San Jorge sali¨® a caballo
LO primero que hizo el viajero en Braga fue ir a ver la Fonte do ¨ªdolo. Est¨¢ all¨ª, junto a la Casa do Raio, en sitio no indicado, con un portal¨®n que da hacia un empedrado sin lucimiento, y se mira luego hacia la cueva que hay delante, un charco con piedras limosas: ?d¨®nde est¨¢ la fuente? Baja el viajero los peldaflos y ve al fin lo que anda buscando, las humildes piedras, las inscripciones y las figuras mutiladas. Parece que la fuente es prehist¨®rica, aunque sean posteriores las esculturas, y parece que fue consagrada a un dios de nombre polin¨¦sico: Tongoenabiago. De estas erudiciones no cuida mucho el viajero. Lo que le conmueve es pensar que hubo un tiempo en el que todo esto era yermo, corr¨ªa el agua entre las piedras, quien ven¨ªa por ella agradec¨ªa al dios Tongo las bondades de la linfa. De esas bondades hay que desconfiar hoy (?ser¨¢ pura el agua?), pero las esculturas siguen ofreciendo el apagado rostro, mientras no pierdan del todo su relieve.Si el vicio del viajero fuese la cronolog¨ªa, ¨¦ste ser¨ªa el inicio cierto: fuente prehist¨®rica, inscripciones latinas; pero Braga pone al lado de estas antig¨¹edades el barroco juanino, precisamene la llamada Casa do Raio, y siendo as¨ª, t¨®mese lo que a mano tiene, siempre sin preocupaciones de m¨¦todo. Es la Casa do Raio, como palacio, una de las m¨¢s preciosas joyas setecentistas que Portugal guarda. Asombra que un estilo que en las composiciones interiores dif¨ªcilmente consigui¨® mantener el equilibrio entre la forma y la finalidad fuera capaz, en los exteriores, de complacerse en juegos de curva y contracurva, integr¨¢ndolos en las exigencias y posibilidades de los materiales. Y el azulejo, que, por su r¨ªgido geometrismo, no parec¨ªa poder ser sometido a los recortes que las piedras le imponen, surge aqu¨ª como un factor complementario de extrema precisi¨®n.
El viajero no puede demorarle cuanto quiere. De iglesias tiene Braga rosarios, y el viajero no va a visitarlas todas. Habr¨¢, pues, que escoger, un poco por recados que ya lleva y mucho m¨¢s por los impulsos de la ocasi¨®n. Visita obligatoria ser¨¢, no obstante, la catedral. Como el viajero no tiene que particularizar primores de erudici¨®n, b¨²squese en otro relato la minucia y el detalle enciclop¨¦dico. Aqu¨ª se habla de las impresiones, de ojos que pasean y aceptan el riesgo de no captar lo esencial por prenderse en lo accesorio. La riqueza decorativa acumulada por los siglos en el interior de la catedral de Braga tiene s¨®lo el defecto de ser excesiva para la capacidad de asimilaci¨®n de quien all¨¢ entra.
Naci¨® con grandes ambiciones esta iglesia. Si el viajero no se enga?a, Braga comenz¨® por no querer quedar detr¨¢s de Santiago de Compostela. Lo dice el plan inicial de cinco naves, el dilatado espacio que la construcci¨®n iba, pues, a ocupar; lo dicen la propia situaci¨®n geogr¨¢fica de la ciudad y su importancia religiosa. El viajero no tiene documentos para probar esto, pero se Ie ocurri¨® la idea cuando daba vueltas por el interior del templo, y tiene obligaci¨®n de dar cuenta de sus intuiciones. En esta confusi¨®n de estilos y procesos, que va del rom¨¢nico al barroco, pasan(lo por el g¨®tico y el manuelino, lo que m¨¢s cuenta para el viajero es la impresi¨®n general, y ¨¦sa es la de un gran edificio que, por obra de disposici¨®n voluntaria y por lo inconcluso de las construcciones laterales, quiebra la rigidez de los muros que lo aislar¨ªan del contexto urbano y prolonga hacia ese contexto aberturas, pasos, accesos, si no queremos llamarles peque?as calles y peque?as plazas, defini¨¦ndose as¨ª un conjunto arquitect¨®nico que en este aspecto no debe de tener parejo en Portugal. El viajero sigue apostando por sus intuiciones, pero no hace de ellas opini¨®n, y mucho menos afirmaci¨®n. Piense cada quien lo que prefiera, mientras no haya pruebas que lleven a todos a pensar del mismo modo. Habla el viajero de la catedral de Braga, claro est¨¢.
