Por tierras de Languedoc / y 2
Albi dio nombre a la rebeld¨ªa de los albigenses. Fue aquel un drama hist¨®rico cuyo recuerdo todav¨ªa palpita en lugares, castillos y monumentos languedocianos. La catedral de Albi es uno de esos extraordinarios templos de la cristiandad que deja sumidos en perplejidad y admiraci¨®n a sus numerosos visitantes. Apoteosis del ladrillo rosado -no de la piedra rosa, como en la catedral de Estrasburgo- tiene en lo exterior un aire de t¨²mulo gigante como si encerrara dentro de s¨ª alg¨²n fabuloso secreto. Su mensaje interior es abrumador. Paredes, columnas y b¨®vedas se hallan pintadas, en su totalidad, al estilo italiano bolognese renacentista. Un coro inmenso exhibe una rejer¨ªa inveros¨ªmil de fin¨ªsimos m¨¢rmoles g¨®ticos y un prodigioso santoral de tallas policromadas de notable realismo. Y cuando el visitante trata de hallar los bancos para los fieles, los encuentra situados en la orientaci¨®n contraria, en cuyo fondo remoto se yergue en lo alto un ¨®rgano barroco que parece colgado del techo y que se encuentra flanqueado por unos inmensos frescos que representan el juicio final.El juicio p¨®stumo de Albi es tremendo, con la exhibici¨®n de los castigos materiales de los condenados en un verdadero repertorio de geniales instrumentos de tortura, cuidadosamente inventados y pintados por el artista -?acaso Jer¨®nimo el Bosco?- que se recrea en exponer los sufrimientos infligidos a los r¨¦probos. A cada pecado capital le corresponde un tipo de pena distinta. Las mujeres tambi¨¦n se llevan lo suyo. Las bienaventuradas -en cueros, corno las otras- llevan un libro de virtudes, abierto, en el que exhiben sus merecimientos como ¨²nica ropa. Las condenadas se?oras tambi¨¦n ense?an sus libros respectivos de pecados y sus instrumentos propios de perversi¨®n. Es un sistema de alto nivel t¨¦cnico, por lo que tiene de registro y de fichero escrito. Es curioso que los ¨²nicos que no aparecen entre los malditos son los perezosos. La explicaci¨®n popular es que los artistas encargados de pintarlos se declararon en huelga y gastaron la soldada en unas fiestas en honor de la pereza festiva. Hay varias interpretaciones del motivo que levant¨® esta ins¨®lita y riqu¨ªsima catedral. La m¨¢s plausible es la que escucharnos all¨ª de un experto en la cuesti¨®n. La herej¨ªa c¨¢tara se hallaba, a pesar de la sangrienta derrota de 1244, latente todav¨ªa en la comarca, y aprovechando una situaci¨®n pol¨ªtica favorable en Francia, la jerarqu¨ªa cat¨®lica entendi¨® oportuno levantar un templo episcopal que contuviera el mayor n¨²mero de im¨¢genes, episodios, pasajes b¨ªblicos y dogmas cristianos, exhibidos en forma visible para que constituyera un testimonio art¨ªstico que fuera alegato total de la fe revelada.
Dejamos Albi y nos detenemos en Castres a visitar el espl¨¦ndido museo de pintura, casi toda ella de escuela espa?ola. La pieza m¨¢s importante -y peor iluminada- de la colecci¨®n es el famoso cuadro de Goya que representa la junta general de una sociedad an¨®nima. El presidente de la junta es el rey Fernando VII, quien desde el estrado dirige la reuni¨®n de la numerosa asamblea. Hay en escena un relator o secretario que en pie lee un papel que ser¨ªa, acaso, el acta de la reuni¨®n anterior. A derecha e izquierda, en el amplio sal¨®n alfombrado, toman asiento los accionistas. El aburrimiento m¨¢s intenso resplandece en las actitudes del accionariado. Varios de ellos, entre el p¨²blico, duermen ostensiblemente. Otros charlan con el vecino. Una mujer enlutada se encorva en primera fila quiz¨¢ para ocultar sus bostezos. Un petimetre engalanado cuenta una an¨¦cdota a sus compa?eros de filas. Nadie mira a la presidencia, ni a los consejeros. Los accionistas parecen estar convencidos de que aquello es una pura comedia y que est¨¢n en el secreto. ?No ser¨ªan ping¨¹es los dividendos a repartir en ese a?o? ?O no existir¨ªan las primas de asistencia? La presencia del monarca deseado -el cuadro est¨¢ pintado entre 1814 y 1816- ?coaccionaba las actitudes del sufrido part¨ªcipe? No lo sabemos. Tampoco conozco el motivo por el que este lienzo, el m¨¢s extenso en superficie de cuantos pint¨® Goya, emprendi¨® tan sorprendente peregrinaje desde su lugar en la sede social de la empresa que lo encarg¨® hasta este museo provincial extranjero que tan mal lo cuida.
