Monarqu¨ªa y mesura
Nuestro querido, acrisolado, venerable, benem¨¦rito y siempre inefable diario mon¨¢rquico de la ma?ana sacaba el 13 de octubre de 1987 en sus p¨¢ginas de huecograbado un noble perfil de do?a Pilar Mir¨®, en cuanto directora de la televisi¨®n, reproch¨¢ndole el hecho de que las pantallas que retransmit¨ªan el desfile militar celebrado en la reci¨¦n restablecida Fiesta de la Raza no recogiesen im¨¢genes de "Su Alteza Real el Pr¨ªncipe de Asturias", que, como cadete de la Academia General del Aire, desfilaba junto a sus compa?eros. Todos sabemos perfectamente que la afirmaci¨®n de que el pr¨ªncipe Felipe es un cadete m¨¢s como otro cualquiera no es sino una piadosa ficci¨®n ritual; pero, siendo precisamente en tal concepto de piadosa ficci¨®n ritual como el asunto debe ser interpretado, recibido y sostenido, si ha de ajustarse a la funci¨®n que la doctrina vigente tiene asignada a la instituci¨®n mon¨¢rquica, hay que decir que, en contra de lo que opina el mencionado diario matutino, es la televisi¨®n la que, con tacto exquisito, ha acertado esta vez a mantener las cosas en su sitio, habida cuenta de que quien no es m¨¢s que un cadete como otro cualquiera puede tener o no tener la suerte de salir o dejar de salir, desfilando como uno m¨¢s entre sus compa?eros, en las pantallas de la televisi¨®n. Aun m¨¢s, considerando que en estas delicadas y sutiles distinciones el ojo de los hombres propende a deslizarse de ingenuo en malicioso, precisamente el riesgo de que el mero hecho de apuntar el objetivo de las c¨¢maras hacia ese singular cadete de Aviaci¨®n pudiese connotar inmediatamente la interpretaci¨®n mal¨¦vola de que no ya como cadete, sino como pr¨ªncipe, se le enfocaba, hac¨ªa positivamente desaconsejable su inclusi¨®n en las pantallas, de tal suerte que s¨®lo no haci¨¦ndolo aparecer en ellas pod¨ªa realmente conservarse el equilibrio id¨®neo para ratificar el mencionado car¨¢cter de ficci¨®n ritual tan necesario para la buena marcha de la augusta instituci¨®n que felizmente nos corona.As¨ª, por esta vez, parad¨®jicamente, ha ido a ser Mir¨® -nunca, por mucho que llegase a serlo, tan acrisoladamente mon¨¢rquica como la santa casa de Serrano, 61- quien ha acertado con el registro justo y oportuno para el bien de la augusta instituci¨®n, en tanto que, sorprendentemente, el referido matutino, sin duda en un, por lo dem¨¢s, tan comprensible como disculpable lapso de atolondrada irreflexi¨®n en el arrobo de su, por tantos otros respectos admirable, devoci¨®n mon¨¢rquica -cuya pureza e incondicionalidad est¨¢n, huelga decirlo, por encima de cualquier sospecha-, es quien en este caso ha venido, a mi juicio, a borbonear fuera del tiesto, con la errada e improcedente pretensi¨®n de que las c¨¢maras televisivas hubiesen cometido la grave indiscreci¨®n de hacer pasar a una persona real por encima de los comedimientos que los supuestos rituales de una determinada ceremonia p¨²blica impon¨ªan, no respetando, sino destripando deliberadamente (con la b¨¢rbara propensi¨®n allanadora de toda circunspecci¨®n ceremonial que el propio instrumento televisivo parece contagiar) la piadosa ficci¨®n ritual que nos ocupa, y que podr¨ªa enunciarse, un poco a la francesa: "En palacio, como en palacio; en la milicia, como en la milicia". Tan s¨®lo para la barbarie presuntamente desmitificadora de la degenerada y degradante prensa del coraz¨®n parecen carecer de importancia tales distinciones; en ellas no ser¨¢ extra?o ver allanada cualquier delicadeza de matiz que sepa siquiera ver, no digo respetar, cuando de tal ejerce, como un cadete m¨¢s, igual que otro cualquiera, al cadete Felipe de Borb¨®n.
