Por una Iglesia reaccionaria
El suceso, con nombres distintos aunque no pocas veces reiterados, presenta rasgos parecidos: retirada de la missio canonica a uno o varios te¨®logos demasiado independientes o cr¨ªticos; destituci¨®n del director de una revista eclesi¨¢stica excesivamente significado por su progresismo; presiones sobre el cap¨ªtulo o congregaci¨®n general de alguna de las grandes ¨®rdenes religiosas transidas hoy de "compromiso con los m¨¢s pobres", para moderar sus ¨ªmpetus evang¨¦licos; negativa del nihil obstat a ciertos libros considerados doctrinalmente inseguros; instrucciones, en fin, de alg¨²n dicasterio romano, o del Papa mismo, prohibiendo determinadas manifestaciones teol¨®gicas o censurando el secularismo de determinadas comunidades de base o movimientos paraeclesiales.En cualquier otro pa¨ªs largamente acostumbrado a eso que suele llamarse la normalidad democr¨¢tica, que incluye como rasgo sobresaliente la separaci¨®n entre Iglesia y Estado, entre pr¨¢ctica religiosa y comportamiento c¨ªvico, este tipo de sucesos ocupan la secci¨®n de religi¨®n de los peri¨®dicos, y si llegan a ser tema de alg¨²n columnista, se abordan con casi neutral comparativismo, o en todo caso con un leve toque de iron¨ªa.
Aqu¨ª, en cambio, provocan curiosas reacciones: caricaturistas que pintan a los obispos haciendo el saludo del fascio; editorialistas que previenen a la Iglesia de una posible p¨¦rdida de parroquia si persisten en su ultramontana contrarreforma; columnistas que adoptan poses teol¨®gicas y opinan como creyentes afectados sin serlo; intelectuales laicos, o de izquierdas, que intiman a la Iglesia a volver a las fuentes del Vaticano II, utilizando argumentos evang¨¦licos; la confusi¨®n de las lenguas, en definitiva, sin ser esto Pentecost¨¦s.
Parte de estas reacciones recidivas hay que atribuirlas al modo inadecuado como la anterior alianza entre el altar y el Estado se ha querido disolver en la actual situaci¨®n democr¨¢tica: el mal digerido trago del impuesto religioso, los restosa¨²n vigentes del antiguo concordato, el peso sociol¨®gico que la Constituci¨®n otorga a la Iglesia cat¨®lica, los v¨ªnculos cuasi institucionales de la Corona con el catolicismo y, en general, la inercia ritual cat¨®lica que impregna o acompa?a a¨²n gran parte de las ceremonias del Estado (en forma de entierros, ofrendas a santos, procesiones tradicionales y romer¨ªas populares).
La conciencia subjetiva de no pocos mediadores culturales y miembros de la intelligentsia laica del pa¨ªs, escindidos entrela aceptaci¨®n democr¨¢tica de una Iglesia desoficializada y el peso at¨¢vico real de dicha Iglesia, entre la espont¨¢nea aceptaci¨®n del componente religioso de la cultura nacional popular y la dura realidad de una Iglesia institucional inextricablemente unida a dicho folclor, se rebela frente a aquellos hechos que le hacen presente la falacia de sus componendas: una aceptaci¨®n del statu quo con la Iglesia fundado en el supuesto de su progresismo posconciliar, y no en su relegaci¨®n al ¨¢mbito de lo privado.
?sta es la raz¨®n de que los laicistas espa?oles, obligados al tr¨¢gala de una Iglesia ya no oficial, pero s¨ª oficiosa y bien subsidiada, en aras de los servicios prestados a la instauraci¨®n democr¨¢tica, sientan como un peligro de regresi¨®n las maniobras vaticanas para apoyar al ala conservadora del episcopado, as¨ª como cualquier intento por parte de una jerarqu¨ªa crecientemente conservadora de refrenar el experimentalismo eclesial y poner coto al libre arbitrio teol¨®gico.
