Esperando a Lidia
Antonio Colinas (Le¨®n, 1946) ha escrito novelas y libros de poemas. Con estos ¨²ltimos gan¨® el Premio Nacional de la Cr¨ªtica en 1975 y el Premio Nacional de Literatura en 1082. Esperando a Lidia es un relato sobre el encuentro de un hombre y de una mujer despu¨¦s de a?os de distancia y olvido mutuo. La atm¨®sfera que envuelve el relato est¨¢ llena de referencias culturales y po¨¦ticas.
Aunque creo haber escrito ya sobre Lidia en otra ocasi¨®n, volver¨¦ a recordar que fue la. amiga de mi infancia, la ni?a amiga de mis d¨ªas en Petavonium, el amor primero, la amistad que, deseando convertirse en amor, nunca llega a serlo. Lidia est¨¢ unida a mis sue?os, a mis vivencias originarias; es como la esencia de aquellos d¨ªas que ya no volver¨¢n. Pienso en Lidia y, repentinamente, siento el aroma de la jara y de la encina ardida, me hiere el frescor amargo de las oscuras bodegas.Vuelvo a pensar en Lidia y los sue?os de la infancia se multiplican como en su d¨ªa se multiplicaron en las laderas el Petavonium, en los muros y bancales sembrados de rotas vasijas y de tejas romanas. Mi infancia en Petavonium fue, en definitiva, la infancia junto a Lidia. Por eso siempre tuve por algo natural el no volverla a ver, el haberla perdido para siempre, come, perd¨ª mi infancia entre aquellas ruinas y despoblados cercados por trigales y colmenas. S¨ª, Lidia era la infancia, pero la infancia ya hab¨ªa pasado. Por eso dificilmente pod¨ªa interesarme hoy su vida. Su cuerpo fr¨¢gil hab¨ªa sido un sue?o, y los sue?os -sobre todo los pasados- nunca se tornan en realidad.
Pero el destino traza subterraneamente signos que los seres humanos dif¨ªcilmente podemos controlar. Por eso, si os digo que Lidia ha vuelto a aparecer 30 a?os despu¨¦s de mi infancia, 30 a?os despu¨¦s de Petavonium, de aquel m¨¢gico tiempo de cig¨¹e?as y de lechuzas, me dir¨¦is que merece la pena volver a hablar de ella, a escribir sobre ella. Nos criamos sobre los herbazales y las ruinas de los viejos castros prerromanos y romanos, por eso no resulta raro -hasta cierto punto- que la historia haya quedado como sembrada en nuestras entra?as, que hoy, sin nada saber uno del otro, hayamos acabado siendo deis personas interesadas por el pasado, dos profesores de historia antigua. Murieron nuestros abuelos, partieron nuestros padres hacia grandes ciudades, se cortaron las amistades y fue natural la separaci¨®n, el que uno no haya vuelto a saber nada del otro.
Sin embargo, hace unos meses surgi¨® inesperadamente el encuentro. Asist¨ªamos ambos en una vieja ciudad universitaria a un congreso sobre el bimilenario de una de esas ciudades blindadas por el imperio romano en nuestras tierras altas. La arqueolog¨ªa de los saqueadores nocturnos y las legendarias historias que nos contaban nuestros abuelos al calor de la lumbre ya nada ten¨ªan que ver con esa pr¨¢ctica mon¨®tona y dura que supone la ense?anza universitaria, con el asfixiante esfuerzo de acumular bibliograf¨ªas y deshacer errores en colegas y alumnos. Pero lo importante no es que Lidia y yo seamos hoy profesores universitarios- en ciudades lejanas. (Yo ense?o en una peque?a universidad de provincias, en el norte. Lidia -m¨¢s valiosa y afortunada, prolongando la estancia que le proporcion¨® una beca- es profesora en una universidad norteamericana.) No, lo importante no es esto, sino nuestro inesperado encuentro. Es como si por t¨²neles oscuros, son¨¢mbulos, hubi¨¦ramos acudido a la llamada del tiempo perdido, a la cita de un congreso en una vieja ciudad universitaria. No s¨¦ hasta qu¨¦ extremo nuestras vidas se han fatigado o vulgarizado con los a?os, pero la ra¨ªz de los sue?os -el temario de un congreso de historia antigua- nos ha reunido una vez m¨¢s.
