Perlas ensangrentadas
"Le acompa?¨¦ hasta su casa. Nos despedimos sin hablar. Aqu¨¦lla fue su ¨²ltima noche, tres tiros le hicieron callar... M¨ªrame, me dijo. / Tengo que hablarte de unas perlas ensangrentadas. . .".Cuando, en el verano de 1983, el comisario Francisco Javier Fern¨¢ndez ?lvarez y sus muchachos de la Secci¨®n Antiatracos de la Brigada Regional de la Polic¨ªa Judicial de Madrid escuchaban una y otra vez el estribillo de la famosa canci¨®n de Maska y Dinarama en el transistor de la comisar¨ªa de Vic¨¢lvaro, sede de la brigada regional, seguramente estaban lejos de poder imaginar que muy pronto ellos mismos acabar¨ªan sent¨¢ndose en el banquillo de los acusados de la Audiencia Provincial para hablarle al tribunal y a toda Espa?a de unas perlas, de unas joyas ensangrentadas cuyo misterio a¨²n- nadie ha podido totalmente desvelar.
Aquel verano, caluroso como todos los veranos madrile?os, un rosario de atracos sacud¨ªa las joyer¨ªas espa?olas, y el comisario Fern¨¢ndez ?lvarez y sus muchachos de la Secci¨®n Antiatracos parec¨ªan emplearse a fondo en la resoluci¨®n de una s0erie de casos tras los que ya se adivinaba una aut¨¦ntica trama mafiosa con ramificaciones insospechadas y dif¨ªciles de prever. Lo que nadie pod¨ªa imaginar entonces es que los propios polic¨ªas acabar¨ªan siendo detenidos, acusados de implicaci¨®n en la trama delictiva que ellos mismos se encargaban de aclarar. Como tel¨®n de fondo, las explosivas declaraciones de un joyero santanderino, la detenci¨®n del arist¨®crata Mess¨ªa Figueroa -presunto cerebro gris ole la organizaci¨®n y en la actualidad huido a Brasil- y, sobre todo, la denuncia p¨²blica por parte de sus familiares de la desaparici¨®n de Santiago Corella, alias el Nani, miembro, al parecer, de la banda encargada de ejecutar los atracos y cuya pista se perdi¨® justamente la noche del 12 al 13 de noviembre de 1983, en las propias dependencias de las comisar¨ªa de Vic¨¢lvaro, tras haber sido detenido por el comisario Fern¨¢ndez ?lvarez y sus muchachos de la brigada regional.
Siete acusados
Uno los ve de espaldas, alineados en el banquillo de los acusados, con sus trajes cruzados de polic¨ªas secretas, deformados todav¨ªa los costados por la horma de la tora de las armas, y no puede evitar una extra?a y turbadora desaz¨®n.
Uno no sabe si son realmente inocentes o culpables -la ley les reconocer¨¢ inocentes mientras no se demuestre lo contrario, pese a que mi compa?ero de asiento, entre el p¨²blico, considere por su cuenta que nadie puede ser inocente con ese-aspecto y esos trajes-, pero adivina en sus gestos y en sus rostros el aroma inconfundible de los flexos amarillos, las ventanas met¨¢licas, las corbatas ca¨ªdas, las celdas subterr¨¢neas y los s¨®rdidos despachos de cualquier comisar¨ªa espa?ola. Uno, aunque joven, ha visto muchas veces esos rostros y esos trajes en el cine.
Los siete acaban de salir en fila india por la peque?a puerta lateral que conduce directamente hacia el banquillo de los acusados: la cabeza baja, la mirada huidiza, el rabillo del ojo inquisidor atormentado y deslumbrado ahora por los flashes de las c¨¢maras. Se han sentado al un¨ªsono en el banco, entre la expectaci¨®n del p¨²blico y la presencia vigilante de los guardias. Vistos as¨ª, todos parecen ser el mismo y ¨²nico acusado.
