El papel de los intelectuales
Publiqu¨¦ hace algunas semanas una Carta abierta a Elie Wiesel que suscit¨® diversas reacciones. Como guardo mucho respeto hacia el gran novelista de? dolor jud¨ªo, premio Nobel de la Paz, le ped¨ª que diera su aval a la valent¨ªsima izquierda israel¨ª. Que pusiera el poder de su gran nombrad¨ªa al servicio de las fuerzas de paz y de di¨¢logo entre Israel y la. Organizaci¨®n para la Liberaci¨®n de Palestina (OLP) y que se abstuviera de todo apoyo incondicional al Gobierno de Jerusal¨¦n. Del mismo modo, hab¨ªa pedido a los intelectuales ¨¢rabes que, entre los ¨¢rabes , los palestinos, apoyaran s¨®lo a aquellos que trabajaran por la paz y el di¨¢logo.Sin precisarlo, planteaba, en suma, el problema del papel del intelectual. Y adelantaba la idea de que la incondicionalidad, es decir, el abandono de todo esp¨ªritu cr¨ªtico en provecho de cualquier raz¨®n de Estado, de ideolog¨ªa, de religi¨®n o de partido, era incompatible con la funci¨®n del intelectual. Elie Wiesel, por su parte, y algunos intelectuales ¨¢rabes por la suya, me han respondido de una manera que me llev¨® a recordar la actitud de Albert Camus durante la guerra de Argelia. Existen, sin duda, grandes diferencias, porque desde antes que explotara la violencia Camus va hab¨ªa comenzado a tornar partido netamente a favor de los argelinos. Pero, grosso modo, la argumentaci¨®n y la motivaci¨®n son las mismas. Ponen por delante la solidaridad con su comunidad y la fidelidad a los valores y estrategias de esa comunidad. El individuo racional y, universal se borra ante el hombre comunitario unido a todos los suyos por un sentimiento carnal y gregario. Se inserta en una existencia colectiva.
Hay que decir que a partir de ese momento nada distingue al intelectual de las dem¨¢s personas de la comunidda, ni sobre todo, de los responsables pol¨ªticos. En el peor de los casos, se convierte en algo as¨ª como esos poetas a los que fustiga H¨¦ctor en La guerra de Troya no tendr¨¢ lugar, de Giraudoux, que env¨ªan a la muerte a los j¨®venes cantando sus m¨¦ritos y que, acto seguido, incitan a que sean vengados. Esto es, por otra parte, lo que hoy ocurre con frecuencia en L¨ªbano. Se puede decir que Maurice Barr¨¨s en Francia, Gabriele d'Annunzio en Italia, jugaron ese papel. Se pone la naci¨®n, o m¨¢s bien la patria, por encima de todo. Ella es el valor supremo y aquellos que hablan en su nombre se toman infalibles. Esto en el peor de los casos. Pero, en el mejor, el intelectual se condena al silencio porque ya no est¨¢ seguro de la raz¨®n, de la universalidad de los valores, y duda en todo caso de su capacidad de an¨¢lisis. Al fin y al cabo, defendiendo a los suyos se tiene la impresi¨®n de ser fiel a s¨ª mismo.
Esta actitud comunitaria es alentada por el hecho de que las revoluciones a menudo han exigido a los intelectuales que fueran intercesores cuando no seguidores. Como las religiones, las ideolog¨ªas revolucionarias han exigido la abdicaci¨®n al esp¨ªritu cr¨ªtico considerado como la forma lujosa del ego¨ªsmo o del esp¨ªritu peque?oburgu¨¦s. Creer que se est¨¢ en posesi¨®n de una parte de la raz¨®n universal y que es posible oponer su autoridad al pueblo ser¨ªa dar prueba de arrogancia individualista. El imperativo no ser¨ªa el de la conciencia, sino el de la filosof¨ªa de la historia. Por otra parte, no es por azar que entre los comunitaristas jud¨ªos, musulmanes y tambi¨¦n cristianos se encuentren antiguos marxistas. Como fueron inducidos a error por las desviaciones ideol¨®gicas de la raz¨®n, ya no conf¨ªan en ella. Pero, singularmente, vuelven a la misma temblorosa actitud de abdicaci¨®n.
En verdad, el intelectual puede renunciar a todo menos al esp¨ªritu cr¨ªtico y a la universalidad de los valores: esto es lo que lo define. Puede, sin duda, renunciar a s¨ª mismo: nadie est¨¢ obligado a ser un intelectual ni a autocalificarse como tal. Puede tambi¨¦n proclamar con humildad que, al contrario que los sabios griegos, los profetas jud¨ªos, los legisladores romanos y los fil¨®sofos de las Luces, ha dejado de ver un nexo entre lo verdadero, lo hermoso y el bien, e incluso que no cree ya en el progreso. Puede, asimismo, decir hoy que est¨¢ inmerso en la oscuridad de un final de milenio, de un final de siglo, del final de la utop¨ªa, y que en ese t¨²nel, s¨®lo atravesado por las fulguraciones tecnol¨®gicas, la luz de la raz¨®n ya no lo deslumbra. Pero no puede, en ning¨²n caso y con ning¨²n pretexto, defender con su autoridad los actos de la comunidad a la que pertenece. No puede renunciar sin abjurar de esa peque?a luz, a veces incierta pero siempre palpitante, que habita en el honor del hombre y que se llama, qui¨¦rase o no, la independencia de la raz¨®n.
El art¨ªculo Carta a los palestinos, de Elie Wiesel, a que hace alusi¨®n este trabajo del director de Le Nouvel Observateur fue publicado en EL PA?S el pasado 3 de marzo de 1988.Traducci¨®n: Jorge Onetti.
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