La presunta inocencia del intelectual
El intelectual no es nunca inocente. Sus coartadas y sus trampas son desenmascaradas tarde o temprano, y ¨¦l mismo a veces queda atrapado en ellas. La presunci¨®n de inocencia, la ilusi¨®n de la irresponsabilidad del intelectual, forman parte del aura de sacralidad que todav¨ªa rodea, aunque est¨¦ en baja, a esta figura social que vive, sin embargo, en una curiosa paradoja. Y como el estado de inocencia, al cual cree tener derecho el intelectual, se manifiesta a trav¨¦s de un pensamiento organizado en palabras, es precisamente a trav¨¦s de la palabra como la historia hace vana la presunta inocencia del intelectual. Las palabras, aunque tengan la apariencia, no son nunca ligeras, pesan como piedras. Acaso quedan olvidadas en el archivo de la memoria pero explotan con violencia cuando los acontecimientos las traen con urgencia desde el pasado. Estas semanas tiene lugar en Italia el debate sobre Togliatti y el estalinismo.Tambi¨¦n las palabras realmente hacen la historia. Esta afirmaci¨®n no brota de un prejuicio idealismo, sino m¨¢s bien porque sabemos que el lenguaje tiene una base material vinculada con la base dura de la realidad. Seg¨²n un principio econ¨®mico, la palabra circula y se transforma como las mercanc¨ªas; es objeto de comunicaci¨®n, asume o cambia de valor. En los textos pol¨ªticos o ideol¨®gicos, la palabra puede ser explotada para cubrir el juego de los intereses de clase, para ocultar o falsificar la realidad. Mientras la historia est¨¢ en acto, en su magm¨¢tico entrelazamiento de miles y miles de historias, se desenvuelve un doble proceso de narraci¨®n y de acci¨®n puesto en movimiento por los intereses reales y las ideas.
As¨ª pues, entre las palabras y la historia no hay una relaci¨®n en sentido ¨²nico. Las ideolog¨ªas totalitarias del novecientos -nazismo, fascismo, estalinismo y franquismo- han influido sobre el lenguaje de los tiempos. Cuando Goering, hablando en Essen a los trabajadores de la gran firma Krupp, dice que Krupp es el modelo t¨ªpico del trabajador, si los obreros del Ruhr no se rebelan no quiere decir que tienen sobre sus cabezas el tal¨®n de una dictadura ideol¨®gica o policiaca. Pero s¨ª es ciertamente verdad que en la lengua alemana circulaban desde hace alg¨²n tiempo proposiciones l¨®gicas y expresiones verbales que hab¨ªan creado los presupuestos para que el trabajador pudiera no reaccionar a su rid¨ªcula identificaci¨®n ideol¨®gica y ling¨¹¨ªstica con el patrono. Es tan s¨®lo un ejemplo ¨¦ste de Goering de hasta qu¨¦ punto el r¨¦gimen hitleriano se interes¨® en la formaci¨®n del l¨¦xico nazi, como, por lo dem¨¢s, sucedi¨® en Italia y en la URSS con las pol¨ªticas ling¨¹¨ªsticas de Mussolini y Stalin.
Incluso el lenguaje puede transformarse en un bumer¨¢n para el intelectual que juega -c¨ªnica y conscientemente- la carta de su inocencia, de la irresponsabilidad. Las posiciones pol¨ªticas ambiguas entre derecha e izquierda o la decidida elecci¨®n de campos o posiciones completamente contradictorios han estado y siguen estando a la orden del d¨ªa en la tradici¨®n intelectual europea. Incluso hoy el famoso panfleto de Julien Benda La trahison des clercs es un texto que sirve de trasfondo a cualquier discusi¨®n sobre este punto. Pero la capacidad de absolverse del intelectual es demasiado evidente en todas sus evoluciones hist¨®ricas, y al menos un aspecto de esta inclinaci¨®n ha sido resumido en aquella espl¨¦ndida definici¨®n -pancismo- publicada en un editorial de EL PA?S el pasado 29 de febrero (Trampas intelectuales). Capacidad para absolverse, pero tambi¨¦n para distinguir con sutileza el papel del intelectual y el papel del? artista; as¨ª, Heidegger, por citar un caso que inflama en estos meses la escena cultural europea, siendo un pensador, deber¨ªa ser m¨¢s culpable de haber tenido simpat¨ªas por el nazismo que un artista como Ezra Pound o el escritor L. F. Celine, respectivamente filofascista y antisemita.
