La moda de los toros
Siempre he pensado que el gran error de los antitaurinos es que acuden al trapo como los Victorino: con demasiada nobleza y un punto de entra?able mansedumbre en la embestida. En un pa¨ªs como ¨¦ste, en el que desde siempre se ha tenido por costumbre apedrear a los gatos callejeros (como anta?o a las ad¨²lteras) para divertimiento de las almas infantiles, inaugurar las fiestas patronales de la aldea arrojando una cabra al vac¨ªo desde lo alto del campanario o pasaportar a mejor vida al propio perro con el mango de la azada o colg¨¢ndole de un ¨¢rbol, socavar los cimientos ancestrales de la fiesta exige mucho m¨¢s que una gran dosis de buena voluntad y de franciscanismo ecologista. Los taurinos conocen bien sus armas, disfrutan la ventaja de jugar en campo propio y, por si fuera poco, en los ¨²ltimos a?os, la moda de Espa?a ha llenado las plazas de toros de modernos y de intelectuales.De los modernos espa?oles cabe esperarlo todo. Despu¨¦s de descubrir las sevillanas y el Roc¨ªo, despu¨¦s de consagrar entre sus s¨ªmbolos est¨¦ticos las fallas de Valencia y la Semana Santa, las corridas de toros estaban sentenciadas, y ya s¨®lo hay que esperar a que descubran la paella para que Covadonga se convierta en catedral de la movida y los archivos del No-Do en v¨ªdeos musicales de vanguardia.
Pero los modernos espa?oles no son nada sin los intelectuales. Los modernos espa?oles, como los nuevos ricos, tienen mala conciencia y necesitan en el fondo que alguien piense por ellos y salga en su defensa cuando alg¨²n miserable como yo les recuerde, por ejemplo, no s¨®lo que la fiesta es un ritual sangriento y prehist¨®rico (ret¨®ricas al margen), sino tambi¨¦n -y eso es mucho m¨¢s grave- que la mayor parte de ellos no hab¨ªa visto nunca una corrida hasta hace un par de a?os. Para explicar todo eso, para justificarlo, los modernos espa?oles necesitan, aunque nunca los lean, a los intelectuales.
Con los intelectuales de los toros me sucede lo mismo que con los curas progres. Admito que intenten convencerme de la existencia de Dios a trav¨¦s de la raz¨®n indemostrable de la fe, pero no que traten de explic¨¢rmela con argumentos racionales. As¨ª, mientras los toros estuvieron en su lugar exacto -en la Espa?a profunda, visceral y at¨¢vica-, soport¨¦ a duras penas, y con el escepticismo resignado de quien sabe que contra el analfabetismo existencial nadie puede lograr nada, la pervivencia extempor¨¢nea entre nosotros de esta ¨²ltima muestra del circo romano. Lo que soporto y sobrellevo de peor grado es esta nueva ret¨®rica moderna, esta argumentaci¨®n culpable y falsamente melanc¨®lica con la que los intelectuales de los toros tratan ahora de llenar el vac¨ªo ideol¨®gico de un rito que no tiene otra raz¨®n que la costumbre ni otra justificaci¨®n social que la ignorancia.
