Llegada a la capital
No hay mes menos oportuno para que un sedentario abandone Madrid que el de agosto. Afortunadamente recluido en la reserva de fumadores, a¨²n no me explico c¨®mo he podido arrancarme de la paz augusta del barrio, de sus ma?anas desiertas y abrasadas, de los inacabables ocasos en la Moncloa, de los tel¨¦fonos mudos y de las aceras sin morros de autom¨®viles. Pero basta de reflexiones sobre el sedentarismo cr¨®nico y a comprobar si este p¨¢jaro lleva la direcci¨®n adecuada.Como suele ocurrir en los aviones, vamos por el buen camino, seg¨²n la posici¨®n del Sol a esta hora primera de la tarde; es decir, vamos por el puente a¨¦reo hacia Barcelona, lo que resulta moment¨¢neamente familiar. Como suele ocurrir en estas fechas, el avi¨®n vuela atestado y, a poca atenci¨®n que se dedique al pasaje, pronto se descubren las dos partes radicalmente diferenciadas en que los viajeros se dividen y que, en los pr¨®ximos d¨ªas, ser¨¢n las dos partes en que el reci¨¦n dimitido sedentario dividir¨¢ a la humanidad.
La mayor¨ªa, al menos lo que por la bullanga parece la mayor¨ªa, est¨¢ constituida por juventud italiana, que regresa de cursos de verano en C¨¢diz, Santander o Cuenca, hartos de gazpacho, con a?oranza de la pasta y jugando a hablar en castellano. La minor¨ªa, o al menos lo que por el sosiego parece la minor¨ªa, la componen coet¨¢neos m¨ªos, rejuvenecidos por la vestimenta, de varias nacionalidades y en uniforme estado de jubilaci¨®n. Quiz¨¢ ninguno de esta segunda especie hayamos tomado conciencia todav¨ªa de a d¨®nde vamos. Al no estar afectados por la cronolog¨ªa, los j¨®venes, salvo por la hartura de gazpacho, son menos sensibles al vaiv¨¦n geogr¨¢fico del origen y el destino.
A la segunda taza de un caf¨¦ tan poco italiano como detestable, decido leer la Prensa romana y, m¨¢s o menos sobre Zaragoza, me voy enterando de lo que ya me enter¨¦ por la Prensa madrile?a a la hora del desayuno. Pero (loada sea la variedad de la existencia) ahora me entero de que ayer un taxista ha escapado despu¨¦s de matar 10 pichones en el Vaticano, cacer¨ªa que le habr¨ªa costado, si llegan a, cogerle, un a?o de c¨¢rcel. La reconstrucci¨®n imaginaria del suceso, unida al bienestar que siempre me produce el avi¨®n, me van adormilando, pasado m¨¢s o menos el delta del Ebro. Cuando despierto, volamos por un cielo despejado y sobre un Mediterr¨¢neo azul¨ªsimo, tachonado de blanqu¨ªsimas crestas. Como Dante y su gu¨ªa al salir del infierno, creo estar viendo de nuevo las estrellas, pero a la inversa, (desde una posici¨®n, la de las estrellas, y a plena luz solar, que aquellos ilustres viajeros no tuvieron oportunidad de disfrutar tras su infernal caminata. En una carta, Maquiavelo asegura que nada ocurre nunca como lo hab¨ªamos previsto, ni nunca en el momento que hab¨ªamos calculado. Ni siquiera el negativo de las visiones dantescas.
Absorto en este mar estrellado, mal despierto a¨²n, proyecto, por simple asociaci¨®n mental, alcanzar esta misma tarde por el Lungo Po Machiavelli el Ponte Margherita y retroceder hasta el Largo Unione Sovietica, trozo ¨¦ste del mundo de mi especial predilecci¨®n. Poco a poco, me voy resignando, a la mostrenca realidad de que esta tarde no estar¨¦ en Tur¨ªn y, aun as¨ª, persiste el recuerdo de un paseo por la Strada del Nobile, tras una cena in collina. Pero, desde la costa catalana hasta estas aguas del estrecho de Bonifacio, donde empieza a dibujarse deslumbrantemente perfecta la punta norte de Cerde?a, ?qu¨¦ he podido so?ar yo?
Mientras sobrevolamos la primera tierra italiana, pongo el respaldo de mi asiento en posici¨®n vertical sin que nadie me lo ordene y a m¨ª mismo me ordeno seriedad antes de alcanzar el Tirreno. Ha sonado la hora del pensamiento pragm¨¢tico y de los buenos prop¨®sitos. Ante todo, debo admitir que, aunque vaya a Italia, s¨®lo voy a Roma. Y esta simple constataci¨®n de la simple realidad provoca que Roma y el imperio me caigan encima de golpe. Se acabaron las enso?aciones del esp¨ªritu sedentario. Soy un provinciano camino de la capital. Ya que conozco el t¨¦rmino de mi viaje, he de llegar totalmente sanado de sedentarismo, la enfermedad buc¨®lica del urb¨ªcola.
Entre los buenos prop¨®sitos, tan necesarios para quien no recuerda si es ¨¦sta su cuarta o quinta peregrinaci¨®n a Roma, el fundamental consiste en no ponerme urbi et orbi, excepto cuando las circunstancias lo hagan inevitable. Cuando a Roma se llega no se llega s¨®lo a Roma. Referencias literarias, las m¨ªnimas; nada de Goethe; exclusivamente (en este instante veo a Sartre maldiciendo en Piazza Montecitorio) T¨¢cito, Stendhal y Belli, y eso porque el vicio es el vicio. Museos, iglesias, fuentes y pinos (terminantemente prohibido recordar ni dos compases de Ottorino Respighi), columnas, foros y palacios, ¨²nicamente los que la Baedeker del azar nos ponga delante. O sea, calle, mucha calle. Y buena carga de paciencia en bares, restaurantes, comercios y oficinas, donde el ritmo de funcionamiento carece de la inigualable celeridad madrile?a.