?sta es una distinci¨®n aberrante: la presunci¨®n de inocencia no puede penalizar al fil¨®sofo y absolver al artista seg¨²n un criterio desigual de responsabilidad. El que est¨¢ convencido de que Heidegger es un gran fil¨®sofo no puede romper esta certeza tan s¨®lo porque Heidegger se hubiera comprometido con el nazismo. La condena de la monstruosidad ideol¨®gica debe, por tanto, ser la misma y extendida en igual medida al intelectual y al artista, y tambi¨¦n sus obras deben ser condenadas -aun reconociendo los valores est¨¦ticos- donde la monstruosidad ideol¨®gica las envuelva. A veces, la obra es mejor que las posiciones intelectuales de sus autores.
Si no fueran suficientes los ejemplos transmitidos desde la antig¨¹edad, con sus horrores nuestro siglo ha hecho tabula rasa de cualquier presunci¨®n de inocencia, de cualquier ilusi¨®n de irresponsabilidad. Y aun as¨ª, muchos intelectuales se permiten hacer trampas con las cartas, creando una cortina de niebla dial¨¦ctica alrededor del problema. Creo que todo esto ocurre por una innata inclinaci¨®n al narcisismo, exagerada por el hecho de que el sistema de los mass media ha puesto en primera fila la figura del intelectual, halag¨¢ndolo en una medida hasta ahora desconocida y excitando su deseo convulsivo de aparecer, de ser considerado ma?tre-¨¤-penser, director de conciencia, int¨¦rprete del esp¨ªritu del tiempo. En el muy variado despliegue de posiciones hay donde escoger: consejero o cr¨ªtico del pr¨ªncipe, apocal¨ªptico o integrado, mediador del consenso o provocador, hasta el eterno dilema entre la torre de marfil o el compromiso.
Y aqu¨ª lo tenemos de nuevo sobre la escena a ¨¦l, al intelectual, ese tipo que, como dijo Sartre, cuando uno hace una cosa ¨¦l va y escribe un libro sobre ella. De cuando en cuando es dado por muerto o desaparecido, y luego reaparece, a veces cubierto de heridas, y contin¨²a la representaci¨®n, mientras ¨¦l, imp¨¢vido, recoge aplausos y mofas, se lamenta y grita, dialogando con los espectadores de las primeras filas o se oculta en un rinc¨®n oscuro, para simular entre bastidores de cart¨®n un desde?oso desinter¨¦s. Entre tanto, cuanto m¨¢s se multiplican las ocasiones ofrecidas por los mass media, tanto m¨¢s el intelectual juega en todos los campos, alz¨¢ndose por encima de la confusi¨®n como un demiurgo de la comunicaci¨®n. Y no pasa un a?o en que un debate, un libro, una convenci¨®n o una pol¨¦mica no vuelvan a traer a las candilejas a este discutido personaje, inevitablemente bajo las luces de los reflectores, porque, como demuestra su historia, el intelectual cubre todo el arco ideol¨®gico de la vida institucional.
Protagonista y comparsa, cu¨¢nto camino ha hecho el intelectual en los pocos decenios (desde la mitad del siglo XVIII) en los que desarroll¨® la conciencia y la funci¨®n del grupo, impulsado por la revoluci¨®n industrial, etapa fundamental de la historia del capitalismo moderno. Y como la sociedad de masas es el resultado de estos fen¨®menos sociales y econ¨®micos, el propio intelectual se pregunta angustiado si conseguir¨¢ sobrevivir al rodillo opresor de un sistema que ¨¦l mismo ha contribuido a crear y perpetuar en muchas de sus articulaciones; la primera de todas, los mass media.
Uno de los puntos sobre los que se puede medir este desaf¨ªo, sin duda, es la relaci¨®n entre cultura y pol¨ªtica. Pero el enfoque hist¨®rico-pol¨ªtico del papel de los intelectuales en la sociedad de masas ya no es suficiente. El que los individuos se hayan transformado (o lo est¨¦n siendo en este momento) en un puro y simple ap¨¦ndice de los mass media es algo que est¨¢ por demostrarse. Es cierto efectivamente que se necesita explorar con atenci¨®n e instrumentos muy precisos, sobre todo ling¨¹¨ªsticos, los cambios que se registran en el plano del lenguaje y de las mentalidades: cambios de los que tan s¨®lo en largos per¨ªodos, y con frecuencia con sorpresa se perciben los efectos que revelan aquella responsabilidad que el intelectual es muy h¨¢bil para ocultar en los mecanismos de la reacci¨®n entre masa y poder, que lo haya fascinado siempre, tanto en el plano real como en el imaginario.
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