Primavera cruel
Genoveva Dieterich (Madrid, 1941) es autora de libros de viajes en alem¨¢n y de un diccionario de teatro en espa?ol. Ha publicado relatos en diversas revistas y ha desarrollado una intensa labor como traductora de G¨¹nter Grass, Peter , Handke y Botho Strauss, entre otros. El relato que hoy nos ofrece tiene como marco la imprevisible primavera madrile?a y una relaci¨®n entre dos personas tan azarosa y dif¨ªcil como la estaci¨®n en esa ciudad. El paisaje puede componerlo un campo de trigo y tambi¨¦n un verso de Schiller. La atm¨®sfera barroca que recorre el cuento concluir¨¢ en un final impasible y cruel, en contraste con un entorno que abruma los sentidos.
"April is the cruellest month breeding Iilacs out of the dead land..." (T. S. E.)
Madrid no tiene primavera. Todos lo dicen, los adictos a sus vertiginosos cielos y los que aborrecen sus fren¨¦ticas tierras bald¨ªas. Pero todos saben con el coraz¨®n que Madrid s¨ª tiene primavera. Aunque s¨®lo sean unas semanas breves de fragor e inmensidad y torrenciales lluvias sobre el tropical y fugaz mar verde de sus jardines. S¨ª, esta ciudad tiene una primavera o una fiebre que invade al m¨¢s prevenido y menos sentimental de sus amantes.
Lo supe aquella lejana tarde cuando me asom¨¦ con Sebasti¨¢n sobre los acantilados abrile?os de la ciudad desde los venteados altos de la Casa de Campo. He aqu¨ª una ciudad celeste, me dije, sinti¨¦ndola vibrar a trav¨¦s de la mirada oscura de Sebasti¨¢n: borrosa en el vapor de las afiladas hierbas y las manchas rojas y amarillas de las amapolas y la retama. Y comprend¨ª que siempre ser¨ªa una primavera cruel.
No pensaba informarle al Dan¨¦s de ello, no hab¨ªa motivo. Al fin y al cabo era un forastero, ven¨ªa de lejos, y por qu¨¦ explicarle algo que tanto tiempo -?y tanto padecimiento?- me hab¨ªa costado descubrir. Ya ver¨ªa ¨¦l por s¨ª mismo c¨®mo era la ciudad y c¨®mo era su primavera. Es decir, si sus admiradores, m¨¢s que sus amigos, y el torbellino programado con el que hab¨ªan rodeado su visita, lo permit¨ªan. Algo que yo dudaba. ?Acaso entend¨ªan su idioma? No me refiero al de sus poes¨ªas, de por s¨ª arcano, sino a la palabra cotidiana: "How was the trip?". "Es-tu s?r que cette legende soit vraie?". Su estancia en nuestra ciudad -Dios m¨ªo, ?c¨®mo puedo decir "nuestra", si nunca lo fue duraderamente?- se anunciaba como un acontecimiento, pero ¨¦l no lograr¨ªa traspasar los c¨ªrculos densos de sonrisas, humo de tabaco y entrevistas y tocar, por ejemplo, el perfume pegajoso de la jara o la blancura temblorosa de las acacias tan cercanas, por otro lado, ?a su alma de poeta? Ven¨ªa de demasiado lejos y entre su vida, all¨¢ en las brumas de porcelana de Amalienborg, y nuestra primavera erizada de cuchillos mediaba un universo que le aislaba, le proteg¨ªa tambi¨¦n, quiz¨¢ le anestesiaba. A menos que...
TARDE OBSESIVA
"Esos hombres te miran demasiado". "?D¨¦jalos, Sebasti¨¢n, qu¨¦ m¨¢s da! Me miran porque estoy contigo, nos envidian por que . ?No lo digas!". "?Por qu¨¦ vas tan deprisa? La maleza del r¨ªo se me enreda en los pies y no me deja andar... Volvamos. Los vencejos agrandan demasiado el cielo y el silencio". "?Me quieres?". "M¨¢s que nada en este mundo". "?Para siempre?". "Para siempre".
