficial a su compa?ero-, Ir¨¦ a buscar las cosas.
Se meti¨® en la garita como si entrara a un quir¨®fano. Al volver tra¨ªa una silla en una mano y en la otra una mesa plegable. No bien termin¨® de avenirlas a los desniveles del suelo, con movimientos mal controlados como si hubiera estado hibernando, se sent¨® y dispuso algunos implementos sobre la formica.
-El primero -orden¨® ech¨¢ndose el casco hacia atr¨¢s.
-No parecen malas personas -dijo Boris.
Dando un paso adelante, sin soltar a la mujer, el argelino sac¨® de un bolso apoyado en el suelo un cenicero refulgente del tama?o de una galleta. A la sombra del casco los ojos del oficial parpadearon lentamente.
-Pesa 20 gramos -dijo despu¨¦s mirando la balanza.
-Ah, claro -dijo el argelino- No importa, hombre. Gu¨¢rdeselo.
Con el ca?o de la ametralladora el soldado se?al¨® un tumulto de arbustos y vapor m¨¢s all¨¢ de la garita. Los argelinos, sin saludar, a pasos largos, cada vez m¨¢s inclinados bajo los paquetes, atravesaron la rendija entre el metal turquesa y la roca, y como si del otro lado hubiera un pa¨ªs insustancial se desvanecieron en las vetas del aire. Junto a un graznido que surgi¨® de un precipicio invisible se oy¨® el murmullo de la voz del mestizo: estaba rezando, medio asistido por Iliana. Boris se hab¨ªa endurecido de estupor.
-?No le toca a usted? -Nilo le dio un empuj¨®n.
-Desde luego -dijo Boris, y avanz¨®, torcido por el peso del malet¨ªn. No pareci¨® amedrantarle que el oficial golpeara la mesa con los nudillos-. Ya va. Ya va. Siempre vale la pena esperar un poco a Ins¨®lito Boris.
Con una mano rosada y fibrosa deposit¨® en la formica el brillante par de gemelos, el alfiler y la funda de muela de juicio. Mientras el oficial raspaba cada uno de los objetos contra la piedra de toque Boris empez¨® a mover los hombros como si un esp¨ªritu afiebrado lo apretara contra un tronco; no dej¨® de estremecerse ni siquiera cuando el oficial derram¨® unas gotas de ¨¢cido sobre las raspaduras doradas. Una sola de las rayitas desapareci¨® enseguida. El oficial le devolvi¨® un diminuto cilindro hueco.
-Tenga -dijo- El cierre del alfiler no es de oro.
-Vamos, ?c¨®mo que no? -balbuce¨® Boris con una sonrisa indeleble-. Hace 20 a?os que lo tengo. Me lo regal¨® una persona que desayunaba en bata de seda.
-Yo me cago en las batas de seda -dijo el oficial poniendo el resto de las cosas en la balanza- Cinco gramos setecientos cincuenta.
-Ah, espl¨¦ndido -susurr¨® Boris.
El cuerpo de Nilo amag¨® un movimiento y pareci¨® contraerse, como si de pronto se negara a estar de cualquier lado de la frontera. Aunque el mestizo se hab¨ªa callado, la rumana segu¨ªa rogando que todo terminara pronto.
-Le faltan doscientos cincuenta gramos -dijo el oficial, e indic¨® al soldado que encaflonara a Boris m¨¢s de cerca- ?Los tiene?
Venciendo la rigidez del brazo de Boris, Nilo lo apart¨® para acercarse a la mesa.
-Oye, Dirreno, ?qu¨¦ te cuesta dejarlo pasar?
El oficial estir¨® el cuello y la humedad se pulveriz¨® en puntos huidizos.
-Les recuerdo que aqu¨ª el riesgo no es solamente de ustedes -proclam¨® s¨²bitamente el soldado. La voz resbal¨® en el aire con una ap¨¢tica pirueta-. Hemos establecido hace m¨¢s de tres meses que el paso franco cuesta seis gramos. El ch¨®fer es el encargado de comunicarlo. En caso de defecto, no hay trato.