Tan lejos hemos estado uno del otro, tan fuerte ha sido el poder del olvido, que no reparamos en nuestros nombres al leer la lista de los congresistas que asistieron. Los nombres de Lidia y Arturo no bastaban para avivar el recuerdo, para despertar los d¨ªas de la infancia. As¨ª que nada sospechamos en los momentos previos al congreso, nada sab¨ªamos uno de cuanto al otro le hab¨ªa sucedido a lo largo de los ¨²ltimos 30 a?os. El sue?o de la infancia, la ni?a amiga, el amor primero estaban como comprimidos fuertemente en lo m¨¢s profundo de nuestro ser, en la infancia muerta y sepultada.
Pero, ?puede sepultarse una infancia como la nuestra? ?Pueden sepultarselos aromas, el rumor de los manantiales, los trinos en los ¨¢lamos, el sol grande y amarillo de la era? Hab¨ªa sido esta infancia aplastada (o reprimida) por el paso de los a?os y la laboriosidad in¨²til la que no permiti¨®, en un primer momento, que nos reconoci¨¦ramos. ?No nos reconocimos verdaderamente? Creo que desde la primera sesi¨®n del congreso, desde el acto de apertura, m¨¢s all¨¢ de la grandilocuencia de los discursos inaugurales y de la envarada asistencia de las autoridades locales, la presencia de uno se hizo evidente para la presencia del otro. Mas, ?a qu¨¦ se deb¨ªa esa identificaci¨®n? ?No nos habr¨ªamos visto antes en alg¨²n otro congreso? S¨ª, quiz¨¢ esto fuera lo m¨¢s probable.IDENTIDAD DEL ROSTROHice un supremo esfuerzo, durante la primera de las sesiones de trabajo, para identificar aquel rostro, para saber de qu¨¦ lugar o de qu¨¦ tiempo proven¨ªa aquel rostro algo p¨¢lido y fino, el cuerpo sano, pero como te?ido de una fr¨¢gil, notable espiritualidad; la inocencia imborrable, en definitiva, que yo tanto hab¨ªa amado -sin saber que amaba- en los d¨ªas de la infancia. Nada nos dijimos, porque la edad y las formalidades profesionales nos impulsaban a mantenernos fr¨ªos, a guardar las maneras. As¨ª que al d¨ªa siguiente, durante la segunda de las sesiones de trabajo, sentados a prudente distancia, uno frente a otro, continuamos nuestro reconocimiento, la profundizaci¨®n en el pasado. Era como ir apartando sombras, como ir eliminando a?os con sigilo, como ir recuperando inocencia y perdiendo vana formaci¨®n. Nos contempl¨¢bamos haciendo todo lo posible para que nuestras miradas no se cruzaran, y el tiempo, el pasado, las ruinas y los sue?os rotos de Petavonium herv¨ªan como un horno en nuestros pechos. Mucho hemos debido de cambiar para que este reconocimiento fuera tan dificultoso, tan lento, tan -?c¨®mo no decirlo!- delicioso. Sonaban in¨²tiles a nuestro alrededor las voces de los congresistas, mientras nuestras miradas -falsamente extraviadas en el techo renacentista de la sala- se poblaban de gorriones y de abubillas, se embriagaban con el ¨¢spero perfume de los reba?os al atardecer, con el griter¨ªo de los ba?os entre los juncos de las lagunas. Era como irse desnudando de todos los ropajes in¨²tiles que hab¨ªamos ido colgando de nuestras vidas a lo largo de los ¨²ltimos 30 a?os. Luego hubo un momento en el que pareci¨® hacerse la luz dentro de nosotros y nos reconocimos. Pero era mucho el tiempo que hab¨ªa pasado y no cre¨ªamos (o no pod¨ªamos creer) que nuestras dos personas, escuchando falsamente concentradas en aquella sala universitaria, fueran los ni?os amigos de un tiempo. Tuve la confirmaci¨®n de que aquella mujer que estaba sentada frente a m¨ª era la ni?a de mis d¨ªas en Petavonium echando al fin una ojeada al programa del congreso, descubriendo entre la amplia lista de los participantes un nombre que, de repente, me devolvi¨® el pasado y su verdad: Lidia Ferr¨¢n.