La situaci¨®n no tiene equivalente parang¨®n en todo el Primer Mundo al que decimos pertenecer. Ni siquiera en el Reino Unido, donde el jefe del Estado es a la vez cabeza visible de la comuni¨®n anglicana y los principales obispos son miembros natos de la C¨¢mara de los Lores. Ni siquiera en Francia, donde el catolicismo desde hace aproximadamente un siglo acepta las reglas de juego de la sociedad laica, a pesar del considerable vigor de un pensamiento cat¨®lico espec¨ªfico y moderno (sin equivalente en Espa?a, donde el pensamiento cat¨®lico ha sido siempre poco original -v¨¦ase el libro de Javier Herrero, ahora reeditado por Alianza- y con cierta proclividad ultramontana) y de los continuos rebrotes de movimientos tradicionalistas, siempre m¨¢s preocupados, no obstante, por mantener la pureza dogm¨¢tica y lit¨²rgica que por recuperar periclitados espacios de poder.
Si dejamos a un lado el caso de Italia (que requerir¨ªa tratamiento aparte, a efectuar en t¨¦rminos de cuotas de cinismo moral y poder f¨¢ctico), en el marco mundo libre occidental, donde las modernas naciones-Estado surgieron mayoritariamente ligadas a la idea de libertad de cultos, los casos de Francia y el Reino Unido presentan peculiaridades que aparentemente podr¨¢n asemejarlas al caso espa?ol. Y, sin embargo, ni la amenaza de cisma del obispo Leonard, por el tema de la ordenaci¨®n de mujeres, en el caso de lo que hace a Inglaterra; ni la actuaci¨®n del cardenal Lustiger, hombre clave de Wojtyla en Francia, o el continuo amagocism¨¢tico del arzobispo Lefebvre causan la menor alarma en la opini¨®n ilustrada y en la ¨ªntelectualidad de ambos pa¨ªses.
La diferencia respecto de Espa?a podr¨ªa achacarse a los siglos de habituaci¨®n a la convivencia plural de credos y a la existencia de una probada separaci¨®n (de car¨¢cter pr¨¢ctico y no formal, al estilo constitucional ingl¨¦s, en el caso brit¨¢nico) entre Iglesia y Estado, mientras que tan compleja y dificil habituaci¨®n ha tenido que producirse aqu¨ª en el plazo de poco m¨¢s de una d¨¦cada, provocando los previsibles desencajes e incongruencias.
Pero cabe la sospecha de que el problema sea no tanto de tiempo cuanto de estructura, no tanto un problema de costumbres que el paso del tiempo pueda llegar a modificar cuanto una forma inveterada de actuar y pensar que se reproduce de forma similar en condiciones hist¨®ricas distintas.
Y no porque los h¨¢bitos sociales y las representaciones colectivas -que los seguidores de la escuela de Annales llaman mentalidades, y la antropolog¨ªa, en duraciones m¨¢s largas, llama cultura- no puedan cambiar, sino porque en condiciones peligrosamente fluidas establecen c¨®modos puentes entre el pasado y el presente o, lo que es lo mismo, se imponen subrepticiamente gracias a su probada eficacia, y contra lo que los actores hist¨®ricos innovadores conscientemente creen estar instaurando.
Dicho en t¨¦rminos m¨¢s concretos: el problema no est¨¢ en que en los ¨²ltimos 20 a?os los antiguos capellanes de la legi¨®n se hayan hecho curas comunistas, o que obispos antes falangistas vieran la luz del liberalismo a trav¨¦s del famoso Esquema XIII, o que una buena parte de los actuales pr¨®ceres socialistas sean curas exclaustrados y una importante minor¨ªa siga siendo a¨²n creyente convencida, o que medio pa¨ªs se haya hecho socialista de la noche a la ma?ana (d¨¢ndole raz¨®n a Ortega cuando dec¨ªa aquello de que "Espa?a no cambia sino cuando cambia en bloque y entera")
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mientras sigue rez¨¢ndole a todos los santos, o que los curas progres hayan tirado por la borda la teolog¨ªa para hacerse malos soci¨®logos y peores l¨ªderes de barrio, o que todos por igual, creyentes y no creyentes, acepten que los verdaderos funerales de los prohombres y las grandes cat¨¢strofes sean los religiosos, mientras el Roc¨ªo y las mil y una romer¨ªas de todos los santos puntean las fiestas de esta Espa?a sociol¨®gicamente descristianizada.
