El ¨¢nfora y el ordenador
Nunca como ahora ha estado el mundo tan a la vista. El mundo o sus im¨¢genes. Conocer se ha convertido, como el ideal plat¨®nico, en ver -es sabido que Idea signific¨® lo que se ve. Con el desarrollo de la sociedad contempor¨¢nea, los ojos, hechos a la medida de la luz del sol, se han ido acomodando, lentamente, a los est¨ªmulos el¨¦ctricos de otras luces y de las im¨¢genes que nos encienden. Tal ampliaci¨®n de la mirada es, indudablemente, un enriquecimiento, si hay una mente capaz de asimilar. o sea de sintetizar, de interpretar y de entender. Para que conocer sea saber es preciso, pues, una estructura ¨ªntima, un esquema te¨®rico, una autonom¨ªa personal que construya, con lo que conoce, una manera de ver, una forma de actuar. Esta construcci¨®n, que tiene que ver con nosotros mismos y, sobre todo, con nuestra proyecci¨®n hacia los otros, se llama sabidur¨ªa. No se trata, por supuesto, con esta palabra de tan amplia sem¨¢ntica, de aludir a esa especie de conocimiento que se instala en sublimes e inaccesibles esferas. Sabidur¨ªa puede, en nuestro mundo, habitar el modesto espacio de lo cotidiano, el cerco inmediato y jugoso de la realidad.En un texto famoso "sobre la utilidad de la historia para la vida" recordaba Nietzsche el peligro de que los hombres nos convirti¨¦semos en agregados humanos (menschen?hnliche Aggregaye), y pon¨ªa por ejemplo la cultura griega, que "nunca vivi¨® en solitaria y orgullosa virginidad". La formaci¨®n de esta cultura "fue, m¨¢s bien y durante mucho tiempo, un caos de formas y conceptos, semitas, babilonios, lidios, egipcios... y, sin embargo, la cultura hel¨¦nica no fue jam¨¢s un conglomerado sin sustancia". Los griegos aprendieron a organizar el caos gracias a ese famoso consejo del or¨¢culo d¨¦lfico, que estableci¨® el principio fundamental del complejo edificio de la filosof¨ªa moderna: "Con¨®cete a ti mismo".
Es verdad que tan simple recomendaci¨®n encierra complicadas interpretaciones, hasta saber qu¨¦ se entiende por esa mismidad y qui¨¦n es el personaje mutuo que ha de desdoblarse para ser, al tiempo, objeto y sujeto, espejo y mirada de su propia reflexi¨®n. Pero ahora no nos interesa plantear tan importante y arduo problema, sino recordar, con dos s¨ªmbolos, la necesidad de un nuevo planteamiento en esa construcci¨®n del Yo. Porque el mundo contempor¨¢neo no tiene tanto el peligro de desarticularse, ante la invasi¨®n de un pasado y de una historia que apenas le preocupa y conoce, cuanto de perecer ante el presente. Son tantas las informaciones, est¨ªmulos, presiones, manipulaciones, que, efectivamente, el hombre llega a transformarse en una insustancial imagen de su propio ser, en un aglomerado humano, sometido a un peculiar proceso de inmovilizaci¨®n. Este proceso no s¨®lo tiene lugar por la asfixia informativa, por el exceso de mensajes que no podemos valorar ni, mucho menos, clasificar, sino tambi¨¦n por la existencia de instrumentos, cada vez m¨¢s complicados en su estructura y, parad¨®jicamente, muy simples de manejar. El ingenio e inteligencia necesaria para esta creaci¨®n tecnol¨®gica contrasta con el primitivismo e infantilismo de quienes pueden utilizarla. Por ello la reciente propaganda tecnol¨®gica para la informatizaci¨®n, los cursos, programas para la utilizaci¨®n de esos instrumentos podr¨ªa contribuir a dejar en el universo de la utop¨ªa los viejos conceptos de educaci¨®n plena (enkyklos paideia, que dec¨ªan los griegos; enciclopedia, que decimos nosotros). La conversi¨®n del hombre en la terminal de un ordenador, que s¨®lo tiene que ver con teclas, con impulsos mec¨¢nicos, ataca el centro mismo de la creatividad, de la posibilidad. La imagen que expresase esta situaci¨®n ser¨ªa la de unos dedos, escurridizos, uniformes, fr¨ªos; sin los dulces vericuetos dactilares, por donde la piel nos dice que somos quienes somos.
