De Rodas a Creta
Conoc¨ª Rodas por primera vez un oto?o, cuando las parras eran rojas y los gatos dorm¨ªan encima de las motocicletas, y el rebuzno de los asnos llegaba por el silencio de las callejuelas hasta lo alto de la fcrtaleza del Gran Maestre. Las cabras tamb'¨¦n estaban encararriadas en la muralla. Los viejos tomaban un sol amoroso, ese que ya no tiene moscas, en la rotorida de la pescader¨ªa donde un pope y tres fieles ortodoxos jugaban al tute con naipes h¨²medos de an¨ªs. Los restaurantes, tabernas y hoteles hab¨ªan cerrado; las farolas hab¨ªan sido cubiertas con pl¨¢sticos para el invernaje, y el sonido de las barcas de pesca que entraban en el puerto de Madraki hac¨ªa vibrar el aire extasiado. S¨®lo quedaba en la isla alguna dama madura, de tipo anglosaj¨®n, a cargo del macarra de guard:a, y profesores inciertos en a?o sab¨¢tico, que pod¨ªan ser igualmente los criminales m¨¢s busca.dos en su pa¨ªs de origen. Entonces imagin¨¦ el espect¨¢culo de esta isla en verano: las oleadas de carne que vendr¨ªan a asarse en esta parrilla acarreadas en vuelos de agencia. Aqu¨ª est¨¢n. Rodas tiene ahora el paisaje de los cuerpos.A mitad de la traves¨ªa por el Egeo, uno se encuentra ya empachado de dioses, de modo que agradece arribar a una tierra donde no queda ni uno. En Rodas hubo miles de estatuas, y la m¨¢s famosa fue el Coloso, de cuyo bronce ca¨ªdo salieron las mejores cacerolas del Nlediterr¨¢neo, pero todo eso se lo llev¨® el ventilador de la historia. Rodas es una isla laica ahora. Sus restos son medievales y adem¨¢s han sido restaurados por los italianos como un decorado para una funci¨®n de caballeros de san Juan. El barco ha llegado al amanecer y el orden del d¨ªa consist¨ªa en ir de excursi¨®n a Lindoi, visitar el valle de las mariposas, hacer el chorra detr¨¢s del gu¨ªa. Me he quedado en la ciudad. Y en ella me he dejado llevar por las sandalias, las cuales, en primer lugar, me han conducido al pie de las columnas de la bocana del puerto, que contienen los famosos gamos en el capiteI. All¨ª me he echado un poco de agua en el pescuezo con una cantimplora, para bautizarme una. vez m¨¢s como explorador de segunda, y a continuaci¨®n he vuelto a recorrer el circuito que conduce por la empedrada calle de los Caballeros hasta los paredones del palacio. A la sombra de un pino que emerge del patio medieval contemplo Rodas con el traj¨ªn de las barcas. Si cierro los ojos, una luz de cal me traspasa los p¨¢rpados, pero eso no me impide pensar en los azules caminos del mar. Por esta isla han pasado todos. Primero fueron los extra terrestres; luego, los monos, seguidos de los descendientes de Ad¨¢n. Hubo un desfile de fenicios, acueos, dorios, helenos, romanos, godos, ¨¢rabes, genoveses, catalanes, venecianos, otomanos, italianos, griegos actuales, y ahora, de nuevo, Rodas est¨¢ en poder de los extraterrestre s, que sor esas bandadas de rubios en pantal¨®n corto con el petate plegado dentro de un macuto en la espalda. Lo devoran todo, se alimentan de ruinas, duermen en la vertical de su cansancio con los ojos en llamas, trepan por las escalinatas, van dejando un hedor a zapatilla podrida, pero les salva la propia soledad. La verdadera plaga moderna est¨¢ constituida por los turista de agencia. Es uno de los grados inferiores de la dignidad humana. Pero no hay que ser demasiado exigentes. Cicer¨®n tambi¨¦n vino a esta isla a veranear. Lleg¨® con un grupo de patricios conducido por una gu¨ªa que le explic¨® vaguedades acerca de los dioses ind¨ªgenas.
En Rodas, las playas est¨¢n abarrotadas con la carne m¨¢s hermosa de Escandinavia, y sobre esa extensi¨®n de cuerpos desnudos creo escuchar un salmo de tinieblas. Me pierdo por los ver?cuetos de la parte antigua, donde hay menestrales trabajando en peque?os talleres y huele a tahona. Los perros duermen a la sombra de los tenderetes de postales y recuerdos, las chicharras cantan, dentro de los sacos ronca al sol una ristra de n¨®rdicos, todo el mundo est¨¢ sudando, el cielo es de fuego. Bajo el emparrado de la taberna de Alexis, en la calle de S¨®crates, tomo unas ostras rodeado por un plantel de gatos, y ya no hay m¨¢s.