-Pero c¨®mo no va a haber trato -se encresp¨® Boris. Nilo intentaba apaciguar al mestizo y la rumana-. No se puede condenar a un semejante a la c¨¢rcel por doscientos gramos mugrientos de oro.
-Mucho cuidado con lo que dice -ronrone¨® el oficial- .El siguiente.
-?Pero ser¨¢ posible? Le estoy entregando mi memoria. Y lo m¨¢s caro de mi boca.
-No me canse, payaso. Se lo digo en serio.
-No, espere -grit¨® Boris, y el cuerpo flaco ondul¨® como un cable.
MONEDAS DE UN D?LAR
El eco pleno de la voz se resolvi¨® en desconcierto en la mirada del oficial. Aprovechando la pausa Boris se inclin¨® hacia el malet¨ªn con un escorzo extravagante 3, sac¨® varias monedas de un d¨®lar. Las envolvi¨® en un pa?uelo violeta y sonriendo las dej¨® sobre la mesa. Por primera vez en todo el d¨ªa el mestizo suspir¨®.
-Deje pasar a esa se?ora -advirti¨® el oficial.
Boris le interrumpi¨® el discurso con un gesto catedr¨¢tico. Despu¨¦s de arremangarse velozmente abri¨® el pa?uelo y lanz¨® las monedas al aire. Por un instante los c¨ªrculos plateados chispearon, hasta que Boris ara?¨® el vac¨ªo y se esfumaron de golpe. Nilo se ri¨®. El oficial apoy¨® un
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Viene de la p¨¢gina anterior codo en la mesa. Boris le tendi¨® el pu?o derecho cerrado.
-?Me hace usted el favor de abrirlo?
Ante la estolidez del oficial, el mestizo se adelant¨® para abrir el pu?o, en donde se aplacaba un dragoncito de plata con ojos de coral. Boris lo tom¨® entre el ¨ªndice y el pulgar de la otra mano y empez¨® a agitarla. Cuando la mano se detuvo los dragones eran dos. El oficial se puso de pie. Boris le pidi¨® al soldado que le tocara la mano. Titubeando, el soldado se puso a zamarre¨¢rsela. Nilo dio un paso atr¨¢s. En el instante en que la rumana se abrazaba a su maleta, cuatro dragones de perfil aparecieron entre los dedos de Boris. Palpitante, encendida, la piel del rostro de Nilo se hab¨ªa poblado de manchas moradas. El oficial, con los ojos entornados, persigui¨® el baile de los cuatro dragoncitos en el aire. Boris los recogi¨® antes de que empezaran a caer, sacudi¨® el pu?o y al abrirlo exhibi¨® la palma exang¨¹e y vac¨ªa. Hubo un silencio.
-Qui¨¦n hubiera dicho que nos iban a coger as¨ª -dijo la rumana.
-?El se?or oficial no se pregunta ad¨®nde han ido a parar los dragones? -dijo Boris oteando la ansiedad del soldado- ?Tendr¨ªa a bien quitarse el casco?
Dirreno no acept¨® descubrirse, pero bast¨® que moviera el casco apenas para que un chubasco de monedas de un d¨®lar se le derramase en el uniforme. Como de un croquis inexacto, de la cara naci¨® una tediosa perplejidad. Detr¨¢s de Boris alguien intentaba aplaudir.
-Dentro de 16 minutos llegar¨¢ el helic¨®ptero de inspecci¨®n -el oficial, mirando al soldado de reojo, avanzaba hacia Boris como si fuese a derribar una puerta.
-Un minuto. ?No me condene! -pidi¨® Boris retrocediendo- No me condene. Por lo menos j¨²zgueme primero.