?Y qu¨¦ se?al descubri¨® ella en mi rostro, no menos transformado? Llevo ¨²ltimamente una cerrada barba y una m¨¢s que incipiente calvicie que en modo alguno favorecen el reconocimiento del ni?o de ocho o nueve a?os que ella conoci¨®. Pero algo debi¨® de ver ella, por medio de las sucesivas y disimuladas miradas, que le dio la clave del pasado, que le devolvi¨®, tambi¨¦n de golpe, el mundo de los sue?os machacados, el extraviado perfume de la infancia. Comprob¨¦ la lista de congresistas, pero ella ya hab¨ªa mostrado para entonces una medio sonrisa que deshizo todo posible distanciamiento.
Aquella mesa redonda -lo recuerdo muy bien y lo recordar¨¦ siempre, trataba sobre las Explotaciones aur¨ªferas romanas del noroeste y la coordinaba un especialista ingl¨¦s en el tema- se prolong¨® excesivamente. Pero seguimos siendo esclavos de la edad, de nuestro trabajo, de los formalismos, as¨ª que ninguno de los dos dio el primer paso hacia el otro. Los profesores que ¨¦ramos segu¨ªan reprimiendo la infancia, sepultando los sue?os perdidos, ahogando los ni?os que fuimos. Se discut¨ªan apasionadamente en aquellos momentos, en la sala, las cifras del oro que el imperio se hab¨ªa llevado a Roma y nosotros seguimos atendiendo -sin atender- a nuestro deber, hasta que la sesi¨®n termin¨®.
Luego todo fue demasiado f¨¢cil: el ir con naturalidad uno hacia el otro, el reconocernos de verdad, las mutuas muestras de admiraci¨®n y de incredulidad. No hubo exagerados gestos, pero nuestros ojos ardieron con un fuego extra?o -aquellos ojos serenos de Lidia que pronto tanto habr¨ªan de transformarse-, con la luz de quien recupera el manantial de los mejores sue?os.
Era invierno. Termin¨® el congreso y de nuestro encuentro surgi¨® una decisi¨®n delicada y atrevida: la de citarnos el pr¨®ximo verano en Petavonium, en el solar de nuestra infancia perdida. Lidia deb¨ªa volver a Am¨¦rica, pero, a pesar de que en el valle ya no quedaba ni rastro de su familia, se aventur¨® a dar aquel paso que, entre los dos, casi sin quererlo, sugerimos. Mis padres hab¨ªan vendido las tierras y vifiedos de mis abuelos y hac¨ªa muchos a?os que yo no pisaba por el lugar. S¨®lo el viejo caser¨®n familiar mordido por las lluvias y el abandonado huerto eran el ¨²nico hilo que me un¨ªa al pasado. Aquel deseo de citarnos en la tierra de nuestros veranos infantiles era absurda -como absurdo era el no querer profundizar en el conocimiento de nuestras vidas actuales-, pero la idea madur¨® entre bromas y veras. Termin¨® el congreso, cada uno partimos hacia nuestras respectivas ciudades, pero la cita extravagante y maravillosa de recuperar el tiempo perdido, la infancia perdida, qued¨® establecida. No ten¨ªamos razones de peso para volver al lugar de nuestros abuelos, a los veranos de entonces, pero la cita qued¨® rotundamente establecida: nos ver¨ªamos el pr¨®ximo verano, el 8 de agosto, en Petavonium. ?Y en qu¨¦ lugar concreto? En el que hab¨ªa sido punto de mira de nuestros mejores sue?os: en la cima del viejo castro romano, entre las negras y enormes rocas, al atardecer.
Pasaron seis meses y, a lo largo de este tiempo, mi ¨¢nimo madur¨® y esper¨® aquella cita, gozando de las m¨¢s variadas sensaciones. El encuentro con Lidia 30 a?os despu¨¦s, ?de qu¨¦ nac¨ªa, a qu¨¦ se deb¨ªa? Esper¨¢ndolo, no cre¨ª en ¨¦l; y, a la vez, dese¨¦ el mejor de los resultados. ?Pueden volver a renacer los sue?os? ?Un mundo infantil puede cuajar en un amor de madurez? ?S¨®lo cre¨ªamos en los seres adultos que ¨¦ramos o pretend¨ªamos recuperar el pasado, la plena felicidad de la infancia? Las dudas me atenazaron, pero a medida que la fecha se aproximaba mi inter¨¦s se acrecent¨®, sent¨ª al alcance de mis manos el buen oro de los sue?os perdidos; incluso pens¨¦ que en la mujer de hoy se pod¨ªan condensar todos los sue?os fugitivos del pasado, los sue?os de toda mi vida en soledad, como medio apagada, hu¨¦rfana del ni?o en armon¨ªa que fui.
