Los restos del imperio
Desde antiguo es bien sabido que Am¨¦rica es la tierra de las oportunidades por excelencia; la tierra donde los sue?os cobran cuerpo y se hacen ostentosa realidad. Con el tiempo ese ed¨¦nico territorio se fue encogiendo. La crisis econ¨®mica, las dictaduras, la corrupci¨®n de altas instancias, fueron barriendo las esperanzas de los forjadores de fortuna al sur del r¨ªo Grande, y s¨®lo guard¨® su magia esta ¨¢tica Am¨¦rica imperial, nuestra maestra y nuestra guardiana. Aqu¨ª han crecido fabulosas ciudades de acero y cristal, de las que se extienden como brazos poderosos, nervio y m¨¦dula del imperio, las autopistas que pueden llevarnos al ¨¦xito. Andy Warhol fue uno de esos rutilantes productos de la f¨¢brica de sue?os: algo m¨¢s que un artista europeo bendecido por la cr¨ªtica y algo menos que un genio, invent¨® la f¨®rmula que define la sinfon¨ªa de ¨¦xitos que la sociedad americana ofrece a los voluntariosos: "Todos podemos ser famosos durante 15 minutos". Ricos y famosos, para que la promesa sea completa. Warhol muri¨® prematuramente, como casi todo el mundo, hace poco m¨¢s de un a?o. Su imperio particular era notable; bajo el techo amplio de su Factory mov¨ªa sumas muy respetables y expend¨ªa sus coloreadas estampas con gracia extravagante a todos los museos y colecciones particulares de arte moderno del mundo. Su legado supera los 75 millones de d¨®lares y en su casa de campo dej¨® acumulada en bizarra almoneda una enorme coleccci¨®n de objetos de arte que Sotheby's comenzar¨¢ a subastar en abril. Son los restos de su imperio: la man¨ªa coleccionista de este peque?o gran hombre era ecl¨¦ctica y f¨¢ntasiosa, y entre las m¨¢s de 6.000 piezas que saldr¨¢n a la venta, hay desde urnas funerarias a pinturas de Picasso. Sillas de inspiraci¨®n egipcia que enloquecer¨ªan a Terenci Moix, armarios de la Viena Secession, y muebles art deco junto a colecciones de relojes, zapatos, juguetes o caballos de tiovivos.Cuando el emperador muere y el imperio muere con ¨¦l, pasan estas cosas. Supongo que deb¨ªa de tener alg¨²n esplendor la casa de Warhol, cuando ¨¦l la mostraba a los amigos; un esplendor similar al que ten¨ªa El para¨ªso, la casa palacio donde Manuel Mujica La¨ªnez hab¨ªa reunido sus refinados cachivaches europeos. El esplendor contempor¨¢neo de Warhol y el renacentista de Mujica La¨ªnez comparten hoy la misma dispersi¨®n. Lo que uni¨® el hombre, el hombre lo desune. En casa de Manucho eran copias de escayola de imperiales bustos romanos, porcelana de Limoges, retratos de ancestrales pr¨®ceres, plata vieja de Bolivia e interminables ¨¢lbumes de amarillentas fotograf¨ªas. Aqu¨ª son cuadros de Dal¨ª, Norman Rockwell o Maxfield Parrish, obras de Duchamp, Man Ray o Jasper Johns, bronces franceses del XIX. Los valores son distintos, pero el esp¨ªritu es el mismo. La fortuna de Warhol ser¨¢ para crear una fundaci¨®n dedicada a las artes visuales que dirigir¨¢ su amigo Fred Hughes, quiz¨¢ la m¨¢s grande del mundo. La metamorfosis del imperio.
En estas imperiales decadencias pensaba en la plaza mexicana del centro de convenciones de Acapulco, cuando ve¨ªa a un Moctezuma de cart¨®n piedra presidir un sacrificio ritual ante la vocinglera presencia del turismo gringo. En sus entorchados de purpurina, rodeado de su emplumada escolta, el emperador repite cada tarde su hier¨¢tica procesi¨®n, contempla el cuchillo de madera policromada del gran sacerdote y oye, con nosotros -entregados a dudosas margaritas y quemantes vampiros-, el grito teatral y profundo de la princesa sacrificada. Mientras los turistas rojos de sol y algo bebidos aplauden o gritan Dios sabe qu¨¦, el Moctezuma de guardarrop¨ªa antropol¨®gica se retira dignamente. Es todo lo que queda de su imperio. Fuera del teatro, m¨¢s all¨¢ de la avenida costanera salpicada de lujosos hoteles, sobreviven sus antiguos s¨²bditos aztecas: son unos inditos andrajosos que venden baratijas y reciben limosna.
