Una imagen imborrable
Queriendo escapar acaso de penosa pesadilla, distraer la atribulada imaginaci¨®n y levantar el ¨¢nimo abatido, se emprende un viaje, se recorren ciudades que apenas conoc¨ªa uno o donde nunca antes hab¨ªa estado, se visitan templos antiguos, se demora uno en hermosos parajes, parques umbrosos y callados; y al cabo, ?qu¨¦ es lo que queda de todo ese vagar? Quiz¨¢ lo ¨²nico que con alguna fijeza se mantiene al regreso en el recuerdo sea alg¨²n detalle nimio, una insignificante peque?ez, el vuelo repentino de un p¨¢jaro que abandona la ramita en que estaba posado, la cara sonre¨ªda de una anciana tras el, vidrio de su ventana, las notas claras salidas de un piano oculto... Lo que, despu¨¦s de un viaje tal por el centro de Europa, acude hoy con insistencia a mi memoria una vez y otra es cierto cuadro de Brueguel visto en el Museo de Budapest, un peque?o lienzo donde el artista pint¨® la escena, tantas veces reproducida, de la crucifixi¨®n de Cristo, con la rara particularidad de que ah¨ª el Cristo aparece acompa?ado en su martirio, no s¨®lo por la tradicional pareja de ladrones de que los Evangelios nos hablan, el ladr¨®n malo y el que con gramatical impropiedad llamamos Buen Ladr¨®n (aunque qui¨¦n sabe -se me ocurre pensar- si por iron¨ªa resultar¨¢ estar bien antepuesto el calificativo, ya que este bianaventurado supo en verdad robarse a ¨²ltima hora una salvaci¨®n que por sus obras no le pertenec¨ªa, dando con ello el primer ejemplo de la eficaz gracia divina); acompa?ado nuestro Salvador en el cuadrito de Brueguel -iba diciendo-, no s¨®lo por los ladrones consabidos, sino por una multitud de otros ajusticiados.Supongo que la impresi¨®n tan fuerte -diriase que indeleble, casi obsesiva- con que la obrita parece por ahora haber quedado grabada en mi memor¨ªa se debe a esta particularidad suya. Grotescamente, viene a asoci¨¢rsele, adem¨¢s, el recuerdo de una pel¨ªcula de a?os recientes, donde el grupo brit¨¢nico de los Monty Python parodia en forma blasfema los episodios de la vida, pasi¨¦n y muerte de Nuestro Se?or Jesucristo mediante un personaje liamado Bryan, logrando un abominable efecto c¨®mico culando, al presentarlo crucificado entre una multitud de otros reos, hace que desde sus respectivas cruces muevan, todos a comp¨¢s la cabeza para acompa?ar el ritmo de una musiquilla trivial. El arte (y arte hab¨ªa en esa pel¨ªcula) incurre a veces en semejantes excesos del humor negro doblado de irreverencia cuandio la tortura queda lejos de la experiencia com¨²n o cuando, al contrario, la cotidianidad del espect¨¢culo de la crueldad humana ha endurecido los corazones. Evoco a prop¨®sito el desagrado con que unos amigos y yo presenciamos en la d¨¦cada de los cincuenta una representaci¨®n de Androcles and the lion, la comedia de G. Bernard Shaw que fuera delicia nuestra en los felices a?os veinte. Sent¨ªamos en esa nueva ocasi¨®n que el tema del martirio no puede ponerse en solfa como ah¨ª se lo pone- que el martirio no debe ser materia de broma. Ante las de Shaw, era inevitable para aquellas fechas en que se adaptaba mejor a nuestros paladares un tratamiento dram¨¢tico del tema como el que le hab¨ªa dado Sartre en Les morts sans s¨¦pulture, pensar -por contraste con la ligereza de Shaw- en la profunda seriedad del Polyeucte de Corneille.
Pero consideraciones son ¨¦stas que, al acentuar el aspecto humano y temporal de la cuesti¨®n, amenazan desenfocarla desvi¨¢ndonos de su centro teol¨®gico: la doble naturaleza del Cristo. Mi asociaci¨®n mental del piadoso cuadro antiguo con la imp¨ªa pelicula de ayer expresa por v¨ªa inconsciente una a manera de sutil protesta, afirmando que en todo caso reducir el Crucificado a un crucificado m¨¢s, es decir, a la corn¨²n condici¨®n de quienes en el Valle de l¨¢grimas padecemos las diversas aflicciones de la carne doliente y mortal, asimilar la persona de Jes¨²s a la de Bryan o cualquier otro qu¨ªdam, es olvidar su naturaleza divina. Sin embargo, tampoco cabe prescindir her¨¦ticamente de su encarnaci¨®n humana, de la efectividad de sufrimientos comparables a los padecidos por los dem¨¢s. Y, sobre todo, el sufrimiento del abandono en la soledad a la hora de la muerte. Jes¨²s lo ha experimentado ya la noche antes, cuando, mientras que¨¦lagon Izaba en el huerto de Getseman¨ª, hu¨ªan sus disc¨ªpulos a refugiarse en las cuevas del sue?o. Lo experimentar¨ªa despu¨¦s sobre la cruz, a la hora suprema de entregar el esp¨ªritu, clamando contra la ausencia de Dios. ?Pueden acaso rnitigar su soledad quienes a su lado est¨¢n muriendo tambi¨¦n, cada cual clavado a su propia cruz? Enga?osa compa?¨ªa. Pero si alguno, por gracia divina, alcanza la promesa de salvaci¨®n y vida eterna, en ¨¦sta gozar¨¢ de la comuni¨®n de los santos, participando de la trascendente naturaleza sobrehumana del Cristo. La escena del Calvario con el Crucificado entre dos ladrones lo expresa elocuentemente. En cambio, la abrumadora acumulaci¨®n de sufrientes innumerables sugiere m¨¢s bien la desolaci¨®n de una definitiva desesperanza. Por eso me obsesiona un poco el cuadrito de Brueguel que he visto en el Museo de Budapest. No s¨¦ si estas reflexiones me ayudar¨¢n a librarme de su recurrente imagen.
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