De la ignorancia voluntaria
La vieja frase "Espa?a es una madrastra para con los suyos y una cortesana para los extranjeros", atribuida al pintor espa?ol Juseppe de Ribera, el Espa?oleto de N¨¢poles, la hubiera podido pronunciar tambi¨¦n un Vives, a cuya familia liquid¨® la Inquisici¨®n; el Jovellanos desterrado a un convento de las Baleares "para que aprendiese catecismo"; Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, tras el saqueo de su casa madrile?a; Am¨¦rico Castro, acusado por sus compatriotas de "antiespa?olismo", y tutti cuanti.Espa?a es quiz¨¢ el pa¨ªs con mayor n¨²mero de poetas asesinados, fil¨®sofos desterrados y artistas ignorados. El principio de no-reconocimiento de la creaci¨®n, la cr¨ªtica o lo poco que ha habido de esp¨ªritu de reforma, parece ser la forma culturalmente sancionada de autoconciencia. El pensamiento espa?ol nunca ha tenido en gran cosa el genio, ni ha escrito con grandes letras los conceptos de creaci¨®n o de educaci¨®n. Lo suyo han sido los m¨¢rtires -una Teresa de ?vila atormentada de por vida por la celosa vigilancia de la Inquisici¨®n, un Hern¨¢n Cort¨¦s perseguido hasta el ¨²ltimo d¨ªa de la conquista de Nueva Espa?a por el obispo de Burgos-, luego transfigurados en h¨¦roes sublimes y santos heroicos.
Muchos se querr¨¢n consolar asumiendo la cuesti¨®n como hecho universal: Van Gogh vendi¨® un solo cuadro. Muri¨® en la miseria. Kafka apenas public¨®. en vida algunos cuentos. Pero el caso es distinto. No se trata de obras o creadores desconocidos, sino de la ignorancia voluntaria de obras y creadores de todos consabidos. Se hace como si no existieran. Es el ninguneo.
Hoy ya no tenemos santos oficios, pero tampoco puede decirse que haya desaparecido la figura del fraile benedictino que, celoso de su mal lat¨ªn, persiga a los que saben hebreo. Bajo mal secularizados credos, el mismo esp¨ªritu vicario pervive en otros tantos frailuchos acad¨¦micos, administrativos, org¨¢nicos o simplemente posmodernos.
Una cr¨®nica, no por muy vergonzante menos amena, sirva de ejemplo: la biograf¨ªa de un ya maduro artista espa?ol, hoy reconocido como uno de los nombres m¨¢s distinguidos en el panorama de la pintura internacional, que invariablemente ha ocupado un lugar vac¨ªo en nuestras exposiciones, cert¨¢menes y museos. Su caso constituir¨ªa, entre otros, el m¨¢s interesante objeto para una investigaci¨®n sobre sociolog¨ªa de la cultura en Espa?a si la investigaci¨®n espa?ola tuviese la imaginaci¨®n y la libertad para hacerlo.
Nuestro espa?olito fue tempranamente exilado de su ciudad natal, goz¨® de una juventud porte?a y conoci¨® una amarga iniciaci¨®n en la bohemia del Madrid de los tiempos del silencio. Su cerrada convicci¨®n en su propio camino no le abri¨® precisamente muchas puertas. Fue descubierto un buen d¨ªa por un galerista suizo -caso ejemplar: la redenci¨®n en Espa?a siempre llega del extranjero-. Y su vida se hizo a otros paisajes m¨¢s abiertos.
En los primeros a?os de la transici¨®n, nuestro artista cometi¨® el error de casi todos los exilados: so?ar que en Espa?a las cosas, por cambiar de nombre, mudan su naturaleza. Regres¨® a Catalu?a, pero la celebraci¨®n de cuatro grandes exposiciones simult¨¢neas en un medio que hoy celebra los mismos nombres de artistas y las mismas obras de hace 30 a?os, le granjearon la desgracia. El artista tuvo que irse con su musa a otra parte.