Mi compa?era de viaje, que en su memoria de ordenador almacena la m¨ªa, recuerda, mientras abajo se acaba el mar Tirreno, una fotograf¨ªa arqueol¨®gica que nos eterniza a ?ngel Gonz¨¢lez y a m¨ª acodados al barandal de un buque. El documento testimonia mi primer viaje a Roma, en la compa?¨ªa, siempre arriesgada, del Virgilio asturiano. Las ideas econ¨®micas del poeta Gonz¨¢lez determinaron que la m¨¢s barata v¨ªa para trasladarse de Madrid a Roma era la mar¨ªtima. La primera etapa de este viaje odiseo termin¨®, gracias a 10 horas de ferrocarril, en Barcelona, puerto al que, por misterios orientales, llegar¨ªa con tres d¨ªas de retraso el barco turco para el que ten¨ªamos pasajes. Fue, no hay ni que decirlo, una estad¨ªa feliz, en el estilo de felicidad total que utiliz¨¢bamos por entonces, y, que una vez transcurrida dej¨¦, agotados nuestros caudales para. el resto.
Conforme se divisa ya la costa, peninsular, revivo el atardecer en que, por fin, embarcamos en la nave otomana, despedidos por nuestros prestamistas, entre los que distingo a Jaime Gil y a Carlos Barral, que hab¨ªan acudido no tanto a despedirnos sino porque no acababan de cre¨¦rselo. A punto de perder de nuevo la liquidez, precisamente por una jornada de desmesurado afecto al pastis, se cumpli¨® la escala en Marsella. Llegamos a G¨¦nova a la madrugada siguiente y, nada m¨¢s subir al tren, uno de los marineros que regresaban a La Spezia se abalanz¨® a la ventanilla y, acertadamente, como comprobamos todos agolpados en el finestrino unos segundos despu¨¦s, grito:
-?Mamma mia, che culo!
-Efectivamente, no hemos equivocado la ruta. Estamos en Italia -contest¨® ?ngel, con el suspiro del que ha temido haber llegado a Estambul.
Y, ahora, efectivamente, acabamos de penetrar en la Italia peninsular, aunque s¨®lo sea porque el avi¨®n, y el piloto sabr¨¢ por qu¨¦, ha trazado una circunferencia completa sobre la costa, antes de, acelerando perceptiblemente, poner proa al Norte. Sea viento de cola o sean ganas de llegar a casa, yo he llegado ya. Ya s¨¦ que esta noche estar¨¦ en Piazza di Trevi, ante un Neptuno tan distinto al madrile?o que parece el aut¨¦ntico, viendo a la turister¨ªa ortodoxa arrojar monedas, de espaldas y por encima del hombro, a la taza de la fuente.
Lo que ahora no imagino es que esta noche la multitud en torno a la fuente la har¨¢ invisible y que comprobar¨¦ una vez m¨¢s, porque siempre lo olvido, que esa monumentalidad dieciochesca cubre, como es l¨®gico, la fachada posterior del palacio Poli y no la frontera como absurdamente mi memoria la resucita. La tradici¨®n, extendida a otros muchos monumentos romanos, de arrojar el ¨®bolo para asegurarse el regreso est¨¢ forzosamente en decadencia. Teniendo en cuenta que en esa plazuela nos apretujaremos esta noche los habitantes de medio continente americano, medio africano, parte de Asia y Ocean¨ªa y los de la Comunidad que no playeamos, las monedas cubrir¨ªan las aguas con s¨®lo que cada uno arroj¨¢semos una pieza de 50 liras.
As¨ª que, puesto que ciertas obligaciones cuanto antes se cumplan mejor nos ir¨¢, iremos a la fuente de Trevi. Por lo pronto vamos a tierra y ya estamos rodando por una lisa calzada romana, la ¨²nica probablemente sin los baches del asfalto derretido ni los traqueteos del adoquinado. Los motores callan y, de pronto, recuerdo los tranv¨ªas de Roma y, en un ataque de clarividencia pesimista, pienso que la posmodernidad los habr¨¢ suprimido. Todav¨ªa ignoro que la que ser¨¢ nuestra calle es recorrida d¨ªa y parte de la noche por los tranv¨ªas de las l¨ªneas 13 y 30.
Ya estoy calculando cu¨¢nto tardar¨¢ en convertirse en barrio, en mi barrio, esa zona del hotel, que es la del Colosseo y espec¨ªficamente neroniana. Releer¨¦ antes de apagar la l¨¢mpara algunas de las p¨¢ginas que T¨¢cito dedica a este cinematogr¨¢fico emperador, gracias a que los Anales van en la maleta. Y ma?ana temprano, a descubrir en las cercan¨ªas el estanco, el mejor bar, la papeler¨ªa y el quiosco de peri¨®dicos, la trattoria m¨¢s tasca, el conjunto de elementos que me permitan creerme durante el pr¨®ximo futuro que, adem¨¢s de Ner¨®n, el barrio es m¨ªo. Luego, exploradas las proximidades, habr¨¢ llegado la ocasi¨®n del Mois¨¦s de Miguel ?ngel y de V¨ªa Merulana. Pero eso ya son palabras mayores y ahora hay que no olvidar el equipaje de mano y salir por la puerta delantera.
Al pisar Fiumicino, no obstante saber que es una bober¨ªa, pero con el fin de entrar con buen pie en la capital, el solapado sedentario reza:
-Ya estamos en Madrid, como quien dice.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.