Antes de seguir adelante quiero hacer una precisi¨®n: tras la partida de Lidia no volv¨ª a tener noticias de ella, ni yo me propuse envi¨¢rselas. Deseaba profundamente dejar al arbitrio del destino aquella caprichosa y ansiada cita. Pens¨¦ a veces en tomar la pluma para, en una carta, confirmarla o rechazarla. Pero la semilla del sue?o ya estaba arrojada y s¨®lo cab¨ªa esperar el desenlace. Pasaron seis meses. A veces me hac¨ªa sufrir la idea de que ella hubiera olvidado lo que s¨®lo hab¨ªa sido una broma brotada de un aburrido congreso. Y me hac¨ªa sufrir la idea de que Lidia no acudiera a la cita.CASER?N FAMILIAR El 17 de agosto, un d¨ªa antes de la fecha acordada, al atardecer, llegu¨¦ a Fuentes, el pueblo que se levanta en la hondonada, en la ladera norte de Petavonium. Rechac¨¦ amablemente el ofrecimiento de algunos conocidos y del hombre que cuidaba de la casa de mis abuelos para que durmiera en sus viviendas. Prefer¨ª el viejo caser¨®n familiar, aunque verlo de nuevo resultara una doloros¨ªsim¨¢ experiencia. En la huerta se hab¨ªan secado la mayor¨ªa de los frutales y los hierbajos crec¨ªan espesamente por doquier. La casa, en lo fundamental, se conservaba bien, pero hab¨ªa ya algunas habitaciones inservibles, en las que las prolongadas lluvias de invierno se hab¨ªan dejado sentir. Los escasos muebles que quedaban (estaban acumulados fuera de su primitivo emplazamiento y cargados de polvo) hac¨ªan irreconocible cada espacio del pasado. Pero, en mi af¨¢n de sumergirme en los d¨ªas perdidos, me decid¨ª a dormir en una de aquellas alcobas. Cuando anocheci¨®, y tras una r¨¢pida limpieza de la guardesa, escog¨ª aquella cama en la que mi t¨ªa me contaba historias de lobos y de vagabundos y, sin desnudarme, con la ropa que tra¨ªa puesta, agotado por el largo viaje, me qued¨¦ profundamente dormido. Me pesaban los ojos y estaba deseoso de que las horas volaran, de que la luz de la ma?ana inundara las salas de aquella casa a la que hasta la luz artificial se hab¨ªa cortado.
Al d¨ªa siguiente tampoco pude reconocer las huellas del pasado en cada uno de los rincones del pueblo: se hab¨ªan secado las fuentes y manantiales, los ¨¢rboles de mi infancia ya no exist¨ªan o hab¨ªa otros nuevos; algunas casas que fueron decisivas en mis vivencias primeras estaban semiderruidas... S¨®lo al asomar a los alrededores del pueblo observ¨¦ que el campo era el mismo de entonces, dominado al fondo por la cima trapezoidal de Petavonium, el viejo castro romano. El pueblo era como un reflejo de mis a?os ¨²ltimos: un espacio para la desesperanza y el desencanto; pero m¨¢s all¨¢ de las cercas de adobe y de los ¨²ltimos huertos abandonados brotaban con fuerza jarales y encinares, crec¨ªan los ¨²ltimos man zanos sobrecargados de frutos. Pero las que estaban m¨¢s vivas que nunca eran las piedras, las piedras, que parec¨ªan no haber sufrido lo m¨¢s m¨ªnimo el paso del tiempo. Me atra¨ªa como un im¨¢n aquella loma, pero no di ni un paso m¨¢s, no quise hollar antes de tiempo la senda que conduc¨ªa a la cima del castro, al lugar de la cita con Lidia. Volv¨ª al pueblo a esperar la llegada del atardecer. En ¨¦ste no hab¨ªa se?al alguna de que Lidia hubiera adelantado en un d¨ªa, como yo, su llegada. No quise preguntar ni saber si una mujer desconocida hab¨ªa llegado por aquellos d¨ªas a Fuentes.