Indignaci¨®n
Ante el frontal del altar mayor, hecha antes la reverencia est¨¦tica que exige la estatua trecentista de Santa Mar¨ªa de Braga, el viajero se siente invadido por grande y molesta indignaci¨®n. Este frontal es lo que qued¨® del retablo que mand¨® hacer un arzobispo y que otros dos arzobispos mutilaron. Se asombra el viajero, y se pone a pensar que no faltar¨¢n por ah¨ª incr¨¦dulos que no osar¨ªan alzar la mano contra la integridad de esta obra maestra de la escultura, y hubo dos arzobispos livianos, pero de pesado martillo, que mejor hubieran hecho cuid¨¢ndose de su alma. El viajero no es rencoroso, pero espera que tales pecados no pasen sin m¨¢s el d¨ªa del juicio.
Cuando el viajero sale al claustro, que es para ¨¦l una de esas plazas que prolongan la iglesia hacia el exterior, ya sabe que all¨ª hay dos capillas que hay que ver: la de San Giraldo y la de la Gloria. Est¨¢n ahora cerradas, luego vendr¨¢ quien las abra.Aqu¨ª, a este lado, casi al salir a la ciudad, est¨¢ la estatua monol¨ªtica de San Nicolau, santo y peana en un sola piedra de granito. Tiene candelas encendidas, se?al de que a¨²n solicitan sus intervenciones, pese a lo apartado del sacro recinto. Del otro lado del claustro hay otra capilla, construcci¨®n sin inter¨¦s, pero que guarda cuatro santos negros, uno de ellos, san Benedicto, de quien el viajero, en su infancia, oy¨® decir que com¨ªa poco y engordaba, y particularmente un gran san Jorge con coraza pectoril, yelmo y perneras, con pluma en lo alto y gran bigote de guardia civil del cielo. Este san Jorge tiene historia, que viene a ser una p¨¢gina negra en los anales del arzobispado.
En cierta procesi¨®n sobre la que el viajero no apur¨® el conocimiento, sin que, no obstante perjudique al entendimiento del caso, sal¨ªa siempre san Jorge montado en su caballo, como compete a quien desde tiempos inmemoriales anda en airada lucha con el drag¨®n. A caballo y empu?ando la lanza, san Jorge recorr¨ªa las calles de la ciudad, recibiendo, sin duda, preces y honores militares, mientras el caballo, llevado de las riendas, relinchaba de contento.
As¨ª fue por muchos a?os, hasta que vino un d¨ªa nefasto en que al caballo que hab¨ªa de transportar al santo le pusieron herraduras nuevas, por estar las viejas gastadas. Sale el cortejo, ocupa san Jorge su lugar en la procesi¨®n, y de pronto tropieza el animal en un carril del tranv¨ªa, resbala, escapa el suelo bajo sus manos y patas, y ah¨ª va san Jorge de cabeza contra la calzada, con terrible estruendo, p¨¢nico y consternaci¨®n. Estruendo fue lo que se oy¨®; p¨¢nico, el de los ratones que hu¨ªan a la carrera de dentro del santo, y consternaci¨®n, la de los curas, portantes y acompa?antes, que ve¨ªan as¨ª, patente en plaza p¨²blica, la incuria que el interior del santo les merec¨ªa. All¨¢ hab¨ªan anidado los ratones todos de la seo de Braga, y no lo sab¨ªan los cl¨¦rigos. Ocurri¨® esto hace 30 a?os, y, de verg¨²enza, nunca m¨¢s sali¨® san Jorge a la calle. All¨ª est¨¢, en la capilla, triste, lejos de la ciudad amada por donde nunca m¨¢s deambul¨®, penacho al viento y con la lanza pronta. El viajero, que gusta de a?adir detalles a todos sus cuentos, no da a la fantas¨ªa de imaginar que a altas horas de la noche, cuando la ciudad duerme, aparece un caballo en la sombra llevando al santo de paseo. No hay quien aplauda a su paso, pero a san Jorge no le importa, que aprendi¨® a costa propia de cu¨¢n poco depende conservar las glorias y perderlas.
Tumbas
En fin, va el viajero a empezar por la capilla de San Giraldo. Estas tumbas son del conde don Enrique y de do?a Teresa, su mujer, y las mand¨® labrar el arzobispo Gonzalo Pereira, abuelo de Nuno ?lvares Pereira. Son peque?as y est¨¢n colocadas en discretos arcosolios. Pregunta el viajero: "Pero ¨¦ste tiene tapa de madera, ?por qu¨¦?" La respuesta es un gracioso cap¨ªtulo de la historia de las vanidades humanas. Atenci¨®n, pues.
