Pasos de cebra
Una vez me dijo Ricardo Gull¨®n que nada genera m¨¢s violencia que la palabra. Pero los amigos le dicen a uno tantas cosas de provecho que no hay modo de recordarlas todas; as¨ª que la frase me pas¨® casi tan inadvertida como los transe¨²ntes con los que nos cruz¨¢bamos por la acera de Conde de Pe?alver. Y digo casi, porque de ¨¦stos ni siquiera recuerdo una silueta en blanco que yo pudiera completar m¨¢s tarde, mientras que la frase parece que se hubiera quedado suspendida en el aire, a la espera del momento adecuado para caer sobre mi memoria como sobre una lona salvadora.?Iron¨ªas de la vida! Porque mi recuerdo se aviva precisamente ahora, cuando tengo la pierna inmovilizada tras haber sido golpeado por un coche al intentar cruzar un paso de cebra. As¨ª son las cosas. Entonces, cuando hablaba con Ricardo, ni siquiera pens¨¦ en esa verdad dom¨¦stica que se hace evidencia cada d¨ªa en algunas comisar¨ªas y juzgados: la mujer f¨ªsicamente vapuleada, el marido verbalmente ofendido; magulladuras, de ordinario, externas en un caso; heridas ocultas, de incisi¨®n profunda a veces, en el otro.
Asegura un profesor de la Complutense, al que o¨ª el otro d¨ªa por la radio, que la mujer tiene m¨¢s capacidad discernidora de lo verbal que el var¨®n, correspondiendo a ¨¦ste una mayor capacidad visual. Explicaba el profesor que la mujer se fija m¨¢s en las palabras, mientras que el hombre atiende m¨¢s a los cuerpos; de ah¨ª tambi¨¦n los distintos instrumentos de seducci¨®n de cada uno. El hombre se ha especializado en todo tipo de oratoria, desde la pol¨ªtica a la deportiva, y todav¨ªa hoy no acaba de sonar bien el timbre femenino cuando se trata de emular al legendario Mat¨ªas Prats; en cambio el virtuosismo de la mujer se ha expresado en la danza y en los movimientos corporales. Frank Sinatra es la Voz; Raquel Welch, el Cuerpo.
?Qui¨¦n no se ha hecho cruces de ver c¨®mo esa chica tan hermosa se ha casado con el endriago del tercero? ?Ser¨¢ la labia, como dicen los castizos? De momento, dej¨¦moslo as¨ª. Porque la pregunta a la inversa, por qu¨¦ se ha casado ¨¦l con ella, jam¨¢s se hace. No basta con que un hombre y una mujer se miren para que la especie reclame su derecho a perpetuarse. El hombre necesita, adem¨¢s, hablar. En el juego del amor, cada sexo se ha especializado en la pr¨¢ctica de lo que menos entiende, que es justamente de lo que m¨¢s entiende su contrario. Una persona t¨ªmida a la que le cueste mucho hablar, si es hombre, estar¨¢ perdida; si es mujer... depende. Y ya me entienden.
Yo quer¨ªa hablar de otra cosa, sin embargo. Y-dec¨ªa que ahora que sufro esta inmovilidad por la agresi¨®n de un.... ?c¨®mo llamar a quien, cuando uno cruza por ese territorio de soberan¨ªa peatonal que es el paso cebra, acelera su coche? Y es que no puedo olvidar esas calles brit¨¢nicas espejeantes de humedad que, en cualquier pueblo por diminuto que sea, al finalizar las clases, son tomadas por varios jubilados, hombres y mujeres, que, con uniformes reflectantes y una se?al de stop en la mano, detienen el tr¨¢fico mientras los ni?os atraviesan la calzada, sin prisa, sonrientes, con todo el derecho del mundo para ellos...