Semejante batiburrillo, que suele presentarse ante la opini¨®n p¨²blica como una muestra de liberalismo e incluso de posmodernidad (y tienen raz¨®n los que tal defienden, aunque no se hayan le¨ªdo a Harvey Cox), no es sino una muestra m¨¢s de esa tremenda superficialidad espa?ola que Pla descubr¨ªa en L'esdeveniment de la Rep¨²blica, es decir, de esa falta de criterio con que suelen abordarse los grandes cambios de nuestra historia, de forma que al poco todo vuelve a ser lo mismo y los problemas de base contin¨²an pendientes, en espera de nuevos cataclismos.
En lo que hace al problema religioso, lo peor que puede pasar actualmente es que parece no existir, en la medida en que los antiguos comecuras y ateos militantes han venido a ser sustituidos por los indiferentes y los tolerantes parvenus, cuya tolerancia nace no de la comprensi¨®n de las posturas opuestas, sino de su profunda ignorancia.
Es esta ignorancia, tanto de lo que constitutivamente es la religi¨®n como de sus funciones psicol¨®gicas y sociales, as¨ª como de su papel en una sociedad plural, la que hace que se conciba a la Iglesia o bien disolvi¨¦ndola en la sociedad, o atribuy¨¦ndole funciones penales que ya no tiene para el conjunto de la sociedad, es decir, seg¨²n el modelo de la teolog¨ªa de la liberaci¨®n (tal como en Europa se presenta, ya que su modelo en la pr¨¢ctica concreta m¨¢s que cat¨®lico es isl¨¢mico: la comunidad de los fieles confundida con el conjunto social), o seg¨²n el modelo cesaropapista.
En ning¨²n momento a quienes acusan a la actual jerarqu¨ªa wojtyliana o a la Congregaci¨®n para la Doctrina de la Fe (siempre insidiosamente calificada de ex Santo Oficio) de mostrar reflejos inquisitoriales se les ocurre que su acusaci¨®n carece de sentido en un contexto en el que el doctrinalmente perseguido no puede ser relegado al brazo secular, y puede, por tanto, defender sus opiniones sin trabas en el ¨¢mbito de la sociedad civil y protegido por las leyes del Estado.
Que no caigan en la cuenta de que quienes quieren gozar de los derechos que el Estado garantiza en el ¨¢mbito pol¨ªtico (conseguidos tras una secular lucha contra el dogmatismo religioso), dentro de un ¨¢mbito soberanamente dogm¨¢tico como es el de las grandes religiones organizadas, pretenden jugar con ventaja respecto del ciudadano com¨²n (aprovech¨¢ndose del arropo que una instituci¨®n prestigiosa y privilegiada les otorga, sin ceder en obediencia nada a cambio), es una muestra m¨¢s de la tolerancia ignorante de que hacen gala nuestros intelectuales laicos.
Lo l¨®gico, tanto desde el punto de la coherencia ideol¨®gica como desde una estrategia a largo plazo para deshacerse de la religi¨®n sin perseguirla, ser¨ªa apoyar a una Iglesia cada vez m¨¢s reaccionaria, o al menos cada vez m¨¢s disciplinar, donde las reglas y los doginas estuvieran claros, y se supiera sin equ¨ªvocos qui¨¦nes est¨¢n dentro y qui¨¦nes fuera.
El problema ser¨ªa el destino de tantos como hay que, sin atreverse a cargar con la soledad de susconciencias, tampoco soportan una autoridad firme y segura. Esto, la Iglesia, madre sol¨ªcita, lo sabe, y por eso contemporiza m¨¢s de lo que persigue y no anatematiza sino in extremis. T¨¢ctica sapient¨ªsima que garantiza m¨¢s su perennidad que la promesa de Cristo.
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