Cuando el arzobispo mand¨® construir las tumbas ten¨ªa un pensamiento secreto: reservar una de ellas para sus propios restos. Por eso los huesos del conde don Enrique y los de do?a Teresa quedaron juntos en una sola tumba, a¨²n m¨¢s pr¨®ximos en la muerte de lo que hab¨ªan estado en vida. Pas¨® el tiempo, el arzobispo no se mor¨ªa, y al no morir, empez¨® a pensar que quiz¨¢ tuviera tiempo para mandar labrar su propia sepultura, sin ocupar casa a otro destinada. As¨ª se hizo, y la tumba del arzobispo es esa magnificencia que hay ah¨ª al lado, en la capilla de la Gloria, y para la de do?a Teresa mand¨® hacer una tapa de madera, que es la que ah¨ª est¨¢. Si en la distribuci¨®n de los huesos condales hubo confusi¨®n, consol¨¦monos con la idea de que, si con la condesa qued¨® s¨®lo una costilla del conde, qued¨® el conde entero. Cuando el viajero sale al claustro se pregunta si los ap¨®stoles y di¨¢conos que est¨¢n con la boca abierta en los lados del t¨²mulo del arzobispo, cada uno en su ed¨ªculo, estar¨¢n cantando responsos o clamando censuras. Uno de ellos tiene la boca cerrada, tal vez porque sabe la verdad.
El Largo do Pago es amplio, con pavimento de grandes losas, y tiene en el centro uno de los m¨¢s bellos surtidores que el viajero haya visto. Los edificios constituyen alas de planta y piso: no deber¨ªa ser preciso m¨¢s para habitar. Bajando, subiendo, el viajero no se preocupa de averiguar lo que va viendo. Entra en dos iglesias, contempla un arco setecencista, y en barrio que no promet¨ªa mucho ve otra iglesia (es la de San V¨ªtor, le dicen), donde: tiene que o¨ªr la demorada charla de una fregatriz hablando de otra mujer, ausente, tan ruin peste que ni el hijo o hija..., y el resto segu¨ªa de este tenor de in compatibilidades y malquerencias. El viajero fue a ver los azulejos, que son convencionales, pero interesantes, y como les habr¨¢ prestado m¨¢s atenci¨®n de la com¨²n,se encontr¨® la mujer obligada a mudar de charla, largar al hombre y volverse hacia el curioso, que estaba ahora contemplan do el retablo del altar mayor. Y tan empe?ada est¨¢ la mujer en agradar, qui¨¦n sabe si para disfrazar el haber estado maldiciendo de vida ajena en la casa del Se?or, que se propone mostrar las grandes obras de la sacrist¨ªa. Menos mal que el viajero acept¨®. En un corredor de entrada, metida en una vitrina, hab¨ªa una figura femenina, toda de encajes vestida, con un gentil sombrero de ala amplia, igualmente tocado de encajes, con un aire de maja goyesca, castiza en el porte de la testa y en los cabellos sueltos. Al cuello llevaba un ni?o, al que apenas se distingu¨ªa entre el fondo fofo de volantes y bordados. "?Qui¨¦n es?", pregunt¨® al viajero. "Es la Virgen do Enjeito (*), en su sillita, tal como sale en las preocesiones". El viajero cree haber o¨ªdo mal, e insiste. "S¨ª, se?or, do Enjeito", repiti¨® la mujer. El viajero no pretende pasar por entendido en hagiolog¨ªas, pero, en fin, algo del mundo ha visto, y mucho de Portugal, y bien sabe c¨®mo de santos est¨¢ esta tierra llena, pero de la Virgen do Enjeito nunca hab¨ªa o¨ªdo hablar. Ya en la calle segu¨ªa interrog¨¢ndose: "?Cuidar¨¢ acaso de los chiquillos abandonados, de los exp¨®sitos?".
La respuesta no la tuvo hasta que se qued¨® dormido y despert¨®, y en el silencio del cuarto bracarense, entre damascos y credencias de hotel antiguo, cay¨® sobre ¨¦l la iluminaci¨®n: "?Es Egipto, no Enjeito! Esa pobre mujer sabe tan poco de geograf¨ªa como de portugu¨¦s, a no ser para maldecir". Pero el viajero, antes de quedarse otra vez dormido, sinti¨® pena, y a¨²n la siente hoy, de que no sea do Ejeito aquella Virgen. Siempre ser¨ªa nombre m¨¢s bonito y de mayor claridad.
* Enjeito: abandono, repudio. (Nota del traductor.) Traducci¨®n de Basilio Losada
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