ANTEBRAZOS DESNUDOS
Mostrando someramente los antebrazos desnudos dio la espalda al oficial y despu¨¦s de doblar el cuerpo en dos gir¨® en redondo. Empu?aba un 38 corto niquelado. Muy despacio volv¨ªa a desplegarse cuando el oficial, impelido contra la sonrisa de rat¨®n, le descarg¨® una patada en la mano y casi en seguida otra en el vientre. El rev¨®lver cay¨® entre las piedras junto con un grito de la rumana. Unos metros m¨¢s all¨¢ fue a parar el contra¨ªdo cuerpo de Boris. Vio avanzar al oficial y se tap¨® la cara.
-Est¨¢ descargado. -Bajo el impacto de la bota del oficial el cuerpo rod¨® hasta quedar otra vez de espaldas- Le he .dicho que est¨¢ descargado.
La bota no volvi¨® a tocarlo: Nilo hab¨ªa conseguido frenar al oficial y los dos miraban c¨®mo el soldado, somnoliento y agraviado, apretaba el mango de la ametralladora.
-Te est¨¢ diciendo que el rev¨®lver no tiene balas -resoll¨® Nilo-. Es loco, no idiota. ?No entiendes, co?o?
-Puedo demostrarles que no tengo nada de idiota -dijo Boris desistiendo de levantarse.
-Lo dudo mucho -contest¨® el oficial.
Hurgando en el bolsillo del impermeable, Boris sac¨® una bala y se la entreg¨® a Nilo. Con la refractaria aprobaci¨®n del oficial, Nilo fue a recoger el rev¨®lver y lo carg¨®. Aunque desfigurase el rostro de la rumana, el disparo no sum¨® m¨¢s descalabros: a cuestas del fogonazo, escalando el aire con una leve facilidad, una fosforescente mancha azul se detuvo sin esfuerzo a 20 metros de altura. Aunque al principio s¨®lo fuera disco o nube, sucesivamente pareci¨® transformarse en arrecife, en tonel, en b¨²falo dormido y en un volador, incandescente animal sin nombre que a Nilo lo hizo pensar en la palabra hipogrifo. Furiosamente dilatada, a punto de fundirse, la mancha titil¨® como un enga?o hueco y al fin se deshizo en un roc¨ªo el¨¦ctrico. Mientras ca¨ªan, las gotas se fue ron convirtiendo en alv¨¦olos violetas, en puntas de lanza, hasta que un breve relente de flores de lis se extingui¨® en la in diferencia de las piedras. Si alguien lo hubiese observado, habr¨ªa visto que Nilo intentaba hurtarse al aire gangrenado como si numerosas pupilas se empe?aran en interrogarlo.
-Caray, fuegos artificiales en peque?o -dijo. Guard¨® el rev¨®lver en el malet¨ªn y le ofreci¨® una mano al mago. Afianz¨¢ndose en una rodilla para rechazar la ayuda, Boris se puso en pie con una reum¨¢tica arrogancia.
-?C¨®mo lo ha hecho? -el soldado, con la ametralladora baja, daba la impresi¨®n de estar cambiando de piel.
-Es un secreto que me llevar¨¦ al caj¨®n -dijo Boris.
-?Ah, s¨ª? -dijo el oficial. Mientras se sentaba, con un solo gesto anodino le orden¨® al soldado que corrigiera la posici¨®n y a la rumana que avanzara- Que te zurzan.
Nilo estuvo observando la cara del mago como si fuera el diagrama de un accidente a¨¦reo. Pensaba que entre ese hombre y el oficial hab¨ªa m¨¢s tiempo de distancia que el que faltaba para la llegada del helic¨®ptero y todo en ¨¦l, desde las zapatillas hasta la frente hirsuta, era puro deseo de deserci¨®n. Vio adelantarse al mestizo ense?ando un par de pendientes, mientras la rumana, patizamba, agitaba la mano sin volverse y se perd¨ªa en la incertidumbre, m¨¢s all¨¢ de la garita.
-?De veras me va a dejar de este lado? -dijo Boris con una voz muy aguda- ?Hasta tal punto se puede ser una inmundicia?