Me ro¨ªa la impaciencia, por eso cuando el calor decreci¨®, sal¨ª de casa y emprend¨ª la marcha en direcci¨®n al teso de Pe?as Secas. Era el camino m¨¢s directo y seguro para acceder al castro desde el norte. ?Lo recordar¨ªa a¨²n Lidia? El calor abrasador del d¨ªa hab¨ªa resecado cada hierba y estaban mustios algunos peque?os pinos y casta?os que hab¨ªan sido plantados recientemente; pero la primera, lev¨ªsima humedad del atardecer hac¨ªa brotar de la tierra un perfume agreste, que, de golpe, me devolvi¨® los d¨ªas perdidos. Si volv¨ªa el rostro hacia poniente toda la ladera de la sierra parec¨ªa de oro. A veces me deten¨ªa a la sombra de alguna gran pe?a y posaba en ella mi mano como deseando extraer su latido de intemporalidad.Tom¨¦ luego un camino que torc¨ªa hacia la izquierda, el de la primitiva calzada, pero por matar el tiempo me sal¨ª de ¨¦l y vagu¨¦ caprichosamente entre el tomillo y los pe?ascales por los que brillaba plateada la piel reseca de alguna culebra. Atraves¨¦ un peque?o desfiladero de roca y prefer¨ª abordar la cima del castro por la ladera sur, por uno de aquellos bancales a¨²n ce?idos por fuertes muros de piedras. A veces me deten¨ªa para remover con mi pie el cenizal o alg¨²n m¨ªnimo resto de cer¨¢mica. Con no poca dificultad, a causa del calor y de la pendiente, llegu¨¦ a la cueva derruida que se abr¨ªa en el terreno de mis antepasados y, al fin, sub¨ª a la cima, a la meseta cercada de roquedos y barrida por una brisa fogosa.
Me sent¨¦ all¨¢ arriba y ote¨¦ las dos laderas del monte y los caminos que llegaban desde los cuatro puntos cardinales. No se ve¨ªa ni un solo ser humano. S¨®lo el graznido de algunas aves de presa romp¨ªa la encendida mansedumbre de la tarde. Ca¨ªa el sol y la luz de las cimas cambiaba del blanco al oro. No hab¨ªa ni rastro de Lidia. ?No hab¨ªa sido yo demasiado ingenuo llegando hasta aquel lugar? ?C¨®mo era posible que Lidia regresara a Europa para aquella absurda cita en un apartado rinc¨®n? El coraz¨®n se me llen¨® de dudas, pero me apaciguaba aquel ¨¢spero y sano perfume de jarales y tomillos, la pureza de la brisa, la infinitud de llanos y de sierras que el sol inundaba. Y me entretuve recordando alguna de las leyendas del lugar: la de la viga de oro, la de la imagen de la Virgen sepultada y descubierta, la de la princesa mora, que en noches de luna se peinaba con un peine de plata y que embelesaba con sus palabras a los pastores que osaban acercarse hasta ella...LA HORA ESPERADASe intensific¨® la atm¨®sfera del atardecer. El sol mordi¨® por poniente la sierra y, aproximadamente a la hora esperada, vi salir del pueblo un coche que subi¨® lentamente por el camino. Luego se detuvo tras tomar el otro camino, el de la izquierda, cuando las rocas le impidieron avanzar. Vi de lejos, con dificultad, c¨®mo descend¨ªan de ¨¦l dos personas, un hombre y una mujer. El hombre -probablemente un taxista- volvi¨® al coche, dio la vuelta y regres¨® deprisa al pueblo. La distancia que nos separaba era mucha, pero suficiente para poder apreciar que la mujer era Lidia. ?sta se hab¨ªa quedado de pie y parec¨ªa alzar la cabeza en direcci¨®n a la cima del castro. Desde la altura yo guardaba silencio y gozaba de su presencia en medio de aquel mar de rocas.Deseaba, por el momento, no moverme, no hablar, no alzar la mano por temor a romper el encanto de su, presencia en aquel espacio que tanto hab¨ªa sabido de nuestras correr¨ªas infantiles.
Esper¨¦ callado a que ella comenzara a. avanzar hacia la cima, pero observ¨¦ con sorpresa que no s¨®lo no lo hac¨ªa, sino que apoy¨¢ndose: en una de las rocas, se sent¨®. Luego continu¨® su contemplaci¨®n de la cima con el rostro levantado en direcci¨®n a donde yo me encontraba semioculto. Esper¨¦ a¨²n, feliz e intriga do, unos momentos, pero Lidia no alter¨® su posici¨®n; se qued¨® all¨¢ abajo, como petrificada, mirando siempre fijamente en direcci¨®n a la cima del castro. ?Su pon¨ªa que yo no hab¨ªa llegado a¨²n? ?Hab¨ªa decidido esperar mi llegada a medio camino y no en la cima, como hab¨ªamos acordado?
