'Fumata' blanca
Juan Pablo II acaba de hacernos la ¨²ltima: prohibir que la m¨²sica cl¨¢sica suene en las iglesias. O¨ªr a Bach en un ¨®rgano catedralicio ser¨¢ un privilegio de pocos o ninguno. La sensualidad de Mozart se ha convertido en un peligro para los templos en el que acabar¨¢n entrando las mujeres en mantilla. Pero las hijas de Eva no pondr¨¢n en peligro el altar.Cuando Albina Luciani, su breve antecesor, apareci¨® en la ventana de San Pedro, despu¨¦s de que repicaran las campanas del mundo y la fumata de blanco confuso anunciara a los cat¨®licos que ya ten¨ªan Papa, algunos pensamos en las raras habilidades del Esp¨ªritu Santo para observar sus leyes de la alternancia. Tras la severa imagen intelectual de Pablo VI, las luces divinas hab¨ªan conducido a los padres de la Iglesia a elegir un pastor de blanda sonrisa y casi afectadas maneras que los har¨ªa descansar de los modos distantes y la expresi¨®n adusta del reci¨¦n fallecido Pont¨ªfice. Como hab¨ªa ocurrido con Juan XXIII, cuya campechan¨ªa sustituy¨® a la gravedad inalterable: de P¨ªo XII, se nos mostraba la figura de un padre que m¨¢s parec¨ªa un abuelo, tierno en este caso hasta el empalago. Su t¨ªmido modo de desenvolverse entre las nuevas vestiduras -la espigada figura papal navegando entre ellas- saludaba con aire de ni?o jubiloso, como quien no acabara de cre¨¦rselo, como si aquella ceremonia fuera un sue?o. Un aire de ingenuidad le cruzaba la mirada y con estilo de p¨¢rroco rural bendec¨ªa a las multitudes.
Los desconocedores de biograf¨ªas cardenalicias vimos en ¨¦l los signos de la atrevida bondad del papa Roncalfi. Pero pronto pudimos observar que sus piadosas maneras no se correspond¨ªan con el aire laico de Juan XXIII y que sus devociones y sus textos en las revistas antonianas hac¨ªan barruntar m¨¢s una mente simple que una mente sencilla. Nadie podr¨ªa discutirle, sin embargo, su condici¨®n de buen hombre y acaso por esto se temi¨® que pudiera helarse su sonrisa en 1,as tempestades vaticanas que hicieron de Montini un solitario, dolido de incomprensiones.
Los especialistas de la p¨²rpura alertaron sobre la debilidad del nuevo sucesor de Pedro, un fervoroso lector de Kempis, que deb¨ªa afrontar la crisis de la Iglesia, los embates de la discusi¨®n profunda y renovadora surgida del Concilio. No hubo tiempo para muchas especulaciones sobre aquella especie de paloma acorralada, porque la muerte vino a liberarlo, entre silencios e inc¨®gnitas, de los conocidos hurones de las finanzas vaticanas o de las perversas intrigas de una diplomacia singular. Dentro de los negocios vaticanos fue donde, por lo visto, se advirti¨® primero el divino error del Esp¨ªritu. Bien es verdad que no suelen nombrar all¨ª las cosas que se piensan y que se abandona a la providencia lo que la fe resuelve.
Las mentes calenturientas, almas sin escr¨²pulos, aventuraron en publicaciones de todo el mundo controversias y disgustos que fatigaron el coraz¨®n del Papa y osados hubo que alcanzaron a denunciar manos asesinas o acechanzas sin cuento. En Madrid hemos visto hace poco una mala obra teatral hecha de estas especulaciones, y aun de otras, tales como representar a Lucciani, un bondadoso conservador, como temido progresista. Lo cierto es que los cardenales hubieron de acudir, quiz¨¢, al nuevo consistorio con una casi natural desconfianza de las luces divinas, convencidos de que el Esp¨ªritu Santo era reacio a entender de planes estrat¨¦gicos, de puntos d¨¦biles, de perfiles o de retratos robot. No estaba por las nuevas tecnolog¨ªas ni parec¨ªa atra¨ªdo por la magia de los ordenadores.
Si ocurri¨® lo contrario, y fueron ba?ados por su luz, el Esp¨ªritu Santo pareci¨® el d¨ªa en que Karol Wojtyla se asom¨® a San Pedro, con el inmenso aplomo de un actor veterano, elegido Papa, un aut¨¦ntico experto en marketing. Polaco para empezar, con su aureola de Iglesia combativa; hombre de teatro para hacer las delicias de los especialistas en liturgia, macizo como un roble de escalar monta?as y esquiar a placer, para atractivo de los boy scouts de la Iglesia.
Se trataba de una especie de ap¨®stol de las f¨¢bricas, reticente con el marxismo pero familiarizado con ¨¦l. Colorado de campo, robusto, sustituidas las suavidades italianas de sus antecesores por unos modos m¨¢s toscos, si se quiere, pero transmitiendo la. energ¨ªa de un hombre de mundo que sabe manejar muy bien la inirada, Wojtyla se hizo con la escena y empez¨® a dominar la finca, a interesarse por las piezas del reba?o y a vigilar de cerca a sus ovejas descarriadas. Era, sin duda, lo que se dice un pastor.
Pero Juan Pablo II es todo un contraste. Le gusta la silla gestatoria y la monta con envidiable solemnidad. Ha hecho del avi¨®n su verdadera silla gestatoria, y ha inventado el papam¨®vil. Recorre el mundo de punta a punta como un arc¨¢ngel de nuestro tiempo. Suscita entusiasmos, pasa sin inmutarse por la contestaci¨®n, pregunta a los j¨®venes para que respondan en voz alta en las grandes manifestaciones y al estilo de las viejas catequesis. Les pregunta si renuncian al sexo, y un d¨ªa que le respondieron que no, qued¨® sorprendido y volvi¨® a preguntar.