Al atardecer, cuando las murallas medievales de Rod.as adquieren un dorado de pan candeal, el barco zarpa rumbo a Creta, y en el puente, un hortera de molde reparte a los pasajeros disfraces para la fiesta de esta noche. No creo que haya en el mundo aguas m¨¢s azules, m¨¢s deseadas. La traves¨ªa de Rodas a Creta es una aspiraci¨®n de belleza, un sue?o de la mente, pero ya no existen trirremes cargados de ¨¢nforas vinarias, sino cruceros de placer donde cualquier impostor de la felicidad impone sus gustos. Lo doy todo por bien empleado si puedo volver a ver al pr¨ªncipe de los lirios en el Museo de Herach¨®n y el fresco de los delfines en el palacio de Cnossos. Mientras, de noche, el barco navega sobre la sima m¨¢s profunda del Mediterr¨¢n¨¦o y sigue la ruta sagrada de aquellos mercaderes que inventaron la libertad juego al black jack con la tigresa de u?as afiladas para interrogar al dios que est¨¦ a mano. En la sala de baile, algunos pasajeros saltan en la pista con narices de cart¨®n, vestidos de pach¨¢ o de odalisca de Guanajuato. La tigresa me ha limpiado hasta el alma. A cambio de eso, ma?ana la vida me har¨¢ un buen regalo: podr¨¦ contemplar otra vez aquellas muchachas azules que florecieron en la civilizaci¨®n de Minos.
Palacio de CnossosCreta es una isla con cordilleras traspasadas por la luz que desciende del monte Ida, en cuya c¨²spide danza la ninfa Idea, y su paisaje est¨¢ lleno de valles con peque?os pueblos entre frutales y limoneros, donde puede verse a un pope cabalgando a un pollino en direcci¨®n a la iglesia, pero la ciudad de Heracli¨®n es un lugar destartalado y el barco ha atracado en este puerto s¨®lo porque a cinco kil¨®metros de distancia se encuentran los residuos del palacio de Cnossos, asentados sobre el laberinto del Minotauro. Hay que ser muy bello por dentro para merecer estas ruinas. Aqu¨ª se cre¨® oficialmente el derecho del hombre a ser feliz. En Cnossos no hab¨ªa murallas, sino diosas de areffla que exhib¨ªan el sexo inflamado.
Sin duda, m¨ªster Evans, el arque¨®logo ingl¨¦s que aflor¨® estas piedras, era un tipo muy amable. Mand¨® plantar pinos y construy¨® un t¨²nel de buganvillas que dan una sombra violeta. Desde esa sombra admiro las columnas de color sangre con capiteles negros, algunos frescos con v¨ªrgenes oferentes y diversas escalinatas, y de pronto me viene a la memoria aquella ma?ana de primavera, cuando, estando yo en este mismo lugar, se desat¨® una tormenta de car¨¢cter ol¨ªmpico y comenz¨® a caer granizo entre rel¨¢mpagos azules en forma de corona. Bajo la oscuridad de las nubes, todas las ruinas del palacio de Cnossos se cubrieron de hielo. Pero la tormenta ces¨®. Sali¨® otra vez el sol, con gran vigor, y al Iluminar el granizo, todo este laberinto brill¨® como un diamante y fui cegado por un momento, y de aquel esplendor todav¨ªa no me he recuperado. Ahora cantan las chicharras, y este valle de vi?edo y cipreses, que antes era alveolo de un r¨ªo con barcazas llenas de sacerdotes, a¨²n est¨¢ a merced de mirlos y alondras.
Poco importa que no sea cierto. En Creta naci¨® Zeus, aqu¨ª se uncieron los bueyes por primera vez, y en sus restos no se encuentran espadas, ni lanzas, ni bastiones, sino vasos rituales, joyas de oro, tablillas con signos misteriosos e im¨¢genes de deportes sagrados, delfines, fiestas en los jardines, muchachas coronadas de guirnaldas, mancebos jugando al toro. Noventa ciudades hab¨ªa en Creta y ninguna ten¨ªa murallas, ya que su poder en el mar era absoluto, y eso permit¨ªa a aquellos seres desnudos bajo el sol adorar s¨®lo a la diosa de la fertilidad. Minos era un rey legislador y su paz dur¨® 1.000 a?os.
Esta civilizaci¨®n que fecund¨® a Micenas, tal vez se constituye en un sue?o de perfecci¨®n. Aqu¨ª no existen los h¨¦roes de m¨¢rmol. Todas las grandes batallas se libran en Creta dentro de una vasija de cristal de roca decorada con marfil dorado en el cuello y con un asa de perlas. He vuelto a admirar el sarc¨®fago de Aguia Triada, con sus frescos de ceremonias funerar¨ªas; los p¨¢jaros azules y los acr¨®batas taurinos; los j¨®venes minoleos de delgada cintura que portaban ritones en las procesiones de primavera; las abejas de oro libando una gota de miel; la famosa parisi¨¦n sacerdotisa de la diosa de las serpientes; los toros, que eran el s¨ªmbolo de la fecundidad de la Tierra. En efecto, esta gente parec¨ªa muy feliz. Estaba envuelta en perfumes agrestes y colores delicados. Trabajaba sobre materiales dom¨¦sticos y cabalgaba delfines. Recib¨ªa la muerte como una coronaci¨®n, despu¨¦s de navegar toda la vida en el tr¨¢fico de mercanc¨ªas. Pero de repente todo termin¨® de forma abrupta. No lejos de Creta, una noche son¨® un terrible zambombazo y las entra?as del Egeo se abrieron. El terremoto de Santorini levant¨® la mar 200 riletros. Primero, el volc¨¢n cubri¨® de cenizas este palacio de Cnossos; a continuaci¨®n lleg¨® la lengua de agua. La civilizaci¨®n de Creta qued¨® aniquilada para siempre en s¨®lo media hora. La felicidad se fue para abajo. Y desde entonces todav¨ªa est¨¢ en la memoria.
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