La respuesta del antropofago
En las corridas de toros que con motivo de las fiestas patronales se celebran en la villa euskalduna de Azpeitia, en una placita armoniosamente abierta al paisaje rural de la monta?a, la tradici¨®n impone unos minutos de interrupci¨®n tras el sacrificio de la tercera res para, presente a¨²n ¨¦sta y el p¨²blico puesto en pie, escuchar un zortziko que evoca la muerte por asta de toro en la misma plaza de un banderillero oriundo de la villa. Despu¨¦s prosigue el festejo entre intervalos de silencio expectante, acompa?amientos musicales con txistu y dulzaina y exclamaciones o comentarios de los espectadores, efectuados mayoritariamente en euskera, tanto en las met¨¢foras utilizadas para describir tal o tal peripecia (mozkortu cuando el toro se tambalea), como en los t¨¦rminos con los que se designa a los protagonistas (oinezkoetan para referirse a los de a pie).Es perceptible la ausencia en la placita de todo s¨ªmbolo que pudiera evocar las tentativas de vampirizar la fiesta reduci¨¦ndola a expresi¨®n de una identidad all¨ª problem¨¢tica. M¨¢s generalmente, se dir¨ªa que el pueblo euskaldun, y casi exclusivamente abertzale de Azpeitia, se ha impuesto preservar a la tauromaquia de ser instrumentalizada en diatribas ideol¨®gicas que, en aquel contexto, supondr¨ªan tener que renunciar a ella. Resistencia, en suma, a que en el ,entramado cultural, y pol¨ªtico del Pa¨ªs Vasco, los componentes m¨¢s artificiosos y ast¨¦nicos del conflicto (aquellos en los que no se juega ni el destino de la lengua vasca, ni el modelo de estructuraci¨®n social) puedan suponer la p¨¦rdida de un espect¨¢culo vivido realmente como promesa singular¨ªsima (y por ello mismo, irrenunciable) de fiesta. Fiesta, repit¨¢moslo, para espectadores radical y conscientemente opuestos a toda la parafernalia simb¨®lica a ella enganchada.
Algo de lo que precede podr¨ªa, con los necesarios matices, ser referido a lugares como Saint Gilles, en la Camarga francesa, villas del Algarve, ciudad de M¨¦xico, o aun esos pueblos andinos donde, al parecer, el juego del toro ha integrado ritos arcaicos vinculados a la espor¨¢dica aparici¨®n y captura del c¨®ndor. En todos ellos (con sus diferencias respecto a las causas y al arranque temporal de la tradici¨®n) la tauromaquia es popularmente defendida con el dogmatismo ingenuo de aquel que la homologa a belleza sustentada exclusivamente en la racionalidad y la valent¨ªa (la superaci¨®n de s¨ª), es decir, los ingredientes fundamentales de toda tarea propiamente humana.
En la plaza de Azpeitia, en el instante lit¨²rgico del zortziko. cuando despu¨¦s el tendido se recreaba en la delicadeza de un gesto (una mano derecha abierta-en ofrenda), o cuando se hallaba suspendido al efecto de una mu?eca docta en el lev¨ªsimo giro apto a modificar toda la ordenaci¨®n espacial... al compartir un estupor que lo era en definitiva frente a la potencia del clarojuicio de un hombre, recordaba con rabia la expresi¨®n despectiva de todos aquellos cuya boca se llena de sarcasmos al escuchar el menor v¨ªnculo entre la tauromaquia y los t¨¦rminos est¨¦tica, sensibilidad, civilizaci¨®n o arte. "Si esto es arte, entonces una fiesta de antrop¨®fagos es un rito gastron¨®mico". Sin el m¨¦rito de haberla fraguado, los delicad¨ªsimos antitaurinos repiten a saciedad tal frase chispeante. Los aficionados -los 3.000, concretamente, que llen¨¢bamos la plaza de Azpeitia- ser¨ªamos, pues, antrop¨®fagos que encubren sus infrahumanas pr¨¢cticas bajo el rimbombante t¨ªtulo de arte. En tal miseria el torero representar¨ªa la estrafalaria figura del destripador que se equipara a Mozart.
