El pobre que subio en Campos El¨ªseos
No teman. No van a leer otro lamento jeremiaco sobre los nuevos pobres. Menos a¨²n un ladrillo social con agujeros marxiszantes -?vade retro ... !- por los que se cuele aquella filosof¨ªa antigua, anticonsensual y disolvente tan ajena al esp¨ªritu de la posmodernidad, de Do?ana y de las Comunidades Europeas... Aunque no se descarta alg¨²n desliz ocasional, alg¨²n rebote furtivo que espero no enturbie la pr¨ªstina grandeza del suceso. Siempre hay riesgos.Aquel pobre era un extra?o pobre. No era un pobre de pedir como los de Valle-Incl¨¢n, sino otra cosa. Tal vez jardeliano: ni pobre ni rico, sino todo lo contrario. Me lo encontr¨¦ en el metro de Par¨ªs, en la l¨ªnea Vincennes-Neuilly, que es la l¨ªnea chic, sobre todo en la direcci¨®n de Neuilly. Subi¨®, claro, en Champs-Elys¨¦es. Espero que no me falle el idioma natal, que alterno peligrosamente con el franchute en mi quehacer paraliterario, para describirlo.
Era joven, pero sin ejercer, alto, delgado y r¨ªtmico. R¨ªtmico natural, no deportivo. Bien peinado, en el punto justo de equilibrio entre Valentino y Alaska. Vest¨ªa impecable traje gris de diplom¨¢tico -antes de que los diplom¨¢ticos se vistieran de azul para salir bien en la televisi¨®n-, pero de rayas m¨¢s finas, m¨¢s insinuadas, m¨¢s elegantes. El traje parec¨ªa bastante nuevo, lo correcto, sin provocaci¨®n, y cuando tendi¨® la mano -una rnano p¨¢lida y fina pero sin exagerar-, el pobre dej¨® asomar un impoluto pu?o de camisa blanco con sencillos gemelos de coro. El conjunto -los gemelos, la mano, las rayas, el corte, la estatura, el pelo, el ritmo- rezumaba distinci¨®n, armon¨ªa y un clasicismo verdaderamente ateniense.
No era hora punta, y el vag¨®n estaba moderadamente poblado. Cuando entr¨® se produjo un imperceptible temblor, y los viajeros sentimos no s¨¦ d¨®nde que iba a ocurrir algo extraordinario. En efecto, el joven impresionante tendi¨® la mano y dijo: "Buenas tardes a todos. Les ruego me perdonen por importunarlos, pero me encuentro en una situaci¨®n dif¨ªcil y les agradecer¨ªa pudieran ayudarme...".
Hay dos tipos de pobres del metro: el agresivo, que entra, m¨¢s que pidiendo, reclamando amenazadoramente, con fulgor de navaja en la voz y haciendo sentirse a todos los viajeros culpables de su situaci¨®n (en estos casos hay que rascarse el bolsillo, por lo que pudiera pasar, sobre todo si es de noche y hay poca gente); y el pla?idero, que desgrana una historia doliente y terrible destinada a suscitar nuestra dif¨ªcil compasi¨®n. En ambos casos se plantea un peliagudo problema de autenticidad: ?es un pobre o es un cara?, aunque se plantea menos en el primer caso, por el fulgor de que habl¨¢bamos antes. De todos modos, en cualquiera de los casos el diagn¨®stico es fatal; si es un pobre de pedir, un pobre de verdad, nuevo o viejo, es escandalosa e inaceptable su proliferaci¨®n en una sociedad con las calles llenas de coches y la org¨ªa de maravillas que anuncia la televisi¨®n (si el Gobierno de esa sociedad es socialista se entra ya de lleno en el humor negro); y si es un cara, es casi peor: que tantos j¨®venes renuncien a su m¨¢s simple dignidad juvenil y lleguen a envilecerse tendiendo una mano fofa y pordiosera es espeluznante. De cualquier manera que se coja, una sociedad as¨ª no hay por d¨®nde cogerla.
Pero volvamos a nuestro pobre elegant¨®n (ya sab¨ªa yo al empezar que iba a haber rebotes ... ). Este nov¨ªsimo pobre no pertenece, claro est¨¢, a ninguna de las dos categor¨ªas descritas. Cuando dijo: "Me encuentro en una situaci¨®n dif¨ªcil, etc¨¦tera, no hab¨ªa en su voz ni la menor sombra de amenaza ni el menor deje quejumbroso y lastimero. El tono empleado era simple, discreto y digno. Justo, como su breve y ponderado discurso. Ni siquiera explic¨® en qu¨¦ consist¨ªa la dificultad de su situaci¨®n. Se hallaba en una situaci¨®n dif¨ªcil, y punto. Ten¨ªa demasiada clase como para incordiar a unas personas desconocidas con las vicisitudes de su vida privada. Tampoco se hab¨ªa molestado en disfrazarse de pobre. Al contrario, probablemente porque hab¨ªa tomado una decisi¨®n dram¨¢tica, dolorosa -pedir limosna en el metro- se hab¨ªa puesto su mejor traje, sin duda por respeto a la clientela y porque las cosas excepcionales y decisivas hay que hacerlas bien, con dignidad.
La gente, visiblemente impresionada, no sab¨ªa c¨®mo reaccionar. Mir¨¢bamos al personaje como hechizados. ?Qu¨¦ ser¨ªa? ?Arist¨®crata sin Marbella? ?Pol¨ªtico sin cartera? ?Doctor en filosof¨ªa y letras? ?Licenciado en alguna ciencia exacta? ?Asesino de post¨ªn reci¨¦n salido de la c¨¢rcel? ?Vago de solemnidad? ?Camelista sublime? ?Hum!... Cualquiera de estas hip¨®tesis era plausible, pero se hubiera disfrazado de pobre en el supuesto de que necesitara disfrazarse. De todos modos, era evidente que a un se?or as¨ª no se le pod¨ªa dar un franco. Hab¨ªa que darle un billete de 100 o de 50, o como m¨ªnimo, con much¨ªsima verg¨²enza, desviando la mirada, una moneda de 10. Lo m¨¢s correcto ser¨ªa extenderle un cheque, pens¨¦, pero hab¨ªa dejado el talonario en casa.
Entonces ocurri¨® algo extraf¨ªo. Un hombrecillo moreno, de ojos negros profundos y bigote mahometano, con la frente enajenada de nostalgias y privaciones intermitentes, meti¨® la mano en el bolsillo de su ra¨ªdo pantal¨®n de paria norteafricano, extrajo una peque?a moneda y se la dio. La mano de las pu?etas blancas y los gemelos de oro se cerr¨® suavemente sobre el diminuto bot¨ªn. Los dos hombres se miraron en un rel¨¢mpago de segundo con una inteligencia serena y c¨®mplice, como si comprendieran, ellos solos, algo incomprensible. Yo cre¨ª comprender confusamente. A¨²n hay clases, pens¨¦. Era domingo. El tren se hab¨ªa parado en Georges V y entraron algunos gamberros.
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