A medida que nuestra mente se robotiza, nadie, y menos el gobernante, tiene que justificar actos, exponer razones: le basta con dar ¨®rdenes, que ser¨¢n asumidas y cumplidas como el que acata las reglas que hacen funcionar tales ingenios. Sin embargo, nada m¨¢s lejos de mi intenci¨®n de despreciar lo que indudablemente, constituye una de las aportaciones esenciales de la cultura contempor¨¢nea: la tecnolog¨ªa; pero s¨ª es importante no olvidar el contexto adecuado para que esa tecnolog¨ªa no contribuya a desintegrar la mismidad, y la humanidad, si se me permite usar, una vez m¨¢s, tan desgastado t¨¦rmino. Repito que no se trata de menospreciar el portento de esas miles de pantallitas verdes que nos dicen, sorprendente y r¨¢pidamente, una serie de cosas ¨²tiles para la vida, sino de llamar la atenci¨®n de una posible informaci¨®n para la nada, de "una inmensa memoria del olvido". El ser se "realiza", dec¨ªa el fil¨®sofo, haciendo crecer en nosotros la "semilla inmortal" de la palabra con fundamento, del conocer que viene de fuera, pero que se "hace" desde dentro.
Recogiendo el problema que planteaba Nietzsche, se me ocurre ejemplificarlo con otro objeto de la cultura griega. Por encima ele las tensas contradicciones de su historia, qued¨® flotando en el cielo de esa cultura un Parten¨®n ideal, cuna y pro motor de otras culturas. Pero no s¨®lo heredamos de los griegos objetos ideales, sino objetos; reales, que las manos de aquellos artesanos empezaron a crear. Manos de art¨ªfices que pon¨ªan nuevas cosas junto a las eternas cosas de la naturaleza, A esa especial forma de creaci¨®n la llamaron techase -t¨¦cnica-, territorio extendido al lado de es otro inmenso dominio, que; se desarrollaba por s¨ª mismo, que no hab¨ªa creado mano alguna y que llamaron physis, naturaleza. La admiraci¨®n por los productos de esas manos creadoras hizo exclama mar a uno de sus fil¨®sofos, cuando quiso expresar la riqueza y fuerza de la intimidad: "La mente es, como las manos, todas las cosas".
De entre todo ese mundo de objetos que los griegos pusieron al lado de la naturaleza, y que pueblan nuestros museos, mencionar¨¦, tal vez, el m¨¢s humilde de ellos: el ¨¢nfora. Un utensilio destinado a guardar el aceite, el vino, el agua. Algo as¨ª como un espacio ¨ªntimo en el que se albergaba la sed del futuro. Y para hacernos grata esa espera para prolongar la necesidad del cuerpo en otro espacio m¨¢s amplio, esas ¨¢nforas estaban pintadas, decoradas, tersas de sensibilidad El agua o el vino esperaban en el oscuro
silenciosamente, y fresco recinto de la arcilla, el poder socorrer la necesidad del cuerpo. Mientras su contenido se gastaba en el momento concreto en que lo exig¨ªa nuestro deseo, el dorso del ¨¢nfora, inm¨®vil en su belleza, consolaba d¨ªa a d¨ªa, a?o a a?o, nuestros ojos, con un regalo m¨¢s valioso a¨²n que el de su contenido. Un regalo que no pod¨ªa consumirse en la exigencia concreta de la necesidad, en el instante ef¨ªmero y fugaz del deseo. Las m¨ªticas figuras de todas las ¨¢nforas simbolizaban la superaci¨®n del pobre tiempo humano, que fluye a la medida de nuestro coraz¨®n y que se consume, irreversiblemente, en cada uno de sus latidos. Sus figuras no se agotaban nunca, como se agota el agua que encierra la arcilla. M¨¢s
all¨¢ del espacio, m¨¢s all¨¢ del tiempo, hab¨ªa objetos que hablaban el lenguaje en que el hombre
reconoce su propia eternidad. La utilidad y el arte, el tiempo y su esperanza, juntos en una fecunda simbiosis. Moldear el ¨¢nfora era recrearse en la materia y, sobre su tensa curvatura, tensar tambi¨¦n recuerdos, sue?os, deseos, y acariciarlos con esa fuerza que sale de los hombres, que se remansa en la mano -origen del pensamiento- y que se entretiene. juega, inventa la inquieta belleza.
Al otro lado de esta imagen es f¨¢cil parodiar esos teclados inermes, fruto indudable de una inteligencia creadora tambi¨¦n, pero que, una vez ejercida su din¨¢mica funci¨®n, una cierta nada electrica se aposenta en la matriz de sus mensajes: informaciones aplastadas por un ansia de saber, en muchos casos, aquello que sabido es igual a la ignorancia. Es cierto que ya no podemos prescindir de esos instrumentos tecnol¨®gicos; es cierto que nuestro ser se est¨¢ conformando a ellos y con ellos, y, por supuesto, tambi¨¦n es cierto que las ¨¢nforas no pueden medimos ya el mundo, ni limitarnos el deseo -esa exaltaci¨®n de est¨ªmulos, mensajes, datos que afilan lo real-; pero guardan el agua, el aceite, el vino del futuro. Inventan el tiempo y preservan la naturaleza; lo que verdaderamente somos. El artista dej¨® abiertos los ojos hacia las cosas, para pensar el mundo a1 pensarse a s¨ª mismo, para sentir el firme aire de la creaci¨®n, mientras el agua espera, en la penumbra redonda de la arcilla, de la vida. La vida, ese invento de los hombres.
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