"Ni a irse ni a quedarse: a resistir"
A los que como n¨¢ufragos de asfalto resisten el agosto capitalino, Madrid les regala la libertad del solitario. La escasez de pr¨®jimo es ben¨¦fica para el esp¨ªritu, pero lo que est¨¢ claro, despu¨¦s de los siete veranos que el autor ha estado gateando en Madrid, es que la cuesti¨®n no es ni irse ni quedarse, sino todo lo contrario.
De repente, en el verano, me suele asaltar el recuerdo de una an¨¦cdota tan graciosa como significativa (para m¨ª, por supuesto). ?bamos en coche por la rambla que, en Montevideo, va ensartando playas como abalorios que brillaran al sol. Conduc¨ªa una presunta arist¨®crata y nuestra conversaci¨®n se desarrollaba con correcto aburrimiento rec¨ªproco mientras circul¨¢bamos al borde de las rocas ba?adas por un tambi¨¦n presunto mar. Pero, cuando desembocamos junto a una playa hirviente de ba?istas -algo as¨ª como 2,5 por metro cuadrado de arena invisible-mi acompa?ante exclam¨®: "?Qu¨¦ asco; con raz¨®n aqu¨ª no viene nadie!". Esta sentencia memorable marc¨® a fuego nuestra relaci¨®n. Vale decir que no volv¨ª a verla a partir de ese d¨ªa porque, casualmente, yo tampoco era nadie.
Pero, qui¨¦rase o no, el roce con gente fina siempre deja rastros indelebles y debo reconocer que, gracias a esa se?ora, ahora soy capaz de valorar -estrujado hasta la deshidrataci¨®n por este caprichoso verano madrile?o- las bondades que emanan de la merma de pr¨®jimos en un entorno torrefacto, ya sea para el esp¨ªritu o para sus gl¨¢ndulas anexas. Confiado en este don sacrosanto -y en mi calidad de gato con permiso legal y no por eso con siete vidas, sino con siete veranos madrile?os a mis calcinadas espaldas- aventuro que, quienes resistimos a pie firme en esta villa y corte, sus muy fieles y muy reconquistadores, nos convertimos durante los veranos unas veces en n¨¢ufragos voluntarios y otras en arque¨®logos aficionados. Parece evidente que, para ambas vocaciones, lo m¨¢s abominable son los intrusos y esto es lo que se pretende demostrar.
Entre los innumerables mitos que rigen los destinos de Madrid, figura uno t¨¢citamente admitido con fuerza y apariencia de real decreto: en agosto, medio mundo a tomar puerta. Aire, caballeros, que, entre el sol de injusticia y la horda -que sois vosotros, los tr¨¢nsfugas- nos, los muy fieles etc¨¦tera, no podr¨ªamos respirar ni dar un paso. Planteada as¨ª la cosa, todo pr¨®jimo que se nos cruce en el camino durante la can¨ªcula no dejar¨¢ por eso de ser un gato, si es que lo es o merece serlo, pero negro. Vale decir un sujeto sumamente gafe y sospechoso de violar dicha real ordenanza.
Pero vayamos ya al caso de los n¨¢ufragos de verano. Cuando nos toca o elegimos desempe?ar ese papel, solemos adoptar la personalidad de solterones empedernidos, vejetes m¨¢s bien verdosos o mis¨®gamos que, en habiendo expulsado de la meseta a la familia rumbo al horroroso y probablemente irreparable exilio de las costas y dem¨¢s espejismos geogr¨¢ficos, nos disponemos a gozar de ese tipo de libertad que ¨²nicamente la soledad puede proporcionar.
Como este a?o me ha tocado el papel de arque¨®logo, s¨¦ame permitido describir desde fuera los espec¨ªmenes de n¨¢ufragos que no tengo m¨¢s remedio que observar desde mi terraza. Uno de ellos, en especial, me trae mal. Como un cangrejo ermita?o, se desplaza de una concha a otra, en este caso de la sala al dormitorio y as¨ª sucesivamente, a medida en que crece su felicidad. Como buen cangrejo, tiene pinzas que utiliza para pinchar, uno tras otro, discos obsoletos. Se desquita de su hijo, a quien mand¨® con el rock and roll a otra parte, infecta el aire a toda hora con gangosos, desmesurados decibelios emitidos por tenorinos muertos o cupleteras perniciosas. Estamos ante un caso t¨ªpico de n¨¢ufrago en balsa pues, que yo sepa, no se mueve de casa.
En el edificio contiguo y dos pisos m¨¢s abajo habita otro, pero en plan Robinson. Despidi¨® a su familia, se fue al Rastro y se compr¨® un guacamayo. Fatiga sus ocios con el bricolaje, dir¨ªa Georgie. Pero lo que realmente fatiga al personal son los chillidos del pajarraco. Est¨¢ claro que se trata de un n¨¢ufrago isle?o. Lo he visto escaparse a la ca¨ªda del sol en busca de nocturnidad y alevos¨ªa, ya sea en las terrazas o vaya a saberse en qu¨¦ otros antros de vicio y perdici¨®n. Doy fe de que no viola su status de n¨¢ufrago porque, el d¨ªa despu¨¦s de la noche anterior, tiene todo el aspecto de haber imaginado, transido por la a?oranza, lo que haya podido ocurrir en la civilizaci¨®n perdida.
A resistir
El n¨¢ufrago no huye de los intrusos -los ignora- y el arque¨®logo de verano pretende un Madrid vac¨ªo. S¨®lo para ¨¦l y unos pocos elegidos. En mi caso, cuento con una ventaja: la capacidad de volver invisibles a las personas, excepci¨®n hecha de suecas, gatas fuertes de caderas o sea el famoso 25%. ?Oh, cu¨¢n lejos me hallo de la perfecci¨®n! Pese a ello, puedo deambular por una ciudad 'fantasma aunque adivine -como en los malos decorados de algunas pel¨ªculas del Far West- que detr¨¢s de las paredes se api?a una multitud de extras, electricistas y carpinteros, una selva de cables y ca?os retorcidos, manadas de ordenadores rumiando dividendos y ganancias inalcanzables para la mayor¨ªa de los mortales.
Madrid, en el verano, es un desierto aparente que se deja descubrir y amar -tanto en su hermosura como en su fealdad- sin que nos sorprenda que el aire acondicionado siga funcionando dentro de algunas estructuras ni que siga fluyendo la rubia cerveza de manantiales de loza y cromo. Madrid, a la que nunca terminar¨¦ de conocer y apreciar, me pertenece en la totalidad de sus arquitecturas quietas, recalentadas bajo su codiciado sol.
Pero todo es perfecto hasta que topamos con una caravana de buses que se detiene y derrama su relleno de seres en otra longitud de onda y uno imagina lo que hubieran sentido lord Carnarvon y Carter si, al penetrar en la tumba de Tutankam¨®n, hubieran hallado a un grupo de turistas americanos fotografiando el sarc¨®fago y mascando chicles. Huimos entre el polvo de m¨¢s o menos hist¨®ricos soportales y nos prometemos que el pr¨®ximo verano seremos n¨¢ufragos. Perspectiva que no nos satisface.
Tiene que haber un m¨¦todo contra la horda. Entonces, nos vienen a la cabeza unos versos de un excelente poeta de cuyo nombre decido no acordarme: "Ni a irse ni a quedarse: a resistir". Lo intentar¨¦ y puede que sirva, aunque no estoy seguro porque el poeta dio con su lira en el exilio. Pero ¨¦sa es otra historia, dir¨ªa Rudyard.
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