Como buen polaco, a Wojtyla le molesta el consumismo y nos exhorta a ser sobrios desde la majestad de la silla de Pedro. Se lo dice tambi¨¦n a los pobres cuando se encuentra con ellos cerca de la selva o en cualquier llanura de cualquier lugar de la tierra. Los entiende bien porque luego regresa a la Santa Sede y ¨¦l mismo se conmueve con su pobreza, visto c¨®mo est¨¢n las arcas de Pedro, las finanzas de Marcinkus. Pobre hijo suyo, recluido, perseguido por la injusticia.
Este Papa de nuestros d¨ªas hizo compatible el uso del ch¨¢ndal con la recuperaci¨®n de las casullas de Trento que se empolvaban en los armarios, recuper¨® el gesto adusto para los respondones y sac¨® el mu?ec¨®n del demonio del armario de los trastos para dar trabajo a los exorcistas. Con una infalibilidad bien marcada fich¨® a la disidencia que se confund¨ªa entre los pobres y la advirti¨® de las amenazas de la promiscuidad comunista. La palabra liberaci¨®n unida a teolog¨ªa es para Juan * Pablo II misi¨®n sat¨¢nica, semilla del diablo.
El nuevo Cristo ven¨ªa del Este, con el aire sobrio de la Iglesia perseguida, y pronto reparti¨® trabajo para la Iglesia de la persecuci¨®n. El Santo Oficio se recuper¨® con ¨¦l de la indolencia del papa Juan y el papa Pablo y algunos descubrieron que la gente segu¨ªa masturb¨¢ndose porque un buen d¨ªa nos sorprendi¨® Su Santidad condenando aquel vicio que, seg¨²n nos hab¨ªan predicado de peque?os, nos llevar¨ªa a la ceguera. Si hab¨ªa empezado por los tocamientos, qu¨¦ no dir¨ªa de la mujer del pr¨®jimo, y cu¨¢ntas horas de desvelo no le llevar¨ªa pensar en la transigencia de algunos modernos confesionarios ante la obstinaci¨®n del mundo en fornicar. Nos mostr¨® que sab¨ªa que lo hac¨ªan las mujeres y los hombres sin ¨¢nimos de engendrar criatura y que ello era motivo de condenaci¨®n. Y que a¨²n sab¨ªa m¨¢s: que lo hac¨ªan los hombres con los hombres y las mujeres con las mujeres. Le preocupa a Juan Pablo II, adem¨¢s, la falta de sensibilidad religiosa de los cient¨ªficos empe?ados en oscuras maniobras demon¨ªacas como la inseminaci¨®n artificial. S¨®lo faltaban estos inventos en un mundo poblado de asesinos por el aborto. Sobre todos ellos caer¨¢ el fuego divino.
Karol Wojtyla usa siempre una palabra b¨ªblica y una mirada b¨ªblica y en su don de lenguas parece reci¨¦n llegado de Pentecost¨¦s. Posee una figura arcana y sus devotos llaman carisma a su elocuencia de l¨ªder que mide los tiempos, que usa la reverencia de un modo exacto, que parece reverenciarse a s¨ª mismo mientras anda, mirando al m¨¢s all¨¢, con la mirada perd¨ªda en los cielos, o mirando fijamente a la criatura elegida. Se sabe seguro de lo que tiene que decir al mundo y, o bien habla desde la nube de ¨¢ngeles que lo a¨²pan, o desde la iron¨ªa terrenal precisa.
No le importa rezar con Pinochet y se muestra indulgente con Lefebvre. En el fondo no le faltan razones. Leonard Boff le atribula su coraz¨®n de padre pero Karol Wojtyla lo mira fijamente y Boff advierte en sus ojos las llamadas de la ira. A Espa?a nos ha mandado a Tagliaferri a poner orden con el l¨¢piz rojo de la censura.
Se ha empe?ado Juan Pablo II en aumentar la corte celestial y siempre hay un nuevo santo para un viaje, una canonizaci¨®n a punto de un propio o una propia del lugar elegido para su andanza misionera. Prefiere para esto a los m¨¢rtires y ha encontrado por esos mundos j¨®venes doncellas o monjas que -no vean ustedes implicaci¨®n pol¨ªtica- se resistieron en todas las contiendas y cruzadas, ap¨®stoles sacrificados por el nazismo o por el marxismo, devociones milagreras de la vela y la superstici¨®n que bendice con gusto.
Estos d¨ªas, por ejemplo, y al decir de Juan Arias, anda preocupado con la encuesta de una revista cat¨®lica francesa: los j¨®venes cat¨®licos comulgan sin confesarse, defienden el divorcio y el aborto, apoyan la libertad sexual... Pero lo que m¨¢s le ha preocupado al Papa -tan devoto de Mar¨ªa- es que no consideran importante la devoci¨®n a la Virgen. Con raz¨®n declar¨® ¨¦l un a?o mariano. As¨ª contempla con simpat¨ªa las apariciones de la Virgen en cualquier ¨¢rbol, en cualquier gruta, all¨ª donde sea, y a ella se encomienda ante el nuevo apocalipsis.
Un d¨ªa nuestro Papa infalible, regresando de un lejano viaje, creo que de la India, perdi¨® su maleta. Tra¨ªa puesta la sotana de verano y nevaba en Mil¨¢n. Aterido de fr¨ªo, preguntar¨ªa. "Padre, Padre, ?por qu¨¦ me has abandonado?".
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