Era una tarde especialmente obsesiva a fuerza de chaparrones que se convert¨ªan inmediatamente en vapor al contacto con la arena de los paseos. Cerca del teatro Mar¨ªa Guerrero, una cortina flotaba en una ventana, una vela solitaria, de nave a la deriva. Asfalto silencioso. Pero en el Espejo Veneciano ard¨ªan las conversaciones en babil¨®nica confusi¨®n. Bien, all¨ª estaba el Dan¨¦s, el Gran Dan¨¦s, rodeado de la fama de sus poemas como un Gral inaccesible. ?A m¨ª qu¨¦ me importaba? Me corr¨ªan por las venas a?icos de primavera -belleza, vencejos, jara- y me asediaban deseos de quietud definitiva entre la hierba alta al borde del camino. ?Qu¨¦ lejanos quedaban los puertos del B¨¢ltico de aceradas aguas, los r¨ªos de hielo fragmentado, las primaveras de ciervos y bosques! Desde la distancia le contempl¨¦. ?Para qu¨¦ acercarse si la comunicaci¨®n era imposible?
.?T¨² crees que sobreviviremos a esta primavera? ?A esta vor¨¢gine de encinas en flor y toros en las marismas? ?T¨² quieres que lo intentemos, Sebasti¨¢n? Dime, ?t¨² quieres? Te asomas al paisaje caliente de abejas y callas. El pelo en la nuca se te ensortija como... ?Por qu¨¦ no me canso de besarte?"
Fui porque formaba parte de mi trabajo y no ten¨ªa excusa, porque si no, no hubiera ido a esa excursi¨®n con el Dan¨¦s. Me aterraba asomarme de nuevo a las carreteras bordeadas de espigas verdes y ver los charcos cuajados de diminutas flores. blancas al pie de las sierras, a¨²n nevadas y azules. No lo podr¨ªa soportar. Pero hab¨ªa que ense?arle a ¨¦l, al Gran Dan¨¦s, al poeta, la conflagraci¨®n de cig¨¹e?as y rosas y rejas platerescas. Quiz¨¢s para resquebrajar su armadura n¨®rdica y ?clavar un dardo de fuego en su coraz¨®n? No lo s¨¦. En cualquier caso, le acompa?¨¦ en el ceremonioso s¨¦quito que le segu¨ªa por claustros y naves g¨®ticas. Luego, m¨¢s tarde, en los Jardines de Aranjuez -pase¨¢bamos bajo el follaje atomizado por el sol, tembloroso sobre la arena del camino-, me dijo: "Los bellos d¨ªas de Aranjuez tocan a su fin, Vuestra Majestad no lo abandona m¨¢s alegre. Hemos estado, pues, en vano aqu¨ª. Romped vuestro enigm¨¢tico silencio...". "Schiller. Don Carlos. Acto primero, primera escena", respond¨ª. En efecto. En la luz danzante descubr¨ª que su mirada era oscura, sin el filo fr¨ªo de agua marina b¨¢ltica. En la rotonda del palacio, la piedra de las estatuas a¨²n estaba caliente al tacto -?calor de piedra doradal- y cerca respiraba pesadamente el r¨ªo. "Usted ama perdidamente esto", dijo abarcando el paisaje con la mano. "?Tanto se me nota el sufrimiento?". "Tenga cuidado".
"Bajo los arcos de la plaza Mayor se te ir¨¢ esa desaz¨®n y esa tristeza". "No es tristeza ni desaz¨®n, es otra cosa". "Lo s¨¦". "La ciudad es demasiado grande y nos rechaza, no tenemos d¨®nde ir ...""Vamos a ver ponerse el sol desde el viaducto y luego iremos a una placita de escalinatas y ¨¢rboles que he inntado para ti y pasearemos a la sombra de torres de ladrillo hasta que caiga la noche". "Esa camisa blanca hace resaltar remotos destellos alrededor de tu boca...". "?No crees que el amor es algo que se construye d¨ªa a d¨ªa?". "No lo s¨¦, si t¨² lo crees...".