Pero la geolog¨ªa es implacable con los imperios. En Acapulco, es f¨¢cil constatar su impiedad; esa villa abandonada es de Frank Sinatra. El taxista nos dice que ya no viene su due?o; tiene cortado el tel¨¦fono y la electricidad. Acapulco ya no est¨¢ de moda para Sinatra. Tampoco estaba ya de moda Johnny Weismuller, el Tarz¨¢n de nuestra infancia, enterrado muy cerca del hotel Los Flamingos, su ¨²ltima casa, hoy una resquebrajada ruina rosada. Y no escarbemos m¨¢s que es peligroso.
Pero dejemos el breve inciso mexicano y volvamos a Nueva York, a esta capitolina hacedora de megasue?os. Entremos a una librer¨ªa y compremos el libro que habla de otro emperador, el se?or Donald Trump, un emperador que sigue si¨¦ndolo, pese a haber cumplido ya los 40 a?os. Es uno de los libros m¨¢s vendidos en Am¨¦rica: todo el mundo quiere saber c¨®mo forj¨® Trump su imperio inmobiliario, todos quieren emularlo. En cada corazoncito emprendedor se esconde un emperador. Y Trump lo es. La torre que construy¨® en la Quinta Avenida es un lugar al que los provincianos llegan en peregrinaci¨®n para venerar sus dorados, sus m¨¢rmoles rosas y sus ruidosas cascadas. Es un Parten¨®n de visita obligada. Trump se vanagloria de construir monumentos contempor¨¢neos, cuando en realidad hace casas como los dem¨¢s pero mucho m¨¢s caras. S¨®lo que Trump, como Warhol, sabe vender lo que hace y sabe vender su propia imagen. Es un emperador muy bien asesorado. Egoc¨¦ntrico como un poeta l¨ªrico, rico de por casa, h¨¢bil en la pol¨ªtica municipal, hace y deshace a su antojo. Su origen plebeyo no impidi¨® a Napole¨®n coronarse en N?tre Dame, ni impide a Trump almorzar con el pr¨ªncipe de Gales y no faltar nunca a una fiesta de la jet. Casi todos los americanos conocen el nombre de Trump, y si se presentara a las elecciones presidenciales de noviembre tendr¨ªa muchas m¨¢s posibilidades de ganar que la mayor¨ªa de los candidatos. Trump tiene ahora a los dioses a su favor y debe aprovechar el hurac¨¢n de suerte. Imperios m¨¢s altos que sus rascacielos se derrumbaron cuando la fatalidad llam¨® a sus puertas.
Pero en Am¨¦rica sobreviven imperios secretos, que hoy no desvelar¨¦ aunque cualquier lector avisado puede adivinarlos. Y hay tambi¨¦n emperadores silenciosos que gobiernan sin publicidad. Emperadores disfrazados, travestidos, camuflados en toda la vasta jungla democr¨¢tica de Am¨¦rica. La palabra democracia, una de las m¨¢s usadas con cualquier pretexto, crea una intensa crisis de abstinencia aristocr¨¢tica. ?se es el secreto que los psicoanalistas de Nueva York guardan con mayor celo.
Mientras que los objetos coleccionados por Warhol llenan cinco gruesos tomos del cat¨¢logo de Sotheby's, y se prepara la gran fanfarria de su millonaria subasta, en el valle de Napa, California, el verdadero due?o de Falcon Crest embotella con cuidadoso ceremonial su l¨ªquido imperio. Quienes creen a¨²n en el hedonismo de la costa del Pac¨ªfico, pese a su ¨²ltimo representante, el presidente Reagan, deben aprender su nombre y no olvidarlo a la hora de pedir la botella de blanco o tinto californiano. Se llama Robert Mondavi, y su nombre imperial est¨¢ impreso en la etiqueta.
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