Sobre las altas y bajas temperaturas
Desde los 15 a?os casi, comenc¨¦ a vivir a 35 o 40 grados sobre cero. Todo me encandec¨ªa. Sent¨ªa agitarse hirviendo mi sangre por las venas. El veraniego mar de las tres de la tarde me llagaba los pies, dej¨¢ndome en la cintura como la huella de un cilicio rojo. En verdad que era un muchacho en ebullici¨®n.Cuando entr¨¦ por primera vez - 1917- en el Museo del Prado, y en su gran galer¨ªa central se abri¨® ante m¨ª todo Rubens, con sus inmensos desnudos mitol¨®gicos, toda la sangre se me amonton¨® en los ojos, teniendo, a la vez que verg¨¹enza y temor, una inmensa alegr¨ªa que a¨²n no he olvidado.?C¨®mo poder hacer el amor con alguna de aquellas Venus de enormes culos y anchos senos flotantes? Y luego llegaron los Tiziano, las ninfas venecianas de curvas caderas musicales, las ondeantes ba?istas del Tintoretto... Tantos cuerpos soberbios, que me apetec¨ªan m¨¢s como carne palpable que como obra pict¨®rica... Y los grados del term¨®metro, estoy seguro, pasaron de 50...
Este es un dolor que se hace el muerto. Se halla oculto, inm¨®vil, como perdido el conocimiento. Inerte. Pasa grandes espacios sin resucitar. Pierde hasta su nombre. Pero ¨¦l sabe muy bien en d¨®nde se encuentra, cu¨¢l es su sitio, el lugar que ocupa, d¨®nde debe instalarse. Y uno llega a pensar que verdaderamente no va a retornar nunca. Y cambiamos de postura.., llenos de ilusi¨®n y convencimiento. Y hasta llegamos a olvidar que se llama dolor, y hasta llegamos a apagar la luz, pensando en que si el sue?o llega, puede llegar port¨¢ndonos alg¨²n bello sue?o. Y el sue?o del so?ar aparece, al fin, trayendo un duro mar helado, por donde van los rompehielos, partiendo el agua, y junto a ellos, ni?os que juegan lanz¨¢ndonos pelotas de nieve, y, otros, a caballo, felices, alegres, siguiendo la traves¨ªa de los barcos. El dolor se halla ahora a bajo cero. Es el momento de irrumpir. ?Por favor, le suplico! No te lo pido de rodillas, porque ya vas a ayudarte de ellas. Ya te has instalado detr¨¢s o sobre ella.,,. y me las vas a electrizar ya, meterles ese tembloroso fluido, ese invisible nombre, que se llama dolor, que va a paralizarme los cerrados y murmurantes labios, el lamento primero entrecortado, hasta llegar a la profunda llave de las exclamaciones... ?Ay!
Vete ahora de una vez. No te hagas el muerto, agoniza, desv¨¢ete... ?0 es que vuelves descorazonado, sin alma, a poseerme por las cortinas y los techos, con las piernas torcidas, arrebatado el sue?o? ?Existi¨® el sue?o alguna vez? Cuando las bajas temperaturas, oyendo el son del fr¨ªo, el deshacerse de una tibia, el diluirse, cuanto -t¨² quer¨ªas adelgazar, y tanto suprimiste la sal, que te desmoronaste y no supiste m¨¢s de ti, tan bella, t¨², tan querida, exhibidora ante las olas encadenadas que te rend¨ªan, en verdad, admiraci¨®n, entonces, s¨ª, cuando t¨² ya casi no exist¨ªas y tu habla se o¨ªa ya despu¨¦s de ti, detr¨¢s de ti, en lo ignoto, bell¨ªsima esa noche en lo real de lo vivo lejano, azul, azul y transparencia p¨¢lida el descenso de las temperaturas.
O muerto... ?Fue entonces? Muerto en la prisi¨®n, esa sin rostro ma?ana, cuando esperabas tu ejecuci¨®n y no llegaba, pues el sol la hab¨ªa equivocado y... ?Est¨¢s ah¨ª, est¨¢s ah¨ª todav¨ªa, al cuarto d¨ªa y cuarta noche de tu presencia, sin irte, sin hacerte el muerto, real y apretado hasta el m¨¢s agudo harto imposible.