PASILLOS Y ESPEJOS
En el hall del hotel reinaba un incongruente ambiente de feria taurina o de estreno teatral, una expectaci¨®n tan ardiente que nunca podr¨ªa ser satisfecha. Todos se hab¨ªan despedido del Dan¨¦s y cre¨ª que hab¨ªa desaparecido por los pasillos de molduras y espejos, qui¨¦n sabe, quiz¨¢ para encerrarse en su habitaci¨®n y apoyar la frente en el cristal de la ventana, ?por fin!, y deshacer en mil pedazos papelitos con versos ("Nunca nos perteneci¨® nada y, sin embargo, lo perdimos todo..."); cuando escuch¨¦ sin sorpresa su voz: "Ll¨¦veme a alg¨²n sitio, por favor, donde haya ¨¢rboles y sombra y podamos hablar de esta ciudad, de la primavera y de usted". "?De m¨ª?, ?por qu¨¦?". "?Y por qu¨¦ no?".
Pero est¨¢bamos hablando de ¨¦l. El c¨¦sped y los chopos del parque del Oeste flotaban en la penumbra mojada. Ol¨ªa a r¨ªo lejano, a lejana arena mojada, a brisa. La luna oscurec¨ªa el ramaje de los abetos. "Como en un cuadro de Caspar David Friedrich". "Cu¨¦ntame". "Cuando termin¨® la guerra a¨²n no sab¨ªa hacer el amor, pero ya manejaba una ametralladora; absurdo, ?no? No pensaba m¨¢s que en encontrar una chica. Para querer
Primavera cruel
la. "?La encontraste? ?La quisiste?". "S¨ª. Fue como un sue?o `. "Je gusta el mar?". "Crec¨ª juntto a ¨¦l. Un mar n¨®rdico como el de Hamlet. Qu¨¦date as¨ª, no te muevas. ?De verdad que nunca ha le¨ªdo mis poemas?". "Alguno;.- Eras demasiado famoso". "?Importa eso?". "A veces. De ti hab¨ªa que defenderse. Dec¨ªas. 'Si no volvemos a vernos, si no llegamos a vernos, si nunca nos encontramos...' Y tambi¨¦n. En la noche mojada de luna y humo abrazo una columna de aire...' ?C¨®mo no iba a temerte?"."Me atormentas, Sebasti¨¢n. No s¨¦ ya qu¨¦ decirte, lo he dicho todo. Hace calor, estoy cansada de pasarme la tarde en un aula rellenando folios, contestando a preguntas que casi no me importar mientras el sol danza entre los pupitres y el silencio cargado de suspiros. ?Qu¨¦ quieres que te diga? Dame descansar as¨ª con la cabeza apoyada en tu hombro y mira c¨®mo la luna flota sobre el parque del Oeste. ?Cu¨¢ndo te vas? ?Estas seguro de que tienes que irte? ?No estar¨ªamos mejor juntos? A lo mejor no vuelves". "Aunque no volviera, siempre estar¨ªamos juntos, como ahora . S¨ª, Sebasti¨¢n. Hoy tienes la cara llena de sombras.
Ac¨¦rcate, ahora no nos ve nadie".
Las dos hileras de ¨¢rboles dormidos creaban un entoldado de fragancia amarilla y nocturna. En la distancia se perd¨ªan los trenes y las lomas de la Casa de Campo, "terra inc¨®gnita" nocturna. Al andar ¨ªbamos levantando con nuestra conversaci¨®n el polvo a¨²n caliente de la tarde. Le pret¨ª al Dan¨¦s que leer¨ªa sus poemas. Todos, desde el primero al ¨²ltimo. Me asegur¨®, asombrado, que nunca hab¨ªa vivido un d¨ªa as¨ª, tan pegajoso y exaltado, tan polvoriento y luminoso, y luego, una noche como ¨¦sta, frondosa y profunda. "Como un beso... Pero ?Puede vivirse as¨ª?". No me atrev¨ª a advertirle que a¨²n pod¨ªa ser peor. Mucho peor.