-Cierre el pico, idiota -grit¨® Nilo.
-A lo mejor usted no conoce el entusiasmo -sigui¨® Boris desencajado- Pero menos idea tiene de c¨®mo se vive en una celda. M¨ªreme. ?M¨ªreme, le digo! En su perra vida volver¨¢ a ver un prodigio. Usted ha elegido la piara. Ha elegido el v¨®mito, la sentina, el amor de las tar¨¢ntulas. Usted...
TR?MITE DEL MESTIZO
El oficial, que hab¨ªa terminado el tr¨¢mite del mestizo, lo despach¨® a la frontera y se hizo ferozmente con la ametralladora del soldado. Nilo se precipit¨® contra Boris; agarr¨¢ndolo por los hombros lo aplast¨® contra la pared de roca. Aunque no era la primera vez que ve¨ªa llorar a un pasajero, tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse en movimiento, m¨¢s todav¨ªa porque el oficial no dejaba de apuntarlos. Despu¨¦s, mientras recib¨ªa su parte de oro, uno de los pendientes del mestizo y algo m¨¢s, se le ocurri¨® que los argelinos ya estar¨ªan bastante lejos. No se dio mucho tiempo para pensarlo porque quer¨ªa recoger el malet¨ªn y arrastrar al mago hacia la entrada del desfiladero.
-Venga conmigo -le dijo- ?O se cree que lo voy a dejar aqu¨ª?
Tan poco viento soplaba, tan pesados eran los nimbos de humedad, que les pareci¨® moverse penosamente entre pe?ones de un archipi¨¦lago de humo. Sin embargo, cuando el rugido del helic¨®ptero astill¨® el aire hacia el norte, ellos ya sub¨ªan por el despe?adero que llevaba a la terraza triangular. Sent¨¢ndose un poco antes, Nilo le ofreci¨® a Boris un cigarrillo.
-No fumo -dijo el mago- De otro modo me ser¨ªa imposible tener una voz persuasiva.
-Si yo fuera a verlo actuar, su voz me importar¨ªa un r¨¢bano. Pero oiga, eso de la bala es colosal. Palabra que me ha emocionado.
-No es el primero. He visto gente de rodillas pidi¨¦ndome que lo repitiera.
-Expl¨ªqueme c¨®mo lo hace.
Boris lo mir¨® con la fija ternura con que san Francisco hubiera podido mirar a un alacr¨¢n.
-Me ha costado seis a?os de laboratorio. Antes de contarlo me mato.
Nilo se dedic¨® a fumar en silencio, obstinado, remoto, esperando que el otro comprendiese que s¨®lo le cab¨ªa volver a llorar. No lo sorprendi¨® que el llanto fuese un espasmo de todo el torso. Lo tom¨® del codo.
-Pare -dijo- Pare, joder, que no le sirve de nada. ?Tiene d¨®nde esconderse?
-No. Y adem¨¢s, ?para qu¨¦? -los sollozos hab¨ªan menguado.
-Yo puedo volver a traerlo dentro de un par de d¨ªas. Mientras tanto se quedar¨¢ en mi casa -Nilo se dio cuenta de que las pupilas de Boris se hab¨ªan dilatado mucho, como si de pronto hubiese decidido vivir de noche. Se levant¨® y apag¨® el cigarrillo- Usted sabe que yo tengo el oro que le falta.
Un rato despu¨¦s llegaba al borde del despe?adero. Se gir¨® para mirar c¨®mo Bor¨ªs trepaba trabajosamente con el malet¨ªn. Lo vio detenerse, alzar la cabeza.
-Los secretos no son una parte trivial de la vida -jade¨® Boris- Tengo que meditarlo con calma.
Nilo se despeg¨® la camiseta del cuerpo y mantuvo la tela tersa para que el aire la secara.
-Le sobra tiempo -dijo-. Por lo pronto volveremos a la ciudad. Y hasta dentro de dos d¨ªas no pienso ponerlo en la calle.
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