El antitaurino (a diferencia de aquel a quien simplemente los toros no interesan) no se limita en ning¨²n momento a expresar no coincidencia de gustos, sino que carga tal disparidad de connotaciones valorativas que le erigen en modelo ¨¦tico: sensible ante el dolor ajeno; capaz de apertura, concretamente a la alteridad del animal y a la peculiaridad de su sentir;capaz, en fin, de subordinar las propias pulsiones y sacrificarlas en la medida en que afectan a otro.
Carente de fisura interna, el antitaurino es radical en la defensa de su opini¨®n, no mediatizada, desde luego, por el di¨¢logo (en el sentido cabal del t¨¦rmino, que implica potencia transformadora de cada uno de los polos en presencia), y ni siquiera por la experiencia. Verdad apod¨ªctica es para ¨¦l que a los aficionados nos motiva esencialmente el sufrimiento del animal; o quiz¨¢ el del hombre; o el de ambos a la vez. Por supuesto que todo ello, por incompatible con su dignidad, le aleja de nosotros. Autosatisfacci¨®n que, en los casos m¨¢s extremados de desprecio, alcanza la forma grotesca del farisaico "gracias por no ser como ¨¦se".
Pero quiz¨¢ la modalidad hoy m¨¢s en boga del antitaurino sea la de aquel que argumenta sobre la base del car¨¢cter anacr¨®nico de una fiesta incompatible con el marco geogr¨¢fico y el modelo cultural en el que nos insertamos, incompatible, en suma, con la condici¨®n de europeos. Curiosamente, no se evoca incompatibilidad alguna con otras culturas cercanas en las que la tauromaquia constituye algo perfectamente ex¨®tico. No hay toros en Marruecos ni en la Mauritania negra, pero tal diferencia parece no ser significativa. Que la tauromaquia no ayude a vinculamos con ?frica es poco grave; grave es que tal cosa ocurra respecto a lafin¨ªsima Europa. Esa Europa que a base de encubrir lo que la ha forjado en la asepsia de un modelo cultural uniformizante y ast¨¦nico tiene -sobre todopara el reci¨¦n llegado al clubbula. Una pregunta al respecto: los aficionados (entre los que me cuento) al bel canto, que hoy goza de tanto prestigio, ?tienen suficientemente presente que la ¨®pera tuvo su momento ¨¢lgido en el esplendor de los castrati, personajes mutilados exclusivamente en funci¨®n de exigencias vocales, y que en el siglo XVIII llegaron a protagonizar los principales papeles, tanto masculinos como femeninos? Con la prohibici¨®n de los castrati, dec¨ªa Rossini a Wagner, empezaba la decadencia irremediable del bel canto. ?Renunciaremos a la obra del maestro de Pesaro por reposar en tal radical convicci¨®n?
Somos los taurinos gente predispuesta a la evocacion, predispuestos a recrearnos en im¨¢genes, figuras o atm¨®sferas de lo pasado o perdido. Hay, pues, cierta complacencia en aparecer aislados en el marco social que nos rodea, condenados quiz¨¢ por el devenir y el progreso. Mas el antitaurino interpreta tal sentir en un sentido literalmente humillante, equipar¨¢ndonos a alguien que manteni¨¦ndose erguido por la fuerza de las circunstancias tuviera permanente nostalgia de la marcha a cuatro patas o de la condici¨®n de larvas. El antitaurino no disiente, desprecia. Por ello mismo, m¨¢s que enemigo de la fiesta de los toros lo es de la fiesta en general, de todo aquello que, por comprometer indisociablemente alma y cuerpo, supone otra cosa que la decrepitud y el aburrimiento que, correlativamente a la ferocidad, la explotaci¨®n y el narcisismo, van adue?¨¢ndose de la cultura europea.
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