Desde entonces, el nombre de Jorge Castillo se evapor¨® de todos los corrillos intelectuales como si encerrase una secreta acusaci¨®n o un testimonio maldito del torpe entramado que tan h¨¢bilmente maneja lo m¨¢s triste de la cultura espa?ola. Pero no termina la historia: sin una an¨¦cdota chusca. S¨²bitamente, la autonom¨ªa gallega descubri¨® que ¨¦l, entre tanto ya famoso pintor neoyorquino, era un paisano suyo, y concibi¨® el sublime plan de rehabilitarlo, ya que si no como pintor espa?ol, por lo menos como artista de Pontevedra. Con ¨¢nimo de Santiago heroico, los curadores auton¨®micos descendieron al Ministerio de Cultura para arrebatarle una exposici¨®n en Madrid. En vano. El ninguneado, por el solo hecho de haberlo sido, deviene en su desnudo silencio un elemento tanto m¨¢s irritante y amenazador. Los pajaritos del ministerio dijeron que Castillo, aunque era respetable, no estaba en su l¨ªnea, y, sin mayores precisiones sobre el misterio de las ministeriales l¨ªneas, se sumergieron en su pecera.
Ser¨ªa, sin embargo, injusto aferrarse a la particularidad de esta discreta historia: su verdad reside en su car¨¢cter axiom¨¢tico y normalizado. Nuestros grandes cr¨ªticos, acad¨¦micos, intelectuales no se inmutan. Al fin y al cabo, es la Espa?a de hace muchos siglos. Ni un Picasso, ni un Juan Gris hubieran existido sin Francia, ni un Am¨¦rico Castro sin la comunidad intelectual de Princeton, ni un Gaud¨ª sin su recepci¨®n norteamericana o japonesa, y, por regla, es m¨¢s intensa la vida cultural espa?ola en las aulas de hispan¨ªstica de Nueva York, Boston o Berl¨ªn que en la castiza movida madrile?a.
Semejante constelaci¨®n perfila una cierta cuesti¨®n en torno a una cultura que, como la espa?ola, se distingue por su generalizada aversi¨®n a hacerse c¨¢balas, como se dice, sobre s¨ª misma. Se dir¨ªa que esta sociedad s¨®lo se siente due?a de s¨ª y plenamente id¨¦ntica negando aquello que crea, y por tanto, neg¨¢ndose a s¨ª misma como realidad, o como proyecto, o simplemente como comunidad cultural. Algo as¨ª entrevi¨® Unamuno, aunque sublim¨¢ndolo en aquellos t¨¦rminos m¨ªsticos del vivir desvivi¨¦ndose, que precisamente son incapaces de plantear la cuesti¨®n en sus reales t¨¦rminos. Aunque su traducci¨®n popular es, desde luego, m¨ªstica y cristiana: la prueba de la verdad de una obra o de un creador es su tormento, su negaci¨®n. Un Lorca asesinado, un Hern¨¢ndez en las c¨¢rceles, un Gris falleciendo en la miseria o un Ortega a quien su disc¨ªpulo falangista le cerr¨® las puertas de la universidad de Madrid, son otros tantos estigmatizados que, por serlo, reclaman su subsiguiente canonizaci¨®n. Ni como m¨¢rtir, ni como santa, sin embargo, ninguna obra puede ser reconocida en su ser objetivo y en su realidad social. El c¨ªrculo se cierra: hoy se celebra en los cielos a quienes ayer les fue negada la existencia en esta tierra, y este principio de santificaci¨®n genera las condiciones que ma?ana condenar¨¢n a la inexistencia cualquier obra o cualquier gesto que cuestione la siempre establecida y siempre intransigente mediocridad.
Lo que resta es su malestar consigo, quiz¨¢ en el fondo su desprecio de s¨ª misma: otra constante hist¨®rica de la cultura espa?ola. Y hoy, adem¨¢s, la frustraci¨®n del sue?o de otra nueva forma de convivencia que tampoco ha podido ser.
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