Ni siquiera la edad, ni siquiera el perfil del rostro o la estatura pueden diferenciarlos. Desde los bancos del p¨²blico -tan distintos de los lujosos asientos del estrado y tan sospechosa y humillantemente iguales al de los acusados: de madera y sin respaldo- uno s¨®lo alcanza a ver el mismo traje oscuro, cruzado repetido, la misma nuca inm¨®vil con el pelo macizo y cortado a navaja, los mismos m¨²sculos en tensi¨®n sobre el vac¨ªo y la infinita indefensi¨®n que la falta de respaldo abre ahora detr¨¢s de ellos. No es dif¨ªcil darse cuenta de que los siete pertenecen a ese tipo de sujetos que jam¨¢s le dan la espalda a nadie. Y no por cortes¨ªa.
Pero ahora est¨¢n ah¨ª, hombro con hombro, las cabezas bajas, las miradas turbias, las rodillas y los brazos doblados sobre el ¨¢ngulo del banco hasta el que seguramente tantas veces condujeron a rateros indefensos y homicidas pasionales y en el que nunca sospecharon que ellos mismos pudieran alg¨²n d¨ªa terminar sent¨¢ndose. Miran a su abogado -ese individuo grueso, sudoroso, de ostentosa barba liberal y gestos grises, que es ahora el due?o de sus vidas-, observan de reojo al enemigo -ese abogado joven, pretencioso, incisivo, que ahora les mira a ellos como seguramente ellos mismos le miraron hace tiempo en las comisar¨ªas de las lejanas madrugadas del franquismo-, sienten en sus espaldas los murmullos del p¨²blico y las miradas mudas de una familia que pregunta ,hace ya a?os en silencio por su hijo, y se disponen, resignados, a afrontar p¨²blicamente esa pregunta mientras conf¨ªan tal vez -aunque, evidentemente, no lo digan- en que en este pa¨ªs todav¨ªa sirva de algo ser polic¨ªa.
Sin embargo, los siete polic¨ªas no est¨¢n solos en la sala.
Preferir¨ªan estarlo, soportar ellos solos el resplandor de los flashes y las miradas del p¨²blico. Les gustar¨ªa ser los ¨²nicos actores de esta obra en la que todos hablan, les preguntan, quieren saber lo que ellos callan, lo que ellos ignoran, lo que ellos ocultan.
Pero hay alguien m¨¢s sentado en el banco junto a ellos. Aunque no lo vean. Es una sombra persistente, obsesiva. Una sombra que les sigue a todas partes desde hace mucho tiempo. Una sombra cuyo rostro los siete polic¨ªas que ahora aprietan sus hombros y su turbada indefensi¨®n en el banquillo han podido ver una vez m¨¢s pegada en las paredes de la audiencia cuando eran conducidos hasta ella en el furg¨®n de sus propios compa?eros polic¨ªas.
Seguramente quisieran olvidar su nombre, su recuerdo. Seguramente les gustar¨ªa borrar esa sombra para siempre de sus vidas, lo mismo que ellos han tratado de olvidar, sin conseguirlo, lo ocurrido aquella noche en la comisar¨ªa y en el oscuro descampado hasta el que el Nani les acompa?¨®, qui¨¦n sabe ya si vivo o muerto, para no regresar jam¨¢s. Pero es muy dif¨ªcil borrar de la memoria las huellas del pasado cuando la duda alimenta las sospechas en aquellos que no quieren olvidar. Es muy dificil burlar a los fantasmas cuando el silencio acumula esperanzas sobre la negaci¨®n. Ellos lo saben: a un muerto se le olvida, pero a un fantasma no.
Por eso, contin¨²an todos juntos ah¨ª sentados, hombro con hombro, las miradas bajas, esperando el instante en que la presidencia de la sala pronuncie sus nombres y les pregunte una vez m¨¢s por unas perlas ensangrentadas y por un hombre que les sigue a todas partes desde hace varios a?os pese a que nadie le haya vuelto nunca a ver.
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