El 'efecto Benavente'
La malquerida (1913), y en general el teatro de Benavente, fueron el centro de una batalla teatral de principio de siglo -hasta la guerra civil- entre los escritores y los autores. Manten¨ªan ¨¦stos -y don Jacinto era el ejemplo mayor- que el teatro era una literatura especial compuesta de teatralidad, de efectos, de una preceptiva propia y de un instinto, adem¨¢s de unas normas inviolables; y los escritores cre¨ªan que eso no era la literatura dram¨¢tica, que precisamente este grupo de efectos preparados, esa entonces llamada carpinter¨ªa teatral, era deleznable.Don Jacinto, con sus ¨¦xitos p¨²blicos -y el de La malquerida es imborrable-, no consegu¨ªa convencer a los que llamaremos intelectuales: P¨¦rez de Ayala, Enrique de Mesa, D¨ªaz Canedo... Ten¨ªan en qu¨¦ apoyarse: ya Valle-Incl¨¢n hab¨ªa hecho la tragedia rural (?guila de blas¨®n, 1907; Romance de lobos, 1908) con otra envergadura, otro vuelo de lenguaje, un aliento que se volver¨ªa a encontrar mucho despu¨¦s en otras obras del mismo ¨¢mbito (Bodas de sangre, Yerma, La casa de Bernarda Alba), precisamente con materiales parecidos, sin ningunas renuncias al teatro, pero con la depuraci¨®n literaria que se exig¨ªa.
La malquerida
Jacinto Benavente (1913). Int¨¦rpretes: Ana Marzoa, Jos¨¦ Pedro Carri¨®n, Helio Pedregal, Aitana S¨¢nchez-Gij¨®n, Margarita Calahorra, Enrique Men¨¦ndez, Carmelo G¨®mez, Marcial ?lvarez, Margarita Mas, Pepe Loma, Vicenta Dom¨ªnguez, Silvia Casanova, Resu Requena, Milena Madridejos, ?ngel de Andr¨¦s. Escenograf¨ªa: Andrea d'Odorico y Mario Bernedo. Figurines y direcci¨®n: Miguel Narros. Teatro Espa?ol. Madrid, 5 de febrero.
Con la ca¨ªda de la Rep¨²blica y la restauraci¨®n de valores antiguos se hundi¨® el nuevo teatro, pero qued¨® latente. Benavente -para quien los vencedores no fueron tampoco especialmente cari?osos: desconfiaban, como era su naturaleza- sigui¨® dominando el teatro hasta su muerte (1954), pero ni un paso m¨¢s all¨¢. Entr¨® directamente en el silencio, salvo alg¨²n intento de reposici¨®n -casi exclusivamente Los intereses creados- y algo que trat¨® de sacar a flote la televisi¨®n en su rebusca de valores para adaptar. Cambi¨® el teatro, cambi¨® la vida. Cambiaron, sobre todo, los t¨®picos. No quiere decirse que no se produzcan hoy hechos iguales o parecidos a los de esta obra: basta mirar las p¨¢ginas de sucesos de los diarios. Pero tienen otro tratamiento, otra consideraci¨®n por la sociedad.
Aprender
La reposici¨®n de La malquerida, tres cuartos de siglo despu¨¦s de su estreno, no hace variar las premisas esenciales de aquel tema. La coincidencia con las representaciones de obras de Valle y Garc¨ªa Lorca siguen dejando abierta la comparaci¨®n entre lo que era cierto y lo que era s¨®lo teatro.Aun as¨ª, en la comparaci¨®n, no con los cl¨¢sicos de nuestro tiempo, sino con el teatro del d¨ªa, hay algunas cosas que aprender de este Benavente, como la valent¨ªa y la fuerza de las escenas directas, la capacidad de hacer estallar la violencia en el escenario, el enfrentamiento de los personajes, la cierta habilidad para apuntar definiciones de los personajes dentro del t¨®pico -la relaci¨®n de amo y criado, la doble personalidad de Raimunda para con su marido- y el calco de la tragedia cl¨¢sica -el coro o pueblo que obliga, el esbozo tamizado de incesto, el juego ni?ez-madurez de Acacia-, que son elementos hoy perdidos.
Est¨¢ tambi¨¦n la riqueza de vocabulario, no s¨®lo por la imitaci¨®n del habla de pueblo que ahora suena de una manera terrible-, sino por la precisi¨®n y la abundancia de t¨¦rminos; pero ¨¦sa es una virtud que se puede encontrar en los autores y escritores de su tiempo, cuando este idioma ten¨ªa otra resonancia y otro poder.
No se puede predecir si esta resurrecci¨®n de Benavente arrastrar¨¢ otras de sus obras; probablemente no, aunque La malquerida interese mucho, y no s¨®lo como documento, sino como representaci¨®n viva y como esta lecci¨®n de teatralidad. Por lo menos, Miguel Narros ha acertado con su direcci¨®n de escena: va en el sentido de la obra. Lo que a primera vista parece realismo en la representaci¨®n no lo es, sino imitaci¨®n de una forma de actuar que se ha perdido.
Narros trata el texto con la misma valent¨ªa con que Benavente lo escribi¨®, con su subrayado de luces y sombras, con el recurso al melodrama cinematogr¨¢fico de las pel¨ªculas de Bette Davis, a la que Ana Marzoa recuerda, aunque con la exageraci¨®n buscada de lo que fueron las grandes damas del teatro. Es, sin embargo, demasiado moderna, demasiado contempor¨¢nea como para asumir la vetustez de la acci¨®n; se la ve trabajar, como se ve el personaje preparado minuciosamente por Jos¨¦ Pedro Carri¨®n, que, como ella, viene de otros sentidos del teatro; o la actualidad de chica de hoy de Aitana S¨¢nchez-Gij¨®n en la Acacia.
Restauraci¨®n
Es natural que ?ngel de Andr¨¦s, que viene del mismo teatro que la obra, destaque en su personaje: lo lleva m¨¢s dentro de su oficio de actor, como le pasa a Margarita Calahorra. Helio Pedregal sufre los problemas con los que Benavente carg¨® al protagonista pasivo: la contradicci¨®n entre el br¨ªo pasional y la cobard¨ªa, su tr¨¢nsito de macho a harapo humano.Miguel Narros ha acertado en la sobriedad de los figurines, un poco arbitrarios pero bellos, como Andrea d'Odorico y Mario Bernedo en un decorado que hace confuso el lugar de acci¨®n, pero que pone su fondo torvo a la tragedia.
El p¨²blico del estreno ten¨ªa ganas de esta restauraci¨®n de Benavente, y adem¨¢s sinti¨® muchas veces durante la representaci¨®n el calambre de la teatralidad: el efectismo sigue viviendo. Ovacion¨® a todos y a Benavente cuando, al final, despu¨¦s de los saludos, los altavoces dieron unas frases del autor en antigua entrevista con Manuel D¨ªez Crespo.
Babelia
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