Pero ¨²nicamente a un harto improbable instante de descuido, a una extremamente rara inadvertencia, puede achacarse el que quienes desde tiempo inmemorial, y ajusto t¨ªtulo, gozan el cr¨¦dito de m¨¢ximos mistagogos y edecanes iniciados en las delicad¨ªsimas y casi evanescentes sutilezas y relojer¨ªas de la instituci¨®n mon¨¢rquica, hayan podido incurrir en la torpeza de desafinar en un punto de ritual tan importante para conservar en toda la simb¨®lica virtualidad de simulacro convenido, convencional y conveniente, que el vigente consenso y sus doctrinas tienen, t¨¢citamente, por concepci¨®n correcta y pertinente para mantener la actual Monarqu¨ªa espa?ola en aquel excelso y cristalino modo de vigencia capaz de hacerla ¨²til y ben¨¦fica.
Tal convenida y convencional virtualidad de simulacro conveniente, no sustentado en otras fuerzas que las del compromiso p¨²blico de respetarlo -al modo en que en el teatro se respetan las convenciones de la escena, ¨²nicas que hacen inteligible y racional el drama-, es la suposici¨®n en que una y otra vez han aspirado hist¨®ricamente a cirnentarse las m¨¢s humanas y civilizadas formas de sociedad y de poder. Y no otro es, por cierto, el m¨¢s alto mensaje de sabidur¨ªa que acert¨® a dar al mundo el teatro cl¨¢sico espa?ol, en aquella genial y salv¨ªfica visi¨®n calderoniana del mundo como gran teatro (magistralmente recreada y superada por Franz Kafka en el teatro natural de Oklahoma de su novela Am¨¦rica), a tenor de la cual el nunca alcanzado albedr¨ªo y la hasta hoy malograda felicidad de los humanos no tienen otra esperanza que la de disolver la obtusa y constre?ida convicci¨®n del ser en la ir¨®nica distancia del representar, que vendr¨ªa a reemplazarla y redimirla. Usando por una vez, y sin que me sirva de precedente, una por otra parte aborrecible pareja de t¨¦rminos de moda, podr¨ªa se?alarse, al respecto de lo que aqu¨ª nos interesa, c¨®mo, fundado en el opaco pedrusco de la convicci¨®n del ser, el carisma de la realeza gravitar¨ªa como un carisma heavy, esto es, a modo de un car¨¢cter sacramental regido por decisi¨®n y por necesidad divinas; fundado, en cambio, en la transparente iron¨ªa del representar, el carisma de la realeza ser¨ªa un carisma light, o sea, un carisma que tomar¨ªa vigencia tan s¨®lo por concorde compromiso humano.
No faltan, sin embargo, concepciones mon¨¢rquicas m¨¢s o menos extremas -y en igual proporci¨®n distantes de la circunspecci¨®n y la mesura de las que Serrano 61 siempre supo hacer gala y t¨ªtulo de honor-, y entre las que podr¨ªan citarse, si no me enga?an las entendederas, las que parecen destilar de los art¨ªculos de don Emilio Romero, que dejan traslucir cierta firme querencia positiva por convertir nuestra actual Monarqu¨ªa, reputada y acreditada hasta hoy conio algo conveniente -por notable que pueda ser tal conveniencia-, enalgo necesario. Naturalmente, en el momento en que algo conveniente se nos trueca en necesario se abren las puertas a la inconveniencia de tal necesidad. Tales doctrinas querr¨ªan, pues, devolver al carisma dela realeza el torvo y antiguo car¨¢cter de carisma heavy, olvidando que semejante tentaci¨®n fue justamente la que constituy¨® el error del mal aconsejado Alfonso XIII, con su cuarto militar; error que siempre acarre¨® a las monarqu¨ªas un final traum¨¢tico y abrupto, en vez de permitirles desvanecerse lentamente en un largo y pac¨ªfico proceso de extinci¨®n, semejante a. la nobil¨ªsima agon¨ªa que la providencia se dign¨® reservar para los grandes y venerables dinosaurios.
Encarezco, por tanto, a la reconocida discreci¨®n mon¨¢rquica del querido matutino madrile?o no descuidar un punto el exquisito sentido de las proporciones que conviene tener para no edulcorar el pastel del Estado con m¨¢s alm¨ªbares de borbonina de cuanto el bien predispuesto est¨®mago pol¨ªtico y est¨¦tico de los espa?oles es capaz de digerir y asimilar.
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