Al fin romp¨ª aquella tensi¨®n y aquella emoci¨®n que me embargaban. Me puse de pie y desde el borde de la atalaya, sin decir palabra, agit¨¦ mis brazos. Pero ella, imperturbable, segu¨ªa quieta, sin responder a mis se?as Pensaba que no me hab¨ªa visto a causa de la distancia y grit¨¦ en la tarde su nombre. Ella pareci¨® despertar de su mutismo y agit¨® uno de sus brazos, me salud¨® sorprendida y feliz. Yo le ped¨ª que ascendiera a donde yo estaba y que renunciara a toda pereza, pero ella me dijo con naturalidad que estaba algo cansada y que descendiera yo.
Baj¨¦ a buen paso, corriendo a veces cuando los pedregales me 19 permit¨ªan, contento de volver a verla en aquel lugar, feliz de saber que la cita era ya toda una realidad. Estaba ya a unos 20 metros de ella cuando el gesto hier¨¢tico de su rostro, a¨²n alzado, y la luz del sol ¨²ltimo, que se ocultaba exactamente detr¨¢s de su cabeza en aquellos momentos, me confundieron. Me detuve unos instantes ante su figura sentada e imperturbable y luego continu¨¦ la marcha muy despacio.
Pronto vi que Lidia manten¨ªa la rigidez de la cabeza y que en Sus ojos hab¨ªa no s¨¦ qu¨¦ luz difusa. Era, como si me mirase sin verme. Ning¨²n m¨²sculo de su rostro parec¨ªa responder al ruido de mis pasos. Ya frente a ella vi que sus pupilas estaban como quemadas y acuosas a la vez. Vi, estando ya a su lado, que ella esbozaba, una sonrisa de tristeza y dulzura, y que luego me tend¨ªa una de sus manos mientras dec¨ªa: "Eres t¨², ?verdad?". Comprend¨ª repentinamente su quietud y su rigidez; comprend¨ª, como quien recibe un latigazo en el rostro, que los ojos de Lidia no ve¨ªan, que Lidia estaba ciega, completamente ciega.
Me sent¨¦ despacio a su lado en la roca y estrech¨¦ sus manos entre las m¨ªas como quien estrecha las de una diosa, las de una divinidad. Luego fueron pasando los minutos tensos y doloros¨ªsimos, cruelmente dichosos. De sus labios llegaron las razones de su ceguera, y de sus ojos muertos, algunas l¨¢grimas. Re¨ªmos y lloramos mientras el monte se oscurec¨ªa a nuestro alrededor y parec¨ªa contemplar imperturbable, eterno, nuestra soledad de: estatuas.
Hubo dulzuras y nuevas razones y caricias mientras oscurec¨ªa. Lidia, a pesar de aquella terrible e inesperada circunstancia, hab¨ªa acudido a la cita desde el otro lado del oc¨¦ano; hab¨ªa llegado hasta el monte de sus sue?os perdidos; hab¨ªa quedado quieta bajo la luz del ocaso, entre las, rocas, muda, esperando no s¨¦ qu¨¦ milagro. (Quiz¨¢ el de recuperar los ojos de su ni?ez.)
Me esforc¨¦ en balbucear proyectos comunes mientras renunci¨¢bamos a ascender a la cima de nuestros sue?os. (O mientras la cima de nuestros sue?os se derrumbaba.) Era como renunciar, de forma brutal, a nuestra infancia. Cuando volvimos, paseando lentamente, en direcci¨®n al pueblo le ped¨ª que se quedara a mi lado, pero no supe (o no quise discretamente saber) por qu¨¦ raz¨®n ella dese¨® regresar a su lugar de residencia. ?Cu¨¢ntas veces me he preguntado luego por los posibles seres o circunstancias que la esperaban all¨¢, al otro lado del oc¨¦ano! Pero ella nada dijo.
Aquella misma noche subimos a, mi coche y abandonamos Fuentes como dos furtivos. Partimos en direcci¨®n a un aeropuerto del que ella hab¨ªa llegado no muchas horas antes. La llev¨¦ hasta aquel avi¨®n que la conducir¨ªa hasta una vida de la que yo nada sab¨ªa, hacia la nada, hacia la muerte. La muerte, que era algo tan alejado de nuestra infancia., tan alejado de toda infancia. Y como ella, regresando entre el bosque de encinas, yo tampoco pod¨ªa ver en la noche a causa del dolor que sent¨ªa.
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