Si uno lo piensa bien, conducta semejante debe de guardar relaci¨®n ¨ªntima con los diferentes planes de estudio de cada pa¨ªs. Muchos de los padres que han enviado a sus hijos a estudiar a Estados Unidos, por ejemplo, encuentran que el sistema educativo americano propicia el descubrimiento de las virtudes m¨¢s ocultas de los muchachos, cualesquiera que ¨¦stas sean. En Am¨¦rica, en todos los ni?os hay algo positivo. De tal modo que lo que aqu¨ª, con mucha frecuencia, son valores negativos y, por tanto, a reprimir, all¨ª, como por arte de magia, lo son positivos. El hijo de un amigo que fue expulsado de un colegio espa?ol porque ideaba procedimientos para eludir lo m¨¢s aburrido de las clases, en Estados Unidos es showman escolar, campe¨®n de 400 metros vallas y cocinero, todo lo cual ha aprendido en el colegio americano, sin perder nada de su alegr¨ªa ni enturbiar la de los dem¨¢s, como parec¨ªa ser el caso aqu¨ª. ?Y su media americana es de sobresaliente!
A mi juicio, nuestros modos educativos no son muy distintos de los que tuvimos que soportar los estudiantes de mi generaci¨®n, tan tristes y aburridos. Queremos en los ni?os, desde muy temprana edad, gravedad y maneras de notarios. Y lo que es peor, les obligamos a memorizar p¨¢rrafos y p¨¢rrafos que ma?ana no tendr¨¢n sentido; les hacemos aprender el nombre de los cuadros de los grandes maestros de la pintura sin ense?arles siquiera una mala l¨¢mina de ellos. Un hombre de campo, como era el gaucho Mart¨ªn Fierro, se?al¨® ya que mejor que aprender mucho es aprender cosas buenas. ?Qu¨¦ pretendemos, pues?, ?acaso formar individuos creativos, con iniciativa y confianza en s¨ª mismos, o seres hechos a una absurda disciplina, listos, por tanto, para ser sometidos sin m¨¢s a los dictados del orden social? Quiz¨¢ por eso mismo sea tan terrible en Espa?a cruzar una calle aunque sea por un paso de cebra. Quiz¨¢ sea ah¨ª donde la sociedad, la naci¨®n, la patria, el Estado espa?ol, o como ustedes gusten, rompa sus moldes y pruebe al ciudadano con dificultades graves a resolver por su cuenta y riesgo, dificultades que incluso pueden costarle la vida o, cuando menos, seg¨²n acredita mi propia pierna, un disgusto m¨¢s que serio... Quiz¨¢ de ese modo se ense?e al escolar, si sobrevive, el vivire pericoloso que le espera...
Porque, a pesar de la lluvia de las reflexiones de tantas horas inmovilizado, no he querido caer en la tentaci¨®n de equiparar a nuestro pa¨ªs con algunos del ?frica negra. Recuerdo, por ejemplo, un trayecto nocturno en taxi desde el aeropuerto de Lagos, en Nigeria, a la capital federal, con la carretera henchida de veh¨ªculos, la selva alta y espesa acechante en los flancos, de los que, de cuando en cuando, emerg¨ªa un ciclista como a impulsos de un muelle, el mismo, sin duda, que lanza a la liebre por delante de las babas del podenco; de inmediato, el taxista le saludaba con un terrible y largo bocinazo, al que segu¨ªa un brusco y sostenido aceler¨®n, porque no se trataba, desde luego, de avisarle del peligro, sino de advertirle de que la trompa de caza estaba ya sonando.
Uno, escritor al fin y al cabo, tiende a buscar la raz¨®n m¨¢s profunda de las cosas en la palabra y piensa que, dada aquella fiera sangre de los godos de que dan cuenta nuestros cronicones, no es l¨®gico que se llame paso de cebra a la franja de calzada que se cede con preferencia al peat¨®n. La cebra es la presa por antonomasia; el le¨®n, el rey de las fieras, su depredador. Parece, cuando menos, arriesgado pensar que con un nombre as¨ª el homo hispanicus, sobre el que tanto discutieron Castro y Albornoz, se vaya a detener; antes bien, ha de sentir estimuladas sus gl¨¢ndulas cazadoras y agresivas...
?Qu¨¦ nombre darle entonces? Hay uno que siempre me ha parecido excelente, pero que ahora, con tanto tiempo para reflexionar, me llena de inquietud. Paso franco, dec¨ªa yo. Pero no s¨¦ si ser¨¢ peor el remedio que la enfermedad. Y no es broma.
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