No hab¨ªa que prometer nada, Sebasti¨¢n; entre t¨² y yo no hab¨ªa promesas. Una primavera compartida, eso s¨ª, y cielos helados sobre la ciudad, nuestra ciudad, y sus calles y plazas, y a veces una terraza abierta a la luna. ?C¨®mo iba a comprender esa tarjeta postal que me enviabas desde tu viaje de novios?: "Te recuerdo en cada momento". Yo tambi¨¦n te recordaba y aunque tambi¨¦n estaba lejos -?por qu¨¦ intrincadas veredas del sentimiento?- no te escrib¨ª ni postales ni nada. Quiz¨¢ ya era tarde.
Las calles estaban quietas como s¨®lo lo est¨¢n en primavera, bajo las copas inm¨®viles de las acacias, entre los troncos tiernos de los pl¨¢tanos. La Gran V¨ªa a¨²n brillaba azulada de ne¨®n y de brisa por las bocacalles viejas. "Vamos a tu casa', propuso el Dan¨¦s, que ya no parec¨ªa un extra?o, ni apenas famoso y temible. Bajo los cuadros amigos y las plantas cotidianas, el reloj se par¨® y las horas empezaron a gotear como velas en los vasos de vino. De algo hablamos, describiendo c¨ªrculos, evitando rozar cicatrices, tan visibles sin embargo, tan in¨²tiles. Y largos trechos de silencio. Me sobresalt¨® la exasperaci¨®n con la que exclam¨® pas¨¢ndose la mano por el pelo. "?Pero con qu¨¦ clase de hombres te has encontrado en tu vida.". "Pues hombres come, t¨², amables y desesperantes", me re¨ª, pero el humo de su tabaco me fatigaba- Hac¨ªa un instante me hab¨ªa parecido fulminantemente cercano al coraz¨®n. "lo que me gusta de los poetas rom¨¢nticos es su demesura, ese ansia de abarcarlo todo", hab¨ªa dicho con un no s¨¦ qu¨¦ remoto. Pero ahora empezaba a detestarme. "Entonces, ?prefieres que me vaya',`, pregunt¨® incr¨¦dulo. ?Me echas a la calle, as¨ª, a altas horas de la calle?". "No exageres_", hice un intento de ecuanimidad. ?l, estaba sarc¨¢stico. "Est¨¢ bien, es igual. Una ocasi¨®n perdida m¨¢s". El recuerdo de lo inmediato y de lo lejano me cortaba la respiraci¨®n. ?Acaso no ten¨ªamos todo el tiempo del mundo? ?A qu¨¦ ven¨ªa maltratarse? "Te equivocas", me dijo ya en la puerta, "no tenemos tiempo, no nos pertenece ni un segundo de futuro. Ma?ana me voy y no creo que volvamos a vernos. Me esperan en casa".
TALISM?N
Fue, pues, una primavera cruel. Fui a despedirle al aeropuerto., entre mucha gente, por aquella bella frase sobre los poetas rom¨¢nticos, suspendida en la madrugada como un talism¨¢n. "A shield against the enemy". Y quiz¨¢ tambi¨¦n por aquellos besos de ning¨²n lugar y de ning¨²n tiempo en un desvencijado banco del parque del Oeste. ?Para qu¨¦ insistir? Si lo pienso bien, no llegamos a hablar de nada, ni de la primavera, ni de la ciudad, ni de Sebasti¨¢n.
Quedamos en que alg¨²n d¨ªa ir¨ªa a visitarle a su casa, entre su gente. Algo tan improbable. Nunca ha ido a Amalienborg.
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