El d¨ªa del juicio
Pues lleg¨® por fin el d¨ªa del juicio, en el que conoc¨ª a mi casi matador, al menos de un a?o de m¨ª vida. Se trataba de un joven, casi bien parecido, con aparente dificultad de palabra, que confes¨® haber bebido unas cuantas cervezas, a?adiendo despu¨¦s no recordar nada de lo sucedido. Lo condenaron solamente a 10.000 pesetas de multa y a un solo mes de retirada del carn¨¦ de conductor. Y eso que se hab¨ªa cargado, adem¨¢s de mi pierna derecha, tres autom¨®viles: el suyo, el nuestro y el que nosotros averiamos por tenerlo delante. La anciana madre de mi matador, que lo acompa?aba, me suplic¨®, toda llorosa, darme un beso. Se lo consent¨ª, emocionado, ante la impavidez de su callado hijo.De pronto, llevado por una gran amiga m¨ªa, me encontr¨¦ en el lago de la Casa de Campo. Nos sentamos ante un grupo de pescadores, de diversas edades, entre los que hab¨ªa algunos viejos que me reconocieron de los a?os de la guerra. Estaban pescando carpas. Solamente por distracci¨®n, pues estaba prohibido llev¨¢rselas. Delante de nosotros las desenganchaban de los anzuelos y las devolv¨ªan al lago. Esa poco inofensiva distracci¨®n la hab¨ªa creado el viejo alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galv¨¢n. ?Inolvidable y raro amigo!
Cuando volv¨ª a mi casa, en el telediario de las tres escuch¨¦ que me acababan de nombrar acad¨¦mico honorario de la Real Academia de San Fernando. Sab¨ªa yo, desde hac¨ªa alg¨²n tiempo, que cuatro grandes amigos acad¨¦micos -Federico Sope?a, Manuel Rivera, ?lvaro Delgado y Jos¨¦ Mar¨ªa de Azc¨¢rate- estaban interesados en que yo ingresara en aquel glorioso centro que tanto frecuent¨¦ como alumno libre en los primeros a?os de mi vocaci¨®n pict¨®rica. All¨ª hab¨ªa yo conocido a Jos¨¦ Moreno Carbonero, Mu?oz Degrain, Julio Romero de Torres... Gran palacio de inmensas galer¨ªas era el Museo del Prado, al que yo visitaba a la vez que el Cas¨®n y la Academia de San Fernando. ?Qu¨¦ bien! En mi primer¨ªsima juventud, desde el a?o 1917 hasta 1936, mi grandiosa mansi¨®n, agobiada por las m¨¢s inmensas obras del arte cl¨¢sico universal, me hab¨ªa ofrecido sus c¨¢lidas salas en invierno y frescas en verano, durante los soles madrile?os.
Ahora, a mis 85 a?os, ya casi en declive, ser¨¢ la Academia de San Fernando, llena de nuevos amigos, un centro casi de mi propiedad, cuidador ya de los altos Zurbaranes, los Goya -La tirana, El entierro de la sardina-, prolongadas obras maestras, como escapadas del Museo del Prado a aquella casa de la calle de Alcal¨¢. Y lo chocante nuevo es que tendr¨¦ que hacerme un perfecto frac para el d¨ªa en que ocupe mi nuevo puesto de acad¨¦mico honorario, pensando que ser¨ªa mejor ponerme una vieja levita sacada de alg¨²n cuadro de Goya, y pronunciar mi discurso cubierto elegantemente de alg¨²n bello color del genial aragon¨¦s.
Y ahora ya, anticipadamente, he pedido una engalonada gorra de celador, para durante ciertos d¨ªas se?alados explicar a todos aquellos que lo deseen las salas m¨¢s importantes del museo. Ser¨¢ un recibimiento vivo, pasados ya tant¨ªsimos a?os de mi vida, recordando en esos instantes al ni?o que ya pensaba en la pintura con los zapatos llenos de arena de las playas portuenses. La misma que me llev¨¦, pero de las playas de Almer¨ªa, con Paco Ib¨¢?ez, dej¨¢ndola sobre las lajas del Teatro Romano de M¨¦rida y volv¨ª a dejar all¨ª este a?o en las alturas de su anfiteatro, mientras la inmensa tragedia de Edipo se consum¨ªa entre las inmensas fogatas que hac¨ªan temblar las sombras de la noche, entre el humo de los largu¨ªsimos cantos lastimeros.
?Ah, noche c¨¢lida y ventosa de Zaragoza, enlazada mi voz a la de Nuria Espert en un recital perdido entre los ¨¢rboles de un auditorio al aire libre! Despu¨¦s, el camino, la larga carretera, el casi siempre despoblado paisaje hasta llegar al maravilloso Medinaceli, construido en las alturas con las piedras de la antigua ciudad romana. Y all¨ª, en su parador, durante el almuerzo, el encuentro con un extra?o m¨¦dico soriano, con aire de barbudo profeta, que tuvo palabras de consolaci¨®n para mis piernas lentificadas despu¨¦s del accidente de hac¨ªa un a?o y del que acababa, un d¨ªa antes, de celebrarse el juicio.
?Ad¨®nde iremos ya sin que Venus encuentre en los jardines la alzada y verde cresta de Pr¨ªapo, dispuesta siempre en el hervor de las cuatro estaciones?
"Despierta, s¨ª, cerrada / caverna de coral. Voy por tus bre?as, / cabeceante, ciego, perseguido. / Acude a mi llamada, / al mismo sue?o que en tu gruta sue?as. / Tus rojas furias sueltas me han mordido".
?Oh, se?or del desvelo estrellado! No nos dejes morir en el d¨ªa del juicio ni dejes a la v¨ªctima del accidente la peor parte. ?l desea volar por los espacios siderales y que sus dos piernas formen parte de sus alas.
Estoy mirando al techo, dificil de poblar de nuevas im¨¢genes durante el d¨ªa y la noche. Siempre quiero seguir viviendo. Y, como siempre, me est¨¢ esperando el mar all¨ª en el fondo.
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