Aburre repasar la larga lista de argumentos esgrimidos en los ¨²ltimos tiempos por los intelectuales de los toros en su desesperado intento por justificarse a s¨ª mismos su afici¨®n, acallar su conciencia o lavarse las manos. Y la verdad es que imaginaci¨®n no falta. Se ha argumentado, por ejemplo, la cantidad y calidad de las obras de arte inspiradas en los toros, con muestras tan discutibles como Goya o Picasso (argumento que servir¨ªa tambi¨¦n, por esa misma v¨ªa de confundir el efecto con la causa, para justificar, al hilo de esos dos mismo ejemplos, los fusilamientos p¨²blicos y los bombardeos de ciudades), y se ha apelado a las corridas como ¨²nica garant¨ªa de conservaci¨®n de una raza, el toro bravo, que, de no existir aqu¨¦lla, seguramente ya se habr¨ªa extinguido (ecol¨®gico argumento que, adem¨¢s de intentar justificar una vez m¨¢s los medios por el fin, tambi¨¦n podr¨ªa servir para inventar espect¨¢culos parejos que asegurasen la pervivencia en nuestros montes del caballo asturc¨®n y el oso pardo). Se ha esgrimido como dato irrefutable el ejemplo de grandes escritores que han sido y son amantes de los toros (como si la calidad de una obra literaria bastara por s¨ª misma para dignificar todos los actos y gustos de su autor), y se ha lanzado, en fin, como una acusaci¨®n gen¨¦rica, la pervivencia de costumbres reprobables en otros pa¨ªses europeos, tales como el engorde artificial de ocas en Francia o las cacer¨ªas de zorros en el Reino Unido (como si el pecado ajeno justificase el propio y, sobre todo, como si los pobres toros espa?oles fuesen los culpables de lo que los franceses les hacen a las ocas y los brit¨¢nicos a los zorros).
Hay, sin embargo, argumentos mucho m¨¢s peligrosos y mucho m¨¢s dif¨ªcilmente contestables. ¨²ltimamente, por ejemplo, se ha puesto muy de moda entre los aficionados la vieja teor¨ªa filos¨®fica del alma de los brutos en su versi¨®n m¨¢s c¨ªnica y cristiana. Ya saben: aquello tan antiguo de que el bruto, el animal, al carecer de alma, carece de cualquier tipo de derechos desde el punto de vista estrictamente ¨¦tico y, por tanto, cualquier trato de respeto que el hombre quiera darle vendr¨¢ siempre motivado por m¨®viles est¨¦ticos, es decir: porque el dolor, la sangre o el sufrimiento de los brutos puedan repugnarle.
?Qu¨¦ m¨¢s quer¨ªan los modernos? Llevada incluso a sus ¨²ltimos extremos, esa vieja teor¨ªa es, cuando menos, intachable. Si el animal carece de derechos y su tranquilidad y su supervivencia dependen solamente de los gustos est¨¦ticos humanos -por cierto: caprichosos y cambiantes-, bastar¨¢ una adherencia est¨¦tica cualquiera al esqueleto descarnado de los hechos para justificar cualquier actuaci¨®n humana. Y, en el caso de los toros, la cosa est¨¢ muy clara: el arte. Porque hay que admitir sin rechistar, en efecto, como el cine o la pintura, lo que s¨®lo en Espa?a -y entre los aficionados- tan alta consideraci¨®n recibe.
Todos tranquilos, pues. Salvo que los fil¨®sofos cristianos, al referirse de manera gen¨¦rica a los brutos, incluyeran tambi¨¦n al hombre entre los animales (que no creo), cualquiera puede ir a los toros o asistir a las m¨²ltiples fiestas establecidas y espont¨¢neas en las que el espa?ol suele dar rienda suelta a su particular pasi¨®n hacia los animales y despu¨¦s dormir a pierna suelta sin ning¨²n remordimiento de conciencia por su parte. Bastar¨¢ con saber que la intenci¨®n est¨¦tica justifica cualquier acto, y recordar, eso s¨ª, que, como las mujeres hasta el Concilio de Trento, ni el gato, ni el perro, ni el toro tienen alma.
Antes de dormirse, sin embargo, y mientras trata de conciliar el sue?o, uno podr¨¢ entregarse a la pasi¨®n fugaz de la lectura, que tambi¨¦n es arte. La de los versos que el poeta escandinavo Lars Gustafsson escribiera ante el cad¨¢ver de su perro, por ejemplo, es muy recomendable en estos casos, pese a que los taurinos de la Espa?a eterna y los intelectuales de la moderna los considerar¨¢n seguramente una mariconada: "Ante una puerta cerrada te tumbabas / seguro de que, antes o despu¨¦s, tendr¨ªa que llegar el que la abriese. / Ten¨ªas raz¨®n; yo estaba equivocado. / T¨² eras una pregunta dirigida a otra pregunta / y ninguno de los dos ten¨ªa la respuesta de la otra".
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