Nuestro viaje se encamin¨® despu¨¦s hacia las gargantas estrechas y sonoras del r¨ªo H¨¦rault, entorno geol¨®gico de una singularidad y belleza notables. En una enca?ada rocosa de vegetaci¨®n original y arom¨¢tica en la que predominan los pinos laricios, los robles, nogales y encinas, se desliza el r¨ªo, buscando su impulsivo caudal el erosionado cauce labrado durante millares de siglos. Le llaman a este rinc¨®n el desierto y, efectivamente, nada hay tan ajeno al estr¨¦pito ciudadano como este valle escondido. Por aqu¨ª lleg¨® a comienzos del siglo IX un gran guerrero y pol¨ªtico, Guilhem, hijo de Thierry, conde de Toulouse y Barcelona, a descansar el esp¨ªritu, gastado en batallas y guerras contra sarracenos, galos, lombardos y sajones. En una de esas campa?as contra los isl¨¢micos ocup¨® y fortific¨® Guilhem Barcelona, en 803, atribuy¨¦ndose el t¨ªtulo de conde de la ciudad y estableciendo un sistema militar que iba a ser la marca de Carlomagno. Fue creado Guilhem par del imperio, y coron¨® con sus manos al sucesor, Luis el Piadoso, en el trono carolingio. La figura de este personaje sirvi¨® luego de pasto literario a los trovadores y croniqueros que lo deformaron en leyendas con atribuciones exaltadoras y falsas. Crey¨® encontrar el que era conde de Toulouse y de Barcelona. en lo que hoy se llama Guilhem-le-D¨¦sert el ¨¢mbito preciso para el reposo y la meditaci¨®n trascendente. Se cuenta que empez¨® por crear all¨ª una especie de academia o casa de retiro para discutir temas de cultura y religi¨®n, con una gran amplitud de criterio. Al morir, pocos a?os despu¨¦s, ya hab¨ªa fundado, all¨ª mismo, una abad¨ªa o monasterio de regla. benedictina en el lugarejo llamado Gellone. Fue canonizado, poco despu¨¦s, con el nombre de Saint Guilhem-du-D¨¦sert, y lo que queda de sus despojos mortales se venera hoy en dorada urna en el gran monasterio que se levant¨® siglos m¨¢s tarde con su nombre, sobre la primitiva abad¨ªa. Los peregrinos compostelanos europeos que ven¨ªan de Arles o V¨¦zelay pasaron en gran n¨²mero por este paraje, que les atra¨ªa de modo especial. En la memorable Gu¨ªa del peregrino de Santiago se exhorta a cuantos tomaban la ruta jacobea de Toulouse a rendir homenaje al recuerdo del ermita?o que abandon¨® las armas y los campos de batalla y se hab¨ªa convertido en un santo de culto universal y popular¨ªsimo en el Occidente europeo.
El pueblo de Gellone, anejo al monasterio, se estira a lo largo del r¨ªo formando un conjunto urbano vetusto, amorosamente rescatado del expolio del tiempo. Preguntamos a quien nos ense?aba el espl¨¦ndido museo lapidario, d¨®nde fueron a parar los soberbios capiteles del claustro superior. "A los Cloisters de Nueva York se llevaron 148 piezas", nos dice. Son las piedras viajeras, como las de Cuix¨¢, Sacramenia y Fuentidue?a. Le pido que me relate la historia de un viejo castillo en ruinas que domina amenazador el valle. "?Era acaso el de Guilhem de Gellone?", le pregunto. "Non, monsieur. Era el de su enemigo. Un hombre gigantesco, de tez oscura, que tiranizaba a estos pueblos antes de que ¨¦l llegase. Guilhem, soldado al fin, lo liquid¨® r¨¢pidamente. Lo llamamos el ch?teau de Don Juan".
La primera parte de este art¨ªculo fue publicada el 16 de septiembre.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.