Una vez di yo una conferencia-recital, puedo decir que bajo el agua -vestido-, el agua del mar. Comenc¨¦ a leer y a hablar de mis poemas a unos 60 grados de calor. Pero seg¨²n iba recitando, el calor, hecho agua, me iba invadiendo. Entonces me quit¨¦ la chaqueta, pero ya el agua me chorreaba por toda la camisa. Y comenc¨¦ a sentir que el pantal¨®n era una fuente que me ca¨ªa sobre los zapatos, que se me sal¨ªan, temiendo quedar en calzoncillos. De pronto me sent¨ª en cueros, todo yo casi al aire. Pod¨ªa decir que ya estaba bajo el mar. Hab¨ªa pasado casi sin sentirlo. Segu¨ª dando mi recital para las algas y los peces. Todo un ¨¦xito.
Aquella noche no le dije yo la temperatura que hac¨ªa... No s¨¦ si andaba largamente bajo cero, o m¨¢s alta, sobre ¨¦l, sab¨ªa que ella se encontraba all¨ª, pero cuando fui a acariciarle los cabellos, ¨¦stos se incendiaron entre mis dedos congelados, muertos. Yo a ella, en cambio, le achicharr¨¦ los pies con los m¨ªos, que inflamados de ella se deshac¨ªan convertidos en nieve. No s¨¦ bien lo que pas¨¦ cuando la penetr¨¦ con mi duro idioma incandescente...
Ahora el dolor est¨¢ olvidado, y el muy intringulador se me presenta bajo el disfraz de un bello prepucio circuncidado. A su lado se yergue un alto glande con cuello de pajarita.
-Aqu¨ª, Pilar. Y usted, ?c¨®mo se llama?
-Soy Mar¨ªa. Me agrada mucho saludarte, hablar contigo, Pilar.
-Ya conozco tu caso, Mar¨ªa.
-S¨ª, aunque sea el mismo sin serlo.
-?Qu¨¦ te sucede?
-Que, aunque yo quisiera divorciarme, creo que no puede ser, Pilar.
-Eso ya te lo dije ayer, Mar¨ªa.
-Pero hoy he pensado que s¨ª, Pilar.
-Pi¨¦nsalo bien, Mar¨ªa, pues te va a costar tu buen dinero.
-S¨ª, Pilar, pero yo estoy muy segura, aunque no quisiera.
-Mar¨ªa, creo que te vas a equivocar. Pero, en el peor de los casos, ser¨ªa m¨¢s justo que no lo hicieras.
- Se est¨¢ haciendo muy tarde, Pilar.-Me da sue?o este asunto. Paso muy importante, Mar¨ªa. Ma?ana te escribir¨¦ una nueva carta. Si la escuchas, la oir¨¢s, Mar¨ªa.
-Adi¨®s, Pilar.
-Adi¨®s, Mar¨ªa.
-Te admiro, Pilar, ya lo sabes.
-Y yo tambi¨¦n mucho, Mar¨ªa.
El dolor que est¨¢ muerto, lo ha seguido estando. Me han salvado Pilar y Mar¨ªa. Las tres y media, 10 grados sobre cero.
Pero el dolor est¨¢ aqu¨ª. Ha dado un ligero signo de despertar. Es un muerto, que yo bien me s¨¦ que no lo est¨¢. Y a todo esto tengo ya un r¨ªgido cors¨¦, que me ci?e y aprieta las v¨¦rtebras insurrectas. ?Se?or, Sir, Monsieur, o como te llames! Estoy boca arriba mirando el techo, pues me encuentro algo mejor. Recibo varios poemas, cartas y hasta dibujillos dese¨¢ndome mejor¨ªa y pronto bah¨ªa de C¨¢diz. Un viejo amigo de la generaci¨®n del 27, Antonio Garrigues, me env¨ªa esta estrofa, parafraseando una m¨ªa de Diario de una noche. "?Oh, t¨², Se?or, o quien seas. No clausures mi memoria, no me la encubras o veles, / no me tires a las sombras".
?Es que al fin voy a morir en olor de santidad, como mi camarada, el gran pintor italiano Renato Guttusso, senador vitalicio del partido comunista, a quien un cardenal del Vaticano le prepar¨® la muerte para que ganase el reino de los cielos. Pero con otro acento, m¨¢s gracioso y amable, me dice en una carta una joven que no conozco: "Se?or Alberti: le escribo desde Nueva York, pues le¨ª su testamento, y me dio miedo. Por favor, cu¨ªdese mucho, y si en una de esas encontrase la f¨®rmula, no se muera. Si tiene tiempo y se acuerda, cuando mire al Oeste desde una altura lo suficientemente elevada, m¨¢ndeme alguna sonrisa (o estornudo). Cuando lo reciba, yo le enviar¨¦ un gui?o a la americana con mezcla de beso en la nariz. Gracias. Fran?oise Rojas".
Esta carta me trae una temperatura confortable. Me pongo el term¨®metro y tengo 36,5 grados. Pronto har¨¢ mover el levante la ropa de los tendederos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.