La droga, entre la moral y el derecho
?Corresponde al Estado establecer las normas de la moral y garantizar su cumplimiento mediante la alternativa de c¨¢rcel u otras penas? Cuando, de muchacho, estudiaba yo la carrera de leyes se nos sol¨ªa explicar a los alumnos la diferencia que existe entre la esfera normativa de la ¨¦tica y la esfera normativa del derecho. Distingu¨ªamos bien las prescripciones legales que se le imponen al ciudadano para mantener el necesario orden civil, y los preceptos de la moral, que obligan a cada conciencia, pero que no pueden impon¨¦rsele a los particulares por v¨ªa autoritaria. Tambi¨¦n se nos hac¨ªa ver c¨®mo, a lo largo de la historia, los poderes p¨²blicos, sobre todo cuando en ellos concurr¨ªa lo religioso con lo pol¨ªtico, han tendido a invadir la conciencia del individuo, confundiendo orden civil y moralidad, tendencia ¨¦sta que, precisamente por aquellos mismos a?os en que yo era joven estudiante, se manifestaba de manera rampante en la pr¨¢ctica del fascismo y del comunismo, para cuyos respectivos doctrinarlos la pol¨ªtica era una religi¨®n.A la fecha de hoy, Espa?a dista mucho de ser un Estado totalitario o confesional; y sin embargo, d¨ªas atr¨¢s un ministro del Gobierno ha calificado de inmoralidad en el caso de un debate acerca del problema de la droga su pretendida legalizaci¨®n. Es muy de suponer que se trata de un desliz sin trascendencia, pues no puede suponerse, en camino, que el se?or ministro se considere llamado a velar por la pureza de las costumbres privadas castigando las desviaciones con los recursos del poder, cuando ya los obispos parecen haber renunciado a invocar su ayuda (quiero decir: la del poder p¨²blico) en la misi¨®n pastoral que a ellos pertenece.
Ciertamente, el problema de la droga tiene un alcance social que, desde luego, lo coloca en el campo de competencia de los Gobiernos, aparte de cualquier veleidad que pudieran sentir de castigar el vicio. Y es en este terreno de sus efectos sociales, en cuanto cuesti¨®n de orden p¨²blico, donde debe plantearse el problema, discutirlo y buscarle soluciones. Harto complejo se muestra ya en estos t¨¦rminos, para que todav¨ªa vayamos a interferir en la discusi¨®n consideraciones ¨¦ticas que, con todo, pugnan por incidir en el tema de diversos modos, como ocurre con las disquisiciones -de todo punto inconducentes- acerca de si el adicto es un vicioso o es un enfermo, o tal vez un suicida de escasos arrestos...
De hecho, el debate se encuentra abierto en el foro internacional, que es donde, en efecto, puede conducir a resultados pr¨¢cticos. A principios de agosto actual, la revista norteamericana Time dedicaba una amplia inf¨®rmaci¨®n al papel que Espaf¨ªa est¨¢ desempe?ando, muy a pesar nuestro, en la difusi¨®n mundial de las drogas. Pero, claro est¨¢ que no es algo ello que afecte s¨®lo a un pa¨ªs determinado y que deba preocupar a un solo Gobierno (Espa?a, foco de un feo problema, titulaba su informaci¨®n Time), sino a todos los pa¨ªses y a todos los Gobiernos. En este problema, como en tantos otros, se tropieza hoy con la misma dificultad: mientras que los grandes retos de nuestra ¨¦poca tienen dimensiones globales, hay que hacerles frente desde instancias gubernamentales limitadas y cortas, incapaces por eso de bregar con la situaci¨®n indeseable. El comercio de la droga est¨¢ condue por una organizaci¨®n m¨¢s eficaz que la acci¨®n represiva de los Estados particulares a que se extiende, de manera tal que s¨®lo una decisi¨®n conjunta de los diversos Gobierrios ser¨ªa capaz de reducirlo a proporciones soportables. En qu¨¦ haya de consistir esa decisi¨®n conjunta debiera ser precisamente la materia a debate. Y para que ¨¦ste se ci?a a t¨¦rminos precisos, que esclarezcan bien el problema y apunten hacia su efectiva soluci¨®n, habr¨¢ que distinguir en forma neta sus diferentes aspectos.
Partiendo del hecho, consabido e incontrovertible, de que en toda sociedad humana ha habido siempre personas que buscaban y hallaban estimulaci¨®n o sosiego en determinadas sustancias de diverso efecto t¨®xico, tendr¨ªamos que analizar ante todo las causas de que en la nuestra actual se haya extendido e incrementado el consumo de drogas estupefacientes hasta el extremo a que ha llegado. Salta a la vista, en primer lugar, la falta de perspectivas y de pautas de conducta que aflige a multitud de individuos, en particular a los j¨®venes, en una sociedad sometida a transformaciones cuya rapidez las hace necesariamente traum¨¢ticas. Disoluci¨®n de los v¨ªnculos familiares, p¨¦rdida de creencias (religiosas, ideol¨®gicas, etc¨¦tera), sentimiento de soledad y abandono entre las grandes aglomeraciones urbanas y algunos otros rasgos bien conocidos suelen aducirse para explicar que las personalidades m¨¢s d¨¦biles y vulnerables huyan a refugiarse en las drogas, que es una manera de sustraerse a la realidad y responsabilidades de la vida. Son condiciones frente a las cuales ning¨²n Gobierno tiene el remedio, aunque sea m¨ªsi¨®n de los gobernantes afanarse por corregirlas y aliviarlas en la medida, ciertamente escasa, en que ello se encuentre dentro de sus posibilidades.
En segundo lugar, tendr¨ªamos que considerar el efecto de la prohibici¨®n del consumo y venta de drocas su penalizaci¨®n por parte del Estado. Hay, que tener muy en cuenta que ¨¦ste es un factor nuevo en nuestra sociedad. Durante el tiempo de mi juventud y todav¨ªa bastante despu¨¦s, las drogas estaban a disposici¨®n de quien quisiera adquirirlas en la farmacia. Precisar el proceso que condujo a dicha prohibici¨®n y apurar las causas que originalmente lo desencadenaron, sin descuidar acaso el factor del puritanismo norteamericano donde hubo de originarse, ser¨ªa indispensable para establecer sus resultados y averiguar si en realidad ha frenado el consumo de las drogas vedadas o, al contrario, lo ha estimulado. Sabido por dem¨¢s es que la prohibici¨®n autoritaria invita a desafiarla y constituye un aliciente para reafirmar el yo deprimido. Pero esto no es lo m¨¢s importante. Lo decisivo es que la prohibici¨®n, al encarecer enormemente el producto, que ahora s¨®lo puede adquirirse por v¨ªas clandestinas, da lugar a esa organizaci¨®n formidable que no s¨®lo distribuye la mercanc¨ªa a un precio elevad¨ªsimo, sino que tambi¨¦n la adultera en deterioro de la salud de sus consumidores: es el cuadro, ampliado, de lo que ya se vio en su d¨ªa con la prohibici¨®n de bebidas alcoh¨®licas en Estados Unidos. Ahora bien, esa organizaci¨®n clandestina no se limita, algo que ya ser¨ªa mucho, a satisfacer la demanda del producto prohibido; tambi¨¦n se aplica a crear esa demanda, enganchando a la droga cada vez nuevos clientes, hasta el criminal extremo de propagarla entre los ni?os de las escuelas. No me parece aventurado adelantar la conclusi¨®n de que prohibirla y penalizarla ha contribuido, y muy poderosamente, a extender su consumo y agravaar el problema, convirti¨¦ndolo de paso en problema de seguridad ciudadana, por cuanto los adictos impecunes deben acudir a la violencia delincuente nara procurarse por cualquier medio la dosis que ans¨ªan.
Finalmente, quedar¨ªa por examinar el remedio o posible alivio de una situaci¨®n que, seg¨²n todo el mundo reconoce, se ha hecho insufrible ya. Una cosa es evidente: la despenalizaci¨®n, si hubiera de efectuarse, tendr¨ªa que llevarse a cabo de manera coordinada en todas partes. Decretada por un solo Gobierno, convertir¨ªa de inmediato al pais correspondiente en dep¨®sito franco para el comercio de la droga y -entro de atracci¨®n de sus adictos. Ser¨ªa, pues, indispensable poner en pr¨¢ctica de forma conjunta y concertada, quiz¨¢ paulatina, acaso oficialmente controlada, la liberaci¨®n de su venta. Pero ello requiere un acuerdo firme entre los Gobiernos de los pa¨ªses afectados, y de modo principal Estados Unidos. Mi impresi¨®n, seg¨²n veo las cosas, es que de ellos tal vez pueda partir tambi¨¦n la iniciativa para rectificar el funesto error cometido cuando se quiso convertir al poder p¨²blico en guardi